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La separación del poder político y el económico

Impedir que el poder político sea, de nuevo, un espacio para hacer dinero es –en palabras del presidente– uno de los objetivos clave de este gobierno. ¿Se trata de una estrategia de control político o de un genuino esfuerzo por establecer un piso parejo para todos los empresarios?

 

El 3 de mayo de 2018, siendo todavía candidato a la presidencia, Andrés Manuel López Obrador afirmó: “Así como hubo la separación en su momento del Estado y de la Iglesia, porque a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, así se necesita ahora una separación del poder económico del poder político…” Si esto define su gran transformación, ¿en qué se distingue del pasado? ¿Se trata de una estrategia de control político, del deseo de crear un Estado interventor en la economía, o podemos considerarlo un genuino esfuerzo por establecer un piso parejo para todos los empresarios, independientemente de su cercanía con el gobierno? La relación entre el gobierno y los empresarios importa porque afecta tanto la disposición del sector privado a invertir como la forma en que lo hace y, por tanto, tiene un efecto sobre el crecimiento de la economía. Esta relación fue una preocupación central de los gobiernos posrevolucionarios.

La Revolución mexicana transformó las relaciones de poder: quién gobierna y para quién. Terminó por expropiar gran parte de sus tierras a la élite agraria porfirista y repartir entre los campesinos cerca de la mitad del territorio nacional. Destruida la élite agraria porfirista, y lastimada la relación con la inversión extranjera extractiva, sobre todo tras la expropiación petrolera, para lograr una economía en crecimiento basada en el modelo de sustitución de importaciones, el naciente régimen tuvo que diseñar nuevos mecanismos de relación con la clase empresarial industrial, la cual no fue expropiada por la Revolución, aunque sí la veía con desconfianza.

Los gobiernos posrevolucionarios tuvieron que enfrentar dos dilemas centrales, uno económico y otro político. El primero consistía en conciliar el discurso revolucionario de justicia social con un crecimiento económico que requería de los capitalistas nacionales e internacionales. El capitalismo genera desigualdad. Era una situación particularmente complicada, porque había muchas promesas de justicia social que la Revolución no había cumplido. El dilema político consistía en conciliar la hegemonía política con la relativa autonomía de quienes controlan los recursos económicos.

Para resolver ambos dilemas, los gobiernos socialistas eliminan la propiedad privada. Así, el Estado detenta los recursos económicos y políticos. Sin embargo, para los gobiernos priistas sin legitimidad democrática –con necesidades de financiamiento superiores al ahorro nacional, una ambiciosa agenda modernizadora y un vecino como Estados Unidos–, el socialismo no era una opción más allá de la retórica de incluir en la Constitución en 1933 el objetivo de una educación socialista. El crecimiento económico requería de inversión privada.

Otra de las razones por las que los gobiernos emanados del PRI no destruyeron la propiedad privada es que muchos de esos gobernantes la querían para sí y para sus amigos. En varios sexenios se apoyó desde el poder a ciertos empresarios. El caso paradigmático fue la forma en que se construyó la fortuna de la familia del expresidente Miguel Alemán.

Esta corrupción representa la más perniciosa falta de separación entre el poder político y el económico. Es el capitalismo de cuates, en el que se creaban y protegían fortunas, muchas de ellas en sectores con poca competencia. El nivel de esta corrupción es bastante opaco, pues muchos actos ilícitos nunca salen a la luz pública. El enriquecimiento de la clase política y de los empresarios vinculados a esta fue la tónica de los años de la hegemonía priista, sobre todo en la economía cerrada que tenía el país.

El gobierno intentó conciliar la tensión entre el discurso revolucionario y el desarrollo capitalista con una economía mixta en la que el sector público controlaba sectores clave, a través del financiamiento de ciertos proyectos de largo aliento, como energía e infraestructura, y con empresas estatales de todo tipo, unas por diseño (como la siderúrgica Lázaro Cárdenas-Las Truchas, creada en 1976 para evitar que el Grupo Monterrey tuviera el monopolio del acero) y otras para evitar quiebras que llevaran a la pérdida de empleos (como el rescate de Somex en 1962).

El principio implícito de que la política estaba reservada al PRI atenuaba la tensión entre la hegemonía del tricolor y la relativa autonomía del empresariado. El gobierno podía castigar a los empresarios rebeldes, creándoles problemas sindicales, auditorías fiscales o invadiendo sus tierras, como lo vivió Manuel Clouthier en los años ochenta. Los empresarios a su vez aprendieron a usar sus organizaciones gremiales y el poder del dinero para tratar de influir en políticas sectoriales o para lograr beneficios para sus negocios.

