Cindy baila sola
Más que ningún otro género, la comedia romántica responde a valores que ahora parecen caducos. Sin abandonar su carácter mainstream, Cindy la regia busca renovar las convenciones del amor cinematográfico.
En realidad, los verdaderos males, en el caso de Emma, eran su capacidad de imponer demasiado su voluntad y cierta tendencia a pensar demasiado bien de sí misma.
Jane Austen, Emma
En su Diccionario completo de cine, de 1997, el académico Ira Konigsberg define la comedia romántica como “una película que trata de la relación entre un hombre y una mujer quienes, después de pruebas y tribulaciones causados por sus propios malentendidos y/o por varios obstáculos, logran estar juntos al final”. Elegí esta definición del género sobre otras recientes porque, a pesar de ser amplia, muestra uno de sus anacronismos aún vigentes en el umbral del siglo xxi: el presupuesto de que el “gran amor” debe ser heterosexual. A más de veinte años de esa definición las cosas no han cambiado mucho: las películas que aspiran a una buena taquilla no desafían la heteronormatividad. La gran ironía es que ese mismo aspecto –la representación del amor “normal”– ha sido cuestionado con dureza en los últimos años. Más que ningún otro género, la comedia romántica tradicional ha quedado atrapada en un modelo cultural caduco. Adiós a los cortejos donde los hombres son más bien stalkers; no más arranques de posesividad en nombre de la pasión. Tampoco habrá aplausos para los protagonistas que refinan y embellecen a sus prospectos amorosos al modo de Pretty woman, ni para los personajes femeninos que se sometan al pigmalionismo, dejando su identidad atrás.
La crisis de la comedia romántica, sin embargo, no anuncia su desaparición. No tendría por qué hacerlo: el anhelo de compañía amorosa no es algo sujeto a “cancelación”. Quizá cambien las convenciones del género, aunque esto no parecería fácil en sociedades donde la homofobia acecha, donde aún no se elimina el estigma de la soltería o donde los gestos condescendientes son sinónimo de caballerosidad.
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“Eso no va a salir bien”, pensé, cuando escuché que habría una película de acción real basada en el cómic Cindy la regia, sobre una chica ultraprivilegiada que solo piensa en casarse. Los rumores se confirmaron cuando, en la secuencia de créditos de Mirreyes contra Godínez (Chava Cartas, 2019), el mirrey protagonista recibe en su celular la invitación al cumpleaños de Cindy, a celebrarse en Monterrey. Más bien, en San Pedro Garza García, la ciudad colindante que, por su nivel económico, podría ser otro país. El mirrey describe a Cindy como “todo un personaje” –y vaya que lo es–. Desde el lanzamiento del cómic en 2004, Ricardo Cucamonga ha publicado tres libros “escritos” por Cindy (Cómo ser una niña tipo bien, Cómo casarse tipo bien y Cómo superar a tu ex) y el personaje tiene una cuenta de Twitter con casi 450 mil seguidores. Con sus preocupaciones frívolas y angustia social, Cindy es la idea platónica de cientos de influencers sampetrinas que, sin saberlo, la encarnan. Cucamonga la retrata tan egocéntrica y superficial que pronto queda claro que el objeto de la crítica es ella (y no los “feos”, “gordos” o “pinky nacos” a quienes trata con desprecio en los cómics). Cindy es una celebridad, pero quizá no era conocida por la audiencia de Mirreyes contra Godínez, a quien iría dirigida la película sobre la sampetrina (ambas son producciones de Videocine). Considerando que Mirreyes reunió a más de un millón y medio de espectadores, era posible suponer que Cindy la regia apuntaría hacia un público amplio. Sería, pues, una película mainstream. Esto sonaba arriesgado y hacía pensar en un proyecto atrapado entre fuegos cruzados: de un lado, la naturaleza cáustica del cómic; del otro, el carisma que debía poseer una Cindy de carne y hueso, necesario para sostener el peso de un largometraje. O Cindy perdería su esencia frívola, especulé, o su búsqueda enfermiza por casarse “tipo bien” resultaría en una comedia romántica que justificaría lo que ahora se considera cuestionable del género.
Admito que me equivoqué. Mi prejuicio no tiene importancia, pero aseguraría que muchos lo comparten; ya sea entre los seguidores del cómic como entre aquellos que lo desconocen pero huyen de las comedias románticas mexicanas. Ahora que Cindy la regia llegó a salas de cine, sería una lástima que alguno de ellos la dejara pasar. Dirigida por Catalina Aguilar Mastretta y por Santiago Limón, la película sobre la joven pudiente que busca a su príncipe no solo es una comedia con timing y tono impecables, sino una renovación del género y una reivindicación de los personajes que en este tipo de películas suelen ser simples patiños. También sobresale por no contener el doble discurso de comedias románticas mexicanas que se hacen pasar por progresistas, pero usan la inequidad social como pretexto humorístico. Quedan bien con dios y el diablo, jugando a ser subversivas para luego ganarse al público con una resolución romántica conservadora e inverosímil. Primero sus personajes repudian todo lo relacionado al estrato social opuesto para, en el último acto, acoger sus formas de vida, convicciones y/o falta de ellas. Todo en nombre del amor.
