Democracia y Política

Laberintos: ¿Es posible la democratización de Cuba?

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Mírese como se quiera, el problema cubano, incluyendo por supuesto la asombrosa conversación telefónica que sostuvieron Barack Obama y Raúl Castro el pasado 17 de diciembre, las simbólicas conversiones de sus respectivas Oficinas de Intereses en embajadas el lunes 20 de julio y el próximo viaje de John Kerry a la isla, previsto para el 14 de agosto, el verdadero y hondo problema cubano poco tiene que ver con las relaciones diplomáticas que acaban de reanudarse formalmente y mucho, muchísimo, con la democracia como sistema político. Es decir, con la falta de democracia. O para ser más precisos, con el objetivo de democratizar la vida ciudadana en Cuba.

El desafío es antiguo. En enero de 1959, los cubanos confiaban que el triunfo del movimiento insurreccional dirigido por Fidel Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista impulsaría una rápida restauración de la democracia en Cuba mediante dos acciones políticas muy concretas: devolverle de inmediato su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar de Batista 7 años antes, y la convocatoria a elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. En definitiva, recuperar ese pasado liberal había sido el aspecto central del programa públicamente asumido por Castro y nadie tenía razón alguna para poner en duda a priori la sinceridad de ese doble compromiso.

Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta. ¿Derrocar la dictadura? Por supuesto que sí, pero sólo como pretexto. Su verdadero y subversivo objetivo iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia tal como se concebía entonces en todo el continente, para construir, sobre los escombros de la dictadura, experiencia política que a fin de cuentas resultó ser para él un oportuno y pasajero sobresalto, una Cuba nueva, implacablemente revolucionaria, socialista y antiimperialista.

Casi 60 años después, con la anticlimática restauración de las relaciones diplomáticas entre La Habana y Washington, de nuevo se despiertan en Cuba aquellos desesperados anhelos de libertad. ¿Será posible que esta decisión política de encontrarse después de décadas de desencuentros signifique en realidad el fin del actual régimen cubano y el renacimiento de una Cuba democrática, o una vez más a Estados Unidos le interesará más la estabilidad política y la prosperidad de los negocios que los valores de la democracia, tal como ocurre, por ejemplo, en sus relaciones con China o con Vietnam?

En primer lugar, me parece importante destacar el hecho de que este reencuentro, pendiente al menos desde la desaparición del muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la Unión Soviética dos años después, es fruto del fracaso político de ambas naciones a la hora de enfrentar el reto que representaba la construcción de un Estado socialista a 90 millas de la Florida y en el marco terrorífico de la Guerra Fría y la amenaza nuclear. Ni el yankee go home proferido con rabia desde la isla, ni la intolerancia norteamericana y el embargo comercial desatados por los gobiernos de Dwight D. Eisenhower y John F. Kennedy alcanzaron su objetivo de derrocar el régimen castrista, ni la revolución cubana logró siquiera acercarse a sus metas de asegurarle a los habitantes de la isla el progreso económico y la justicia social que sus dirigentes prometían año tras año durante más de medio siglo. Estos fracasos, mucho más graves en Cuba, donde ni siquiera la asistencia de la Venezuela chavista ha permitido calmar las muchas hambres que padecen sus habitantes, han conducido a ambos gobiernos a tragar en seco y pasar la página. Este diálogo que se inició en diciembre es ajeno, pues, al reconocimiento sincero de respectivos fracasos, y responde más bien a la necesidad de aplicar el más elemental de los pragmatismos.