Si bien hubo algunos momentos de mayor conflictividad, como en 1962 y 1963 con la reglamentación de la provisión constitucional en el artículo 123 de repartir una parte de las utilidades de las empresas, el sector privado nunca fue una amenaza política seria para el gobierno. Sin embargo, para quien quiere todo el poder cualquier espacio de autonomía es sospechoso. En él se pueden incubar futuros desafíos. Desde la lógica del gobierno, entre más autónomos los empresarios, más peligrosos.

Los empresarios invierten si tienen perspectivas de rentabilidad y cierta certidumbre de que no serán expropiados. Según Carles Boix, hay por lo menos dos caminos para el desarrollo capitalista. Se puede lograr con pocas regulaciones y bajas tasas impositivas, con lo cual el Estado no tiene muchos recursos para proveer bienes públicos, pero las utilidades son altas y hay por lo tanto incentivos para la inversión privada. El Reino Unido posterior a Margaret Thatcher es el ejemplo que pone Boix, aunque Estados Unidos sea nuestra referencia más obvia.

En alguna medida así se desempeñó México durante el desarrollo estabilizador. En este modelo el gobierno resolvió la permanente desconfianza de los que tienen dinero frente a un gobierno muy poderoso y con un discurso y ciertas acciones claramente antiempresariales: con libertad cambiaria, estabilidad del tipo de cambio y baja presión fiscal.

También se puede crecer en una economía capitalista a partir de mayores tasas impositivas y más regulaciones, aunque esto es sostenible solo si, a través de bienes públicos de calidad, se le da mayor productividad al capital y al trabajo. Boix pone a España como un buen ejemplo. De nuestros socios de Norteamérica, Canadá se acerca más a esta estrategia. Esto intentaron hacer Echeverría y López Portillo. Es el exitoso modelo chino hoy día.

Con Luis Echeverría, el gobierno buscó expandir la inversión pública y propuso ciertas políticas que los empresarios percibieron como amenazantes, desde una reforma fiscal hasta una ley de asentamientos humanos. Se dedicó a polarizar, como forma de legitimación frente a una izquierda alienada tras la matanza de estudiantes de 1968. La devaluación del peso mostró los límites de la expansión del Estado. A su vez, José López Portillo entendió la necesidad de rehacer la relación. En su discurso de protesta del 1 de diciembre de 1976, dijo: “A los factores de producción, obreros y empresarios, les preciso que el problema principal no se da entre ellos […] Sería necio suponer que la respuesta es el enfrentamiento que reduce o hasta cancela nuestra capacidad de producción y competencia como país.”

El recién descubierto petróleo le dio al gobierno los recursos financieros para imponer su visión: un Estado desarrollista, creador de empresas de su propiedad y fijador de ciertos precios por razones económicas o políticas. Con este modelo se esperaba lograr una mayor productividad de la economía gracias a un mayor gasto público. Quebró en el esfuerzo. La crisis financiera llevó a una nueva confrontación con los empresarios, cuyo desenlace fue la expropiación de la banca.

La justificación de la nacionalización bancaria es similar a una de las razones de ser de la 4t: imponer el poder político sobre el económico. En palabras de López Portillo: “Lo único que vamos a cambiar es de dueño. […] El gobierno no solo está eliminando un intermediario, sino a un instrumento que ha probado más que suficientemente su falta de solidaridad con los intereses del país y del aparato productivo. La banca privada mexicana –mexicana y mexicanizada, eso es lo más doloroso– ha pospuesto el interés nacional y ha fomentado, propiciado y aun mecanizado la especulación y la fuga de capitales.”

Es muy probable que AMLO compartiera esta visión a los veintiocho años, cuando vivió aquella coyuntura. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces. Los sucesores de López Portillo tuvieron que modificar el papel del Estado en la economía para sacar al país de la quiebra.

Miguel de la Madrid buscó reconciliarse con los empresarios. Trató de imponer certidumbre cambiando la Constitución y delimitando el papel del Estado en materia económica. El cambio legal no le funcionó, pero una política económica más ortodoxa y un estilo conciliador le permitió salir de la ruptura y rehacer el pacto con los empresarios en materia de inversión, aunque la inestabilidad macroeconómica y las presiones del servicio de la deuda impidieron retornar a la senda de crecimiento con baja inflación. De la Madrid tuvo que enfrentar a un pan fortalecido por el enojo empresarial y de las clases medias, con lo cual se volvió electoralmente competitivo, aunque al final el gobierno pudiera retener todas las elecciones para gobernador, incluida la de Chihuahua donde al parecer se consumó un fraude a favor del candidato priista.