Es una salida fácil a la que también recurre Mirreyes contra Godínez. Cindy la regia comparte con ella casa productora, dos actrices de reparto (Regina Blandón y Diana Bovio) y, lo más notable, guionista. María Hinojos escribió ambas historias pero el salto cualitativo entre ellas es enorme. Esto comprueba que no hay géneros condenados a la medianía creativa, como se piensa de las comedias románticas, sino que la mayoría no tiene una visión unificadora detrás. En Cindy la regia queda claro que Aguilar Mastretta tuvo en sus manos las riendas conceptuales del proyecto. A lo largo de toda la cinta hay ecos de su ópera prima, Las horas contigo (2014), donde contaba la historia de un matriarcado conformado por mujeres de distinto temperamento. Aunque aquel era un proyecto autoral, en Cindy la regia vuelve a aparecer su mirada empática hacia mujeres con valores y prioridades diversos. Guiada por esta visión, Hinojos aportó la frescura de diálogos que le hablaran a una audiencia joven (un reto doble si se piensa que el personaje central utiliza regionalismos). En una historia como esta, la verosimilitud es crucial.
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(Esta sinopsis contiene spoilers o, diría la rae, “estropeos”.) Cindy la regia comienza marcando las fronteras del reino de su protagonista. Sobre una vista aérea del llamado “puente atirantado” en Monterrey, una voz femenina con acento norteño instruye al operador de cámara a mostrar solo el lado que corresponde a San Pedro. La cámara aterriza en su casa: un pequeño palacio con esculturas romanas de piedra y árboles podados en forma de columnas. “Sé que [mi casa] es más bonita que la de la mayoría de la gente”, dice Cindy en off, e invita al espectador a aceptarlo: ante lo irremediable, “cero complejos”. La siguiente secuencia, por fin, la muestra: es una chica de sonrisa dulce y ojos gigantescos, interpretada por Cassandra Sánchez Navarro. Desde los primeros minutos, la actriz consigue borrar cualquier expectativa sobre la versión humana de Cindy. Ególatra y encantadora, su interpretación del personaje logra algo casi imposible: que el espectador observe la banalidad de su mundo sin, de inmediato, rechazarla a ella. Sánchez Navarro encarna a Cindy sin distancia y con convicción –la única forma de hacer verosímil a un personaje, por detestable que pueda resultarle incluso al actor–. (Fue el caso de Ilse Salas, magnífica protagonista de Las niñas bien [2018], de Alejandra Márquez Abella.)
En esta secuencia se crean nexos con la tira cómica de Cucamonga: la “profesión” de vloguera de Cindy, sus invocaciones místicas para encontrar marido y su relación cercana con Mari, su empleada doméstica. Es su cumpleaños y la fiesta desbordada ofrece al espectador un atisbo al mundo sampetrino; el retrato parecería una hipérbole, pero videos compartidos en redes sociales muestran que no hay tanta exageración. La fiesta sirve también para presentar a los personajes cercanos a Cindy: sus padres, su mejor amiga y, en especial, su novio desde hace ocho años, quien esa noche le dará a Cindy el ansiado anillo de compromiso. Para sorpresa de todos, ella incluida, la joven no tolera imaginarse una vida al lado de su prometido. Huye de su propia fiesta y, después, a la Ciudad de México.
Cuando, en la capital, un bloqueo vial obliga a Cindy a caminar entre puestos de comida y gente que torea a los autos, su atuendo matchy-matchy, sombrero de ala ancha y maletas de diseñador la hacen lucir absurda en ese contexto. El guion, sin embargo, evita la tentación de regodearse mucho tiempo con el contraste entre la sampetrina y los mexicanos de a pie. Cindy se aloja en casa de su prima Angie (Regina Blandón) que, si bien es su “pariente pobre”, renta un departamento, tiene un trabajo estable y una vida social activa. A juzgar por sus intereses, los amigos de Angie pertenecen a un mundo no tan desconocido por los creadores de la película. Esto se traduce en otra ventaja respecto a otras sátiras sociales recientes. A diferencia de estas, aquí no hay retrato artificioso de las clases bajas. Como consecuencia, llegado el momento inevitable en el que la protagonista debe encontrar trabajo también se evita el lugar común de hacerla desempeñar una actividad, a sus ojos, humillante (por ejemplo, ser mesera en minifalda, como la protagonista de Nosotros los Nobles [2013], de Gary Alazraki). Cindy se integra al equipo editorial de una revista de estilo de vida, subtrama que sale airosa de otro reto arriesgado: introducir a un personaje de la vida real. La locutora, editora y empresaria Martha Debayle se interpreta a sí misma como directora de la revista que también encabeza en la realidad. La exitosa empresaria de medios construye una versión ficticia de sí misma intolerante y soberbia. Lo hace de forma estupenda. Uno de los mejores gags ocurre cuando Cindy, resentida con su jefa, le corrige la pronunciación de una palabra en inglés. Quien haya escuchado a Debayle sabrá que, en efecto, esto sería algo parecido a una humillación.
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Cindy la regia no pretende ridiculizar las aspiraciones de su protagonista sino explorar dónde se originan. Quienes crecimos con los cómics del caricaturista Quino vemos en Cindy a una heredera de Susanita –la famosa amiga de Mafalda que fantaseaba con el día de su boda–. Susanita, sin embargo, anhelaba ser esposa y madre; Cindy, en cambio, ve en el matrimonio una forma de legitimación. En su caso, el estado civil es un indicador de clase, y lo que le va a asegurar permanencia en su círculo social. Como lo hizo desde otro género Las niñas bien, Cindy la regia echa luz sobre códigos de clase que condenan a las mujeres a aceptar contratos sociales que las hacen infelices. Aunque Cindy rechazó un anillo de compromiso llega a Ciudad de México aún determinada a concluir su gran proyecto: casarse. “Algo tengo que hacer con mi vida”, le dice a su prima, quien le responde que el matrimonio es una experiencia y no un objetivo. Cindy no le da mucho crédito, pero algo cambia en su expresión cuando Angie la llama una persona “inteligente” (al parecer, nadie se lo había dicho antes). Luego, durante su estancia, la joven descubrirá que mujeres de su propia familia han optado por formas de vida hasta entonces inconcebibles para ella. Por ejemplo, su abuela paterna Mercedes (Isela Vega), quien le cuenta que se casó joven y apresurada, lo que la hizo tomar una decisión poco usual: dejar a su marido, y a sus hijos adolescentes a cargo de él. “Sentía que me faltaba el aire”, le dice, mientras Cindy la escucha en silencio, quizás aceptando que esa sensación fue la que la orilló a escapar. El personaje de Vega es uno de los guiños de Aguilar Mastretta al universo femenino de Las horas contigo; en esa película la actriz también interpretaba a una abuela, acaso la mujer más fuerte de la familia.
Pero Cindy la regia no se opone a la idea de formar una pareja, ni siquiera a la del matrimonio. Si lo hiciera, cancelaría su oportunidad de modificar los cimientos de la comedia romántica de la única forma posible: hablándole al oído a su público. Uno de los mensajes más nocivos y penetrantes de este género es que la soltería es sinónimo de fracaso. Una vez fuera de su burbuja, Cindy descubre que en otros círculos ser respetable y autónomo no son formas de vida excluyentes. Es entonces que se enamora, quizá por primera vez.
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Se dirá que una deconstrucción efectiva de la comedia romántica en el cine mexicano se dio el año pasado con Solteras, de Luis Javier Henaine. La película narra la historia de Ana (Cassandra Ciangherotti), quien después de una ruptura amorosa se inscribe en un curso para encontrar marido. La película busca hacer una sátira de la obsesión por escapar del limbo de la soltería, pero su puesta en escena contradice sus fines al reforzar clichés culturales sobre “tipos” de mujeres que ahuyentan a los hombres. Así, al inicio del curso cada alumna ilustra esos tipos –la adicta al trabajo, la “marimacha”, la muy escotada, la demasiado tapada–. Como parte del aprendizaje, todas las alumnas, incluida Ana, son sometidas al obligado make over, una de las convenciones más gastadas del género. Podría argumentarse que este make over también es satírico pero la trama no lo trata con distancia ni ironía: por el contrario, sugiere que todas las alumnas se benefician de él. (En Cindy la regia no hay make over. Si el guion explotara el gusto arraigado por “ajustar” la imagen de las mujeres a las expectativas de otros, quizá la habría hecho lucir más discreta/profesional/sencilla. Por suerte, esto no sucede.) Solteras se mantiene a flote por el trabajo de sus actrices y el carisma de Cassandra Ciangherotti. Pero incluso el talento de la actriz para la comedia autodespreciativa hace cortocircuito con su personaje: Ana es demasiado filosa como para, a la vez, exhibir la ansiedad social que se asocia al adjetivo “quedada”. Resulta frustrante que su decisión final de permanecer soltera provenga de malas decisiones y de descubrir que sigue enamorada de su ex. No hay ensanchamiento de miras. Por último, Solteras coquetea con el desafío a la heteronormatividad pero, por desgracia, recula. En la secuencia final, la boda de una de las solteras, se confirma la sospecha de que otra de ellas es gay. Hasta entonces lo había negado, pero la cámara la muestra bailando con otra mujer. Lo problemático es la timidez con la que se hace la revelación: se muestra a la pareja a una distancia tan grande que casi la vuelve invisible. Esta decisión estética parece hacer eco de la postura colectiva aún prevalente ante las parejas lgbt: que existan, pero que no se exhiban.
