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Ricardo Bada: La oración fúnebre

 

                                                         Soy un clown y colecciono instantes

                                                                                         (Heinrich Böll, Opiniones de un clown)

 

Al Clan de la Piara

 

Mi alergia a cualquier tipo de actos públicos hubiera sido excusa suficiente para no acudir a su entierro. Pero no se trataba de un entierro cualquiera, era el suyo. El entierro de Hans Schnier.

Llegué a Alemania en el otoño de 1962 y encontré trabajo y hospedaje en Bad Kripp, una aldea a orillas del Rhin, al sur del doble muñón del puente de Remagen, tal como se lo ve en la película. Los fines de semana me iba a Bonn o a Colonia, más a Bonn que a Colonia, porque en el Café Kaiser de la capital federal de entonces había descubierto una tertulia de españoles, portugueses y latinoamericanos con quienes congenié enseguida. Ellos, por su parte, me aceptaron e integraron sin problemas, desde el vamos.

Al acercarse el carnaval del año siguiente vine a enterarme de que esa era una celebración casi litúrgica en el territorio bañado por el río padre, sobre todo en su curso inferior, de Maguncia a la frontera neerlandesa. Y el Jueves de Comadres de 1963, por primera y única vez en mi vida, me disfracé. En realidad sufrí una especie de contagio con la fiebre carnestoléndica de mis amigos del Café Kaiser, que ya llevaban años viviendo en Renania y habían asimilado muchas de las costumbres indígenas, tanto que todos los años, para el carnaval, celebraban juntos formando un grupo homogéneo de disfraces, como una escola de samba ibérica delante de un ciclorama renano. Ese año decidieron mimetizarse en toreros, y a sus amigas, novias o mujeres (yo era todavía el único “soltero” de la tertulia) en españolas tipo Carmen.

─ Espero que no se enteren en Huelva ─comenté al aceptar disfrazarme yo también─ porque si se enteran se va a la mierda lo poco de buen nombre que me queda.

─ Siempre tan mal hablado, qué boquisucio eres ─me reprochó Jesús, un madrileño en cuyo departamento solía dormir cuando pernoctaba en Bonn.

El punto de encuentro era la entrada principal de la estación de Bonn, y allí estábamos ya casi todos cuando vi cruzar la calle en nuestra dirección a un hombre de más o menos la misma edad nuestra, con un cojín bajo el brazo izquierdo y una guitarra empuñada con la mano derecha.

Al llegar a las gradas de acceso a la estación subió tres de los escalones, depositó el cojín en ese tercer escalón para sentarse en él, y se sacó el sombrero dejándolo a su lado, boca arriba, con un cigarrillo dentro, como si fuese la primera limosna recibida.

Mientras templaba la guitarra, se oyó desde dentro de la estación la voz de los altoparlantes anunciando la llegada de un tren expreso procedente de Hