Nicaragua: a dos años del levantamiento de abril de 2018
Ortega le dio un doble uso populista a los fondos: infló la burocracia administrativa de la seguridad y multiplicó las prestaciones y otros gastos. Todo para sellar alianzas y abultar su clientela
La rebelión de abril de 2018 desafió la mano de hierro con que el régimen de Daniel Ortega había detentado el poder durante once años, a partir de que en enero de 2007 se produjera el retorno al poder del que el FSLN había sido apartado por diecisiete largos años cuando perdió las elecciones en 1990 ante una coalición opositora auspiciada por el Gobierno estadounidense. Ortega había formado parte de los nueve comandantes líderes de la guerrilla sandinista que derrocó a la dictadura de Anastasio Somoza Debayle en julio de 1979 y había ocupado un lugar prominente –primero como miembro de una junta de gobierno y después como presidente electo- en 1979-1990, el primer período de gobierno del FSLN.
Aunque liderado por estudiantes universitarios, el levantamiento de abril de 2018 fue plural en su composición de niveles educativos, clases sociales y gremios. Autoconvocados, se bautizaron a sí mismos los múltiples rostros de la revuelta, tomando distancia de los movimientos que han seguido las directrices de una “vanguardia”, como establece la teoría leninista. Y lo fueron tanto que de ahí derivaron su fuerza y ubicuidad, y sus debilidades organizativas. Curiosamente la chispa inicial de tan multiforme movimiento fue un modesto plantón en protesta por la crisis de la seguridad social, cuya cobertura se limita a una muy urbana quinta parte de la población económicamente activa.
Fue obvio que la protesta atrajo a un grupo diverso de agraviados: los campesinos amenazados por expropiaciones en interés de la concesión canalera al magnate chino Wang Jing, los políticos con carreras truncadas por el manejo corrupto del Consejo Supremo Electoral, el movimiento feminista ultrajado por la aprobación de la ley antiaborto y muchos más. Pero la crisis de la seguridad social también importaba –y mucho– porque Nicaragua estaba disfrutando de un bono demográfico que debía ser motor de la economía y solvencia de la seguridad social, basado en una pirámide poblacional con muchos cotizantes activos y relativamente pocos jubilados. Ortega recibió las finanzas de la seguridad social con un superávit de alrededor de sesenta millones de dólares que llevó a un déficit de cerca de noventa millones de dólares.
¿Cómo pudo revertir esta situación en tan solo una década, y hacerlo en medio de una relativa bonanza? Ortega le dio un doble uso populista a los fondos: infló la burocracia administrativa de la seguridad y multiplicó las prestaciones y otros gastos. Todo para sellar alianzas y abultar su clientela. El tiro de gracia, que lo es debido a su contundencia, ha sido la colocación de los fondos en inversiones de baja rentabilidad: préstamos concedidos a empresarios sandinistas –a veces del más íntimo círculo familiar de Ortega– aquejados de la persistente fiebre del concreto que los acometió a la vista de dinero e insumos baratos.
El levantamiento paralizó las principales ciudades, la mayoría de las universidades y el tráfico terrestre de mercancías. Poco o nada se ha dicho de que en algunas ciudades menores emergieron comunas gobernadas por las y los rebeldes durante las semanas que sus habitantes vivieron sobre el acerado filo de la historia. El régimen entró en pánico y reaccionó con una tormenta de balas. Al grito de ‘Vamos con todo’ y ante la incapacidad policial de someter a los insurrectos, Ortega y su esposa y vicepresidente Rosario Murillo -tanto monta, monta tanto– desempolvaron, organizaron y artillaron a un grupo de viejos militantes con experiencia militar adquirida en los años ochenta. El celo de la defensa de la revolución y la dosis de sadismo que aflora cuando es posible ejercerlo con garantía de la más absoluta impunidad dieron por resultado una cruenta represión que dejó un saldo de cerca de cuatrocientos asesinados y setecientos reos políticos.
La meta era producir insoluble e instantánea normalidad. No lo consiguieron: un exilio de decenas de miles de personas drenó la producción y el consumo, el empleo formal se desplomó agudizando aún más la crisis de la seguridad social, casi un tercio de los depósitos del sistema financiero volaron hacia nidos más apacibles, lo mismo que la inversión y el turismo, y severas sanciones fueron cayendo primero a cuentagotas y luego con mayor volumen y contundencia, hasta el extremo de inhabilitar como actores financieros a la empresa petrolera socia del ALBA y la policía nacional. Tampoco se alcanzó la normalidad porque la represión continuó con el desmantelamiento de ONGs y medios de comunicación, y con los secuestros y asesinatos de disidentes.
