“Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia.”
Aldous Huxley.
Plutarco no creía que la historia fuese un conocimiento que valiera la pena por sí mismo, sino en la medida en que nos permitiera obtener lecciones. Desarrolló un tipo de historia donde se destacan las acciones de los grandes hombres, a diferencia de los modernos historiadores que, inspirados por la neutralidad científica, buscan el conocimiento objetivo y descuidan, aunque sea metodológicamente, los valores.
Una saludable actitud la encontramos en el historiador Tony Judt (Londres, 1948 – Nueva York, 6 de agosto de 2010), judío de origen, británico de nacimiento y neoyorquino por adopción. Judt fue educado en Cambridge e hizo carrera como profesor en la Universidad de Nueva York hasta su muerte, donde dirigió el Erich Maria Remarque Institute. Además, fue habitual colaborador de la revista New York Review of Books.
Judt enfocó su interés académico en la Europa del siglo XX. Esto quedó consagrado en su magnífica obra Postguerra. Ante todo, este libro es un recuento de la liquidación de los restos imperiales europeos, y es, además, el acta de defunción de las ideologías europeas, que fermentaron el clima político mundial desde la revolución francesa hasta la decadencia del marxismo.
En su Pasado imperfecto, Judt hace un penetrante estudio de la irresponsabilidad de la intelectualidad francesa. En tal sentido, denuncia su tendencia a la complicidad con el comunismo, tendencia que explica como el resultado de no haber digerido bien la ocupación alemana y la falta de determinación para sacársela de encima por sus propias fuerzas.
En cuanto a la otra intelectualidad francesa, la que mantuvo la lucidez moral, le dedica uno de sus trabajos más entrañables, El peso de la responsabilidad, donde Judt destaca a tres personajes excepcionales, Léon Blum, Raymond Aron, y Albert Camus. Los tres se podrían calificar de insumisos, en el sentido de Todorov: disidentes, indóciles y no-violentos.
“Léon Blum y el precio de la transigencia”
Léon Blum (1872-1950) tuvo una vida larga, agitada y fructífera. Participó en los círculos literarios parisinos de fines del siglo XIX. También fue un destacado activista en defensa de la inocencia del capitán Dreyfus, en las que hizo filas junto a Émile Zola y el joven Proust, su coetáneo.
Se le conoce, sobre todo, como líder del Partido Socialista Francés a lo largo de la etapa de entreguerras, y luego, como primer ministro del Gobierno del Frente Popular en dos ocasiones, en 1936 y 1938. Durante la ocupación alemana, destacó como el enemigo más importante del gobierno entreguista de Vichy, por lo cual fue condenado a prisión, juzgado y deportado, al campo de concentración de Buchenwald, donde sobrevivió. Después de la liberación, fue el primer ministro de la posguerra. De esta manera se convirtió en el viejo estadista más respetado de Francia hasta su muerte en 1950, casi en vísperas de los primeros pasos de la Unión Europea.
Judt nos recuerda que, en momentos cruciales de su vida política, Blum eligió llevar la contraria. Para comenzar, en 1920, con una clarividencia excepcional, se opuso a que el socialismo francés abandonara su tradición democrática, para someterse a la disciplina leninista de la Tercera Internacional, la cual disfrutaba de las ventajas de la novedad y de la radicalidad. Además, en los años treinta alertó contra la ceguera de quienes, en su propio partido, se obstinaban en un pacifismo suicida frente el rearme agresivo de la Alemania de Hitler. Luego de la ocupación alemana, ya en 1940, fue uno de los pocos diputados que se negaron a rendir indigna pleitesía al mariscal Pétain.
Sobre su figura, concluye Judt: “Fue un socialista en un movimiento socialista agresivamente materialista que sin embargo pensó, instintivamente y siempre, en categorías morales. Fue un resistente en tiempo de guerra que rechazó la ira fácil y la venganza de muchos otros resistentes (reales o imaginarios) una vez llegado el momento del justo castigo.”
“Albert Camus y las incomodidades de la ambivalencia”
Albert Camus (1913-1960) tuvo una vida corta, pero muy agitada desde el punto de vista intelectual. Sus modestos orígenes no opacaron su rutilante talento. Ya adulto, se mudó a Paris. Allí se unió a la Resistencia, donde se jugó la vida, para luchar contra la ocupación alemana y la ideología nazi. Después de la liberación, alcanzó la celebridad literaria, gracias a dos novelas, El extranjero y La peste. Además, se le consideró un pensador existencialista gracias a su ensayo El mito de Sísifo. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1957. Su muerte en un accidente de automóvil, dos años después, otorgó una tonalidad trágica a su biografía.