Esto último lleva a hablar de la mayor trasgresión contenida en Cindy la regia: la historia de amor entre Angie y su novia, una dj llamada Rox (Nicolasa Ortiz Monasterio). No es solo un guiño a la diversidad sexual, sino una subtrama que, poco a poco, toma el lugar central. Angie le ha dicho a Cindy que ella y Rox llevan un año juntas, pero esta aún se lo oculta a su familia (“unos pinches mochos apretados”, en palabras de Angie). Esto causa frustración en Angie y amenaza la relación. Cuando después de un conflicto la pareja se reúne, lo hace en una escena emotiva y triunfante. Si la definición amplia de comedia romántica dicta que una pareja se enfrente a tribulaciones y obstáculos antes de reunirse, Cindy la regia la ilustra a cabalidad. Lo hace, sin embargo, rompiendo la regla tácita contenida en la definición de Konigsberg: el presupuesto de heterosexualidad. Considerando que la película apela a un público mainstream, este es un paso gigante –y algo extraordinario en un país que se dice tolerante pero exhibe homofobia a la menor provocación.
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Si la protagonista de Cindy la regia es más abierta que su versión en cómic y si acepta los desafíos que le impone una existencia “normal”, ¿dónde queda la crítica de la cinta a su mundo cerrado e irreal?: en una de las escenas climáticas, cuando Cindy escucha pasmada los reclamos de Angie por haber “sacado del clóset” a Rox. Cindy actuó sin pensar. La noche previa tomó una foto de la pareja bailando y, embriagada de independencia, la publicó en su blog. Habituada a creerse la medida de todas las cosas, no reparó en el daño que podía causar. “Esta es mi vida”, le dice Angie, “y la acabas de desarmar”. La antecesora de Cindy no es Susanita sino una inglesa decimonónica, privilegiada como la regia y, también, mimada por su papá: Emma Woodhouse, protagonista de la novela homónima de Jane Austen (quien la llamó “una heroína que a nadie le agradará mucho, excepto a mí”). Bienintencionada pero corta de miras, Emma hace de casamentera de otros, ignorando sus sentimientos y arruinándoles la vida. Tan vigente es la crítica de Austen a los puntos ciegos de su protagonista que la mejor adaptación al cine no es la que ocurre en la época de la novela (Emma [1996], de Douglas McGrath), sino la que traslada el argumento al Beverly Hills de los años noventa: Clueless (1995), de Amy Heckerling. Su protagonista, Cher (Alicia Silverstone), se piensa a sí misma como benefactora de otros, sin entender que sus prioridades resultan absurdas para los demás. (La esencia, pues, del influencer.) Emma, sin embargo, es una novela de aprendizaje. La protagonista reconoce el daño que causa en personas a las que aprecia. Austen la hace sentir vergüenza, una emoción también evidente en el rostro de Cindy ante los reproches de Angie. Ambas heroínas enmiendan sus acciones. Por eso el romance que se consolida en la cinta no la involucra a ella. En esta ocasión, la autonombrada “princesa” cederá su lugar.
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No hay peor insulto que la condescendencia, y esto aplica a las películas que resuelven de un brochazo la brecha social. En un giro de trama que privilegia la coherencia de un personaje por encima del sentimentalismo, Cindy vuelve a San Pedro. Puede que su versión cinematográfica sea menos cáustica que la del cómic, pero no niega su esencia. Traicionar al personaje habría consistido en llevarla a elegir (“por amor”) mudarse a un departamento apenas más amplio que su clóset “step in” en San Pedro. Como en Solteras, hacia el final de la cinta la protagonista asiste a una boda sin acompañante. Lo hace entre los “suyos”, lo que parece reconfortante. Es justo lo opuesto: implica volver al universo que le inculcó miedos y estigmas. Cindy baila sola y es el centro de atención. Esta vez, sin embargo, no siente que le falta el aire. Las miradas sobre ella no la hacen escapar. ~