En segundo lugar resulta imprescindible señalar que una cosa es reanudar las relaciones diplomáticas y otra muy distinta tener relaciones normales. Hace pocos días, el 15 de julio, ante el pleno de la Asamblea Nacional cubana, Raúl Castro advirtió que el 20 de julio “habrá concluido una primera fase del proceso iniciado el 17 de diciembre y comenzará una nueva etapa, larga y compleja, hacia la normalización.” Pero inmediatamente después, para que nadie creyera encontrar en sus palabras lo que no era, en clara alusión al espinoso tema de los derechos humanos y la democratización del régimen, le reiteró al gobierno de Estados Unidos la advertencia de que “cambiar todo lo que debe ser cambiado es asunto soberano y exclusivo de los cubanos.” Es decir, que los derechos humanos tal como se entienden en Occidente desde el triunfo de la revolución francesa, no está ni será incluido, a menos por ahora, en la agenda de las negociaciones por venir. Por su parte, si bien Estados Unidos no renuncia a mencionar el tema, lo hace con más sentido retórico que real, y se conforma con alimentar la esperanza de que el desarrollo del comercio, el turismo y las inversiones norteamericanas, frutos naturales del proceso de normalización, irán socavando gradualmente los fundamentos ideológicos de la revolución cubana.

En tercer lugar, vale la pena destacar que el canciller cubano, Bruno Rodríguez, en el discurso que pronunció después de izar la bandera cubana en la sede de la embajada cubana en Washington la mañana del lunes 20 de julio, repitió dos exigencias controversiales de su gobierno. Una, que Cuba aspira a la devolución del espacio geográfico que ocupa la marina de guerra de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo, un situación que incluso impulsó a Raúl Castro, en su época de guerrillero en la Sierra Cristal, próxima a la bahía de Guantánamo, a secuestrar durante varios días en junio de 1958 a 47 ciudadanos norteamericanos, civiles y militares empleados en la base naval. Lo cierto es que el presidente cubano nunca ha dejado de calificar la presencia estadounidense en Guantánamo de “cáncer” que corroe las entrañas de Cuba. Sólo que en el acto del 20 de julio celebrado en la embajada cubana, John Kerry, secretario de Estado norteamericano, adelantó que este punto no es tema debatible con el gobierno cubano, aunque ello no quiere decir que el día de mañana llegue a serlo. Él otro punto ineludible de la posición oficial cubana es que “no podrá haber relaciones normales mientras se mantenga el embargo”, una situación particularmente difícil porque su solución no depende de la exclusiva voluntad del presidente Obama sino del Congreso de Estados Unidos, pues con la Cuban Democracy Act, de 1992, y la ley Helms-Burton, de 1996, el embargo impuesto por decisión ejecutiva del presidente Kennedy hace más de 50 años, requiere de la aprobación del Senado y de la Cámara de Representantes de Estados Unidos para ser suspendido. Un aspecto particularmente conflictivo, porque el partido republicano dispone en la actualidad de mayoría suficiente para derrotar parlamentariamente a Obama.

Esta es la realidad actual del proceso negociador. Nadie sabe qué ocurrirá cuando una nueva generación de “revolucionarios” cubanos asuma el poder dentro de poquísimos años y un nuevo presidente se instale en la Casa Blanca, pero de momento, los escollos a superar lucen impracticables. No obstante, también debemos tener presente que hasta el 17 de diciembre también era igualmente imposible imaginarse la cordialidad con que Barack Obama y Raúl Castro parecen haber entablado esta nueva relación entre Washington y La Habana. Desde esa perspectiva inaudita de lo imposible-posible, el porvenir inmediato del nuevo rumbo se presenta áspero y escabroso, aunque perfectamente viable. Incluyendo la democratización de la isla. Quizá por eso resulte oportuno recordar una anécdota, cierta o falsa, no se sabe con certeza, que hace poco registraba en su página web el diario argentino Clarín. Según esta información que estos días se repite en todo el mundo, durante una reunión de Fidel Castro en La Habana de 1973 con periodistas extranjeros, un reportero británico le preguntó cuándo creía él que podrían restablecerse las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, a lo que el líder cubano respondió con una frase burlona para ilustrar, con brillante originalidad, una imposibilidad que entonces era sin duda absoluta, pero que ahora, 42 años después, ha resultado ser absolutamente real: “Estados Unidos vendrá a dialogar con nosotros cuando tenga un presidente negro y en el mundo haya un Papa latinoamericano.”

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