No se cumplieron los anhelos de Ortega y Murillo. Pero tampoco los pronósticos de la oposición. El sandinismo se sostuvo. “Los últimos días de la dictadura” -frase que muchos dijimos y escribimos cientos de veces- se cuentan por años. Por eso una pregunta clave es: ¿cómo es que este régimen ha adquirido esa mala salud de hierro? La fuga de ahorros fue un argumento potente para vaticinar un final inminente del orteguismo. ¡Un tercio de los ahorros! Sin embargo, si estudiamos la serie histórica del crecimiento de los depósitos, la fuga solo nos retrotrae a la situación de 2013 o poco antes. No es una catástrofe. Por añadidura, los depósitos han vuelto a crecer. La elevada posición que Nicaragua tiene en el ránking del lavado de dólares dotó de liquidez siempre fluyente al sistema financiero. Los vínculos con Venezuela –los subterráneos, no los préstamos de petróleo que ya no fluyen hacia Nicaragua– son la escondida fuente que mana y corre aunque sea de noche.
Ese elemento financiero es una base material sine qua non, un pilar del sistema. Pero tanto o más importante es el funcionamiento del sistema en sí mismo, cuyo escrutinio –cuánto lo lamento– no nos reserva ninguna novedad. Todos sus rasgos están retratados en una de las obras más injustamente olvidadas entre los relatos sobre dictadores latinoamericanos: Muertes de perro de Francisco Ayala. Un factor clave del régimen es su composición a base de cientos del típico don Nadie, “que fueran hechura suya –del Bocanegra de Ayala, del binomio Ortega-Murillo de Nicaragua– de los pies a la cabeza: omnipotentes bajo su manto, y ratas muertas en la calle”. Ineptos que componen la corte del orteguismo lucharán hasta el último minuto por apuntalar a su líder porque sin él dejarían de ganar los 5.000 dólares que en ningún otro sitio ni circunstancia les pagarían por sus servicios deficientes, nulos o crudamente políciacos. Si los vientos cambian, les queda el chance de mudar de chaqueta, fiados de esa mezcla de misericordia y amnesia que padecen muchos pueblos. Por eso las sanciones de Estados Unidos, aunque han sacudido el árbol, no le arrancan sus frutos. Las deserciones importantes se cuentan con los dedos de una mano.
El otro factor clave de la longevidad del régimen ha sido su reparto de los beneficios, como hizo Chávez y hace Maduro en Venezuela. Han creado una nueva élite de generales que saltan del Ejército a ejercer de ministros. Con la represión, también les tocó su parte de pringas de sangre y ahora tienen una combinación de intereses pecuniarios y temor a los tribunales. Por eso la apelación al ejército no ha funcionado. Ni a Ortega ni a los militares les interesa el puente de oro que les han tendido en repetidas ocasiones los Estados Unidos, la OEA e incluso un sector de la oposición.
Es cierto que al fragor de la revuelta el régimen perdió la alianza con la élite tradicional. Pero la élite necesita materialmente al orteguismo y no al revés. Ha mantenido con el sandinismo una relación semejante a la que los botaratas aristócratas mantuvieron con esforzados burgueses en las novelas de Balzac: el aristócrata solo aporta el lustre de su título y parasita al burgués para mantener su nivel de vida. Ortega necesita el visto bueno del empresariado, pero a este le urgen las oportunidades de lucro que Ortega le brinda. Tal vez ese arreglo pueda resistir por poco tiempo, sobre todo ahora que las dos leyes tributarias aprobadas tras la rebelión castigaron a todos los bolsillos y el consumo se desplomó.
En este contexto, la indiferencia del régimen ante el coronavirus y su promoción de marchas que maximizan el contagio han recibido varias interpretaciones malévolas: Ortega busca fabricar un bono demográfico dejando que el virus elimine a los jubilados que son la mayor carga de la seguridad social, necesita profundizar la crisis para obtener un alivio de la deuda externa, o bien, en el menos optimista de los casos, quiere sacudirse las sanciones. Ahora que su cofrade Nicolás Maduro enfrenta una nueva arremetida del Gobierno estadounidense, le urge encontrar otra vía para mejorar las finanzas de un Estado que se sostiene por medio de un costoso y siempre creciente aparato policial y militar.
José Luis Rocha es investigador asociado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”.