Carlos Salinas profundizaría las medidas de Miguel de la Madrid. Ante la falta de recursos fiscales, llevó a cabo privatizaciones, que terminaron por ser una oportunidad para crear una nueva clase empresarial. Con todo, incluso en este sexenio hubo mecanismos de subastas de lo privatizado para asignar al ganador.

Si bien el tlcan se volvió un ancla para limitar la arbitrariedad del gobierno, este seguía teniendo mucho poder y el PRI seguía sin perder una elección. Por lo demás, el gobierno no pudo hacer ni siquiera lo que supuestamente sabía hacer mejor: estabilizar la economía. La crisis de 1994 marcó el sexenio de Zedillo, quien, no obstante, al seguir una política económica ortodoxa y con el acceso al mercado de Estados Unidos, logró retomar el crecimiento.

La transición a la democracia, lejos de atajar el poder del dinero vía el empoderamiento de las mayorías, hizo de la corrupción el cemento de la relación entre los partidos y abrió un espacio para inexplicables riquezas de políticos y empresarios bien relacionados. Con la llegada de Enrique Peña Nieto y su estilo de gobierno à la Atlacomulco, el problema adquirió dimensiones de escándalo.

Paradójicamente, entre los objetivos de Peña Nieto estaba el separar en alguna medida el poder político del económico. De eso se trataron muchas de sus reformas estructurales. Fortalecer al Estado en su papel de regulador económico, sin concentrar el poder en el presidente sino en los órganos autónomos. La Comisión Federal de Competencia Económica y el Instituto Federal de Telecomunicaciones fueron diseñados para limitar el poder de los empresarios más grandes, con capacidad de imponer sus condiciones en su sector y con el suficiente poder político como para capturar estructuras burocráticas regulatorias más débiles y con menor autonomía.

Peña Nieto tiró todo por la borda por su frivolidad y por la elevada corrupción de su administración. Al arranque de su gobierno, uno de sus asesores de muy alto nivel presumía en privado que iban a construir una nueva clase empresarial, como la que supuestamente se había creado en el sexenio de Miguel Alemán. No era consciente del alcance de sus palabras.

López Obrador llegó al poder, en buena medida por el enojo que causó esta corrupta relación entre un número creciente de políticos y empresarios. A diferencia de Echeverría, que veía en la expansión del Estado una forma de contener a la burguesía, AMLO, si bien desconfía del sector privado en ámbitos donde cree que el gobierno debe intervenir más, como en la distribución de medicinas o en la creación de sucursales bancarias en zonas pobres y alejadas, salvo en materia energética –donde hay un cambio de fondo en la estrategia– parece, por lo menos en el discurso, estar buscando algo más limitado, aunque potencialmente más poderoso: que el poder político no sea el espacio para hacer dinero ni que el dinero compre al poder político. Como casi todo en su gobierno, a pesar de que se trata del objetivo central de su transformación, no hay nada detallado al respecto, solo frases generales como la citada al principio de este texto.

López Obrador enfrenta restricciones muy distintas a la de los años sesenta cuando tuvo éxito el que dice que es el modelo económico al que aspira. México es hoy un país abierto, anclado en el tlcan y en muchos otros tratados comerciales. Una economía en la que el sector público pesa muy poco y solo ejerce un gasto total de 20.4% del pib. Con López Portillo, este gasto llegó a ser del 47.2%. La inversión pública llegó a representar el 11% del pib en aquel entonces y ahora solo representa el 2.9%. México es un país regionalmente más diverso y la capital tiene un menor peso económico. En 1970, el entonces Distrito Federal aportaba el 28% del pib nacional. Ahora la Ciudad de México aporta el 17%. 

AMLO conoce los riesgos de la inestabilidad macroeconómica.

No puede repetir la estrategia de Echeverría o López Portillo de expandir el Estado y no desea pelearse abiertamente con los empresarios. A algunos de ellos los sube a un Consejo Asesor Empresarial, con otros acuerda cuáles son los programas de infraestructura que el gobierno va a apoyar. Sabe que sin inversión privada no habrá crecimiento.

