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Héctor Abad Faciolince: La xenofobia como plaga

El apestado no es uno, el apestado es el otro. Cuando las enfermedades son oscuras y se contagian invisiblemente por el aire, por la nariz, por los ojos, por las manos, el cerebro se agita, se excita, se llena de fantasías y fantasmas, y busca culpables: el culpable es el otro. Los culpables son los distintos, los que no se parecen a nosotros. Los chinos que tienen ojos rasgados, escupen en la calle y comen porquerías. Los franceses que no se bañan todos los días. Los judíos, siempre los judíos, por supuesto. Los italianos que cantan desde el balcón y entonces emiten partículas de saliva muy lejos. Si fuera dengue o chikunguña (alfavirus), los culpables serían los negros, porque la enfermedad viene de África y porque los negros de todo el mundo viven al lado de charcos infectos donde pululan los mosquitos, los Aedes aegypti.

En la Antigüedad, en tiempos de pestilencia, también se buscaba al culpable, se lo perseguía, se lo cazaba. Los “saludadores”, así se los llamaba, contaminaban las aguas del pueblo, escupían en los pozos para que todos enfermaran. ¿Quién era el saludador, el infecto, el contagioso? Solía ser el judío, faltaba más. Pero ahora son los de ojos rasgados. Un hombre filipino, en Italia, fue agarrado a golpes en la calle, acusado de ser chino y de haber llevado el mal a la tierra limpia. Los demás les pagan con la misma moneda: un avión de italianos fue devuelto, al completo, con todos sus ocupantes, del aeropuerto de Tel Aviv. En Tel Aviv los judíos de antes ahora son los italianos: los contagiosos.

Ya en Colombia los ignorantes acusan a los repatriados de Wuhan (con quienes llegan algunos parientes extranjeros, léase chinos) de ser los culpables de introducir la peste en nuestro país. Y como es prácticamente inevitable que tarde o temprano llegue el coronavirus aquí, ya tenemos cocinada la teoría perfecta para acusar a los culpables: son ellos, los del avión de apestados. Igual que hoy en día, en España, se vuelve sospechoso ser italiano, y los partidarios de Vox gritan en la calle, en el parlamento, para que el gobierno cierre las fronteras, imponga cuarentenas, proteja a los puros.

Con las pestes es muy fácil tejer historias. En las epidemias se pueden contar cuentos hermosos de médicos y enfermeras abnegados, que mueren combatiendo la pestilencia. Yo mismo he escrito tres veces sobre el tema, fascinado por la historia. Pero lo cierto es que si quisiéramos de verdad proteger la vida, postergar el sufrimiento, tener una existencia más larga y más sana, los problemas más graves no serían este coronavirus, sino los accidentes de moto, que matan muchísimas más personas al año que esta nueva gripa. Si no nos fascinaran las enfermedades que se contagian, señalaríamos otras dolencias que no son contagiosas pero que matan mucho más: la contaminación del aire, por ejemplo, que es más silenciosa, menos novelera, pero que mata más por enfisemas, por asma, por neumonía, por infarto, que este nuevo virus.

¿Se imaginan cómo estaríamos si por casualidad el coronavirus se hubiera originado en Venezuela? Estaríamos dedicados a la cacería de venezolanos, a más xenofobia, a hacer hablar a la gente para detectarlos por su acento, los estarían montando en camiones para devolverlos a su país por la frontera.

Lo cierto es que la condición humana es igual en todas partes. A veces nos corresponde ser los apestados del mundo, los contagiosos, y a veces los contagiados. Los colombianos hemos sido los que llevan la peste de la droga a todas partes (¿colombiano? Cocaína, cocaína…). Ahora los culpables son otros. ¿Será muy difícil entender que en todas estas tragedias hay muchas más víctimas que culpables? El egoísmo que aísla nunca ha sido la cura ni la salvación. Lo que nos puede salvar es la compasión. Com-pasión, sufrir con el otro, sufrir todos juntos, porque en todo momento podemos ser los contagiados o los contagiosos. Por azar, por desgracia, por el simple hecho de estar en el mundo.

 

 

 

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