Judt insiste en que Camus fue una persona de gran valentía moral. Mostró la misma coherencia al luchar contra el totalitarismo nazi como al denunciar los crímenes del totalitarismo soviético. Esa misma valentía prevaleció para negarse a apoyar las tendencias intelectuales que aprobaban, en nombre de la revolución, las dictaduras, la represión, la tortura y el asesinato.
De esta forma, puso en peligro su prestigio de pensador progresista y recibió el desprecio de algunos sus contemporáneos. En tal sentido, es muy representativa la airada actitud de Sartre frente a su libro El hombre rebelde, donde se advierte que el nihilismo conduce al suicidio y, sobre todo, al genocidio. En definitiva, Camus, al igual que Orwell, tomó partido contra toda forma de tiranía totalitaria.
Son muy hermosas las palabras que Judt le dedica al cierre del capítulo: “Camus acertó donde tantos otros se extraviaron durante mucho tiempo. Tal vez Hannah Arendt estaba en lo cierto: Albert Camus, el perpetuo outsider advenedizo, era efectivamente el mejor hombre de Francia”.
“Raymond Aron y el salario de la razón”
Raymond Aron (1905-1983) también tuvo una vida larga y productiva, aunque menos turbulenta que los anteriores. Su periplo vital va desde su infancia, durante la Primera Guerra Mundial, pasando por las conmociones de mayo del 68, así como la presidencia de François Mitterrand.
Aron destacó por sobre sus condiscípulos de la École Normale Supérieure en los años veinte, Sartre incluido. Se le consideró la promesa de su generación. Lamentablemente los años de la guerra, que pasó exiliado en Londres, interrumpieron su carrera. Tras la guerra reemprendió su vida académica, que culminó con un sillón en el Collège de France mientras escribía docenas de libros y varios miles de artículos, para Le Figaro y L’Express. Cuando murió en 1983, tras haber publicado sus memorias a los setenta y ocho años, era quizá el ensayista, sociólogo, comentarista político y teórico social más conocido de Francia.
Judt destaca cómo Aron resistía, con serenidad, a la tempestad de pasiones políticas de los intelectuales mesiánicos, quienes predicaban una revolución apocalíptica que acabara con todo, a fin de dar paso a la utopía. Su libro, El opio de los intelectuales, denuncia, precisamente, esa combinación de extremismo político e idiotez moral como forma de aletargamiento de la conciencia por estupefacientes ideológicos.
Aron era un profundo conocedor de Marx, a quien reconocía intuiciones certeras, pero también denunciaba sus peligrosas ilusiones. Aron representaba lo mejor del racionalismo francés, caracterizado por la agudeza y la ironía, entre cuyos honorables antecesores se cuentan a Montaigne y Tocqueville. Era especialmente consiente de la fragilidad de la democracia, cuyas ventajas solo se vuelven visibles cuando se ha perdido.
Judt sentencia que toda la trayectoria de Aron “constituyó una apuesta por la Razón contra la Historia, y en la medida en que la ha ganado, será reconocido con el tiempo como el mayor inconformista intelectual de su época y el hombre que puso los cimientos para un nuevo rumbo del debate público francés”.
Egregia cordura
La coincidencia entre estos tres intelectuales franceses, tan distintos entre sí, es lo que los diferencia de la intelectualidad de las épocas en que les tocó vivir: una responsabilidad personal insobornable, entendida en un doble registro. En primer lugar, responsabilidad para evaluar la situación sin anteojeras ideológicas; de obtener conclusiones propias mediante la observación, la reflexión y la crítica. Además, tener la responsabilidad de actuar de forma valiente, aunque eso significase colocarse en oposición al grupo al que se pertenecía y que lo califiquen de renegado o traidor.
En la Apología, Sócrates alega que su misión divina de buscar la verdad a través de su método mayéutico, era el mayor servicio que se podía prestar a una ciudad. El que un intelectual se haga amarrar al mástil mayor de la razón para evitar caer en la seducción del canto de las sirenas ideológicas, es el mayor beneficio que puede ofrecer a la sociedad.