La aparente buena relación que tiene López Obrador con ciertos empresarios se debe a una decisión personal, no a un determinado mecanismo institucional. En otros gobiernos, llamaríamos “capitalismo de cuates” a esta relación donde en lo oscurito se decide qué obras de infraestructura hay que emprender.

Es fácil prometer, como lo hizo AMLO en su último libro: “El gobierno ya no es un simple facilitador para el saqueo, como había venido sucediendo, y ha dejado de ser un comité al servicio de una minoría rapaz.”

Habrá que ver si al final no resulta que a sus empresarios favoritos les está repartiendo obras o ayudando de manera discrecional. Es difícil que tanta asignación directa de contratos –realizada con tanta opacidad– no resulte en una corrupción como la del pasado.

Para lograr inversión privada, sin la cual la economía no va a crecer gran cosa, se requiere certidumbre. El presidente, sin embargo, toma decisiones absurdas desde el punto de vista económico, como cancelar la obra de infraestructura más grande de América Latina, el aeropuerto de Texcoco, porque le da la gana. Ha fortalecido al gobierno frente al empresariado con un sinnúmero de nuevas leyes y regulaciones. Las dos más evidentes son la prisión preventiva oficiosa para la evasión fiscal y la llamada extinción de dominio –el riesgo de perder una propiedad por presunta colaboración con el crimen organizado antes de un juicio–, la cual se plantea hacer extensiva a cuentas congeladas sin juicio previo por parte de la Unidad de Inteligencia Financiera de Hacienda.

Este poder no queda en instituciones autónomas, sino en manos de los empleados del presidente. Lo puede hacer porque tiene el control del legislativo para sacar la ley que le dé la gana. Está probablemente en curso una transformación de fondo incluso más amenazante: una Suprema Corte de Justicia que no se atreva a declarar inconstitucionales leyes que están acabando con la presunción de inocencia. La historia nos dirá cómo se usó ese poder: si para cumplir lo que se dice en el discurso o como un instrumento para amedrentar o castigar a ciertos empresarios o políticos. La prueba de fuego de sus nuevas leyes será el que le permitan alcanzar objetivos explícitos, en particular, para incrementar la recaudación.

Tampoco se ve dónde está ese piso parejo para todos los empresarios que AMLO prometió en la campaña. Estas nuevas reglas harán muy difícil a las medianas y pequeñas empresas crecer. El presidente puede tener muy buenas intenciones, pero funcionarios mal pagados y regulaciones excesivas hacen más tentadora la corrupción y un entorno sobrerregulado complica el crecimiento de las empresas de menor tamaño.

A López Obrador le gusta centralizar el poder. Cree que es la única forma en que puede gobernar, y por ello no está creando instituciones autónomas fuertes para luchar contra la corrupción. Al contrario, cree que los organismos autónomos le quitan poder a él. Por eso los está colonizando. En su visión, todo se circunscribe a la honestidad del presidente y a mantener una interlocución con los empresarios que no pase por repartir favores sino por trabajar en pro del país.

Para fines prácticos no hay oposición. Los partidos políticos que hicieron posible la democracia están desprestigiados por su ineficacia y corrupción. Solo una organización empresarial, la Coparmex, está buscando poner frenos al poder presidencial. Los grandes empresarios han preferido colaborar con un mandatario que, al menos, no los ha denostado como lo hacía Echeverría.

Dado que el gobierno de AMLO tendrá una permanente escasez de recursos fiscales y, a su vez, funcionarios con poca preparación y experiencia técnica, hay una muy baja probabilidad de compensar la menor inversión privada con inversión pública. Si, además, esa inversión es de baja calidad, el impacto positivo sobre la economía será pequeño. Peor aún, muchos de los servicios públicos que provee el gobierno –desde dar con agilidad permisos para alguna actividad económica hasta procurar ciudadanos educados y saludables– serán limitados, como limitado será el impacto de incrementar la productividad.

Con lo que hemos visto hasta ahora, el gobierno está construyendo un modelo de crecimiento basado en una pobre creación de bienes y servicios públicos. El crecimiento será bajo, salvo en las regiones donde la obra pública impulsará cierta actividad económica durante la construcción, en el consumo popular gracias al reparto de recursos fiscales a grupos vulnerables y al aumento en los salarios mínimos, y en los sectores vinculados con el comercio exterior, aunque para ellos será muy importante cómo le vaya a la economía de Estados Unidos. Para la segunda mitad de su sexenio López Obrador ha prometido una reforma fiscal. La incertidumbre de una mayor presión fiscal dará todavía menor apetito al inversionista de activos fijos. ~

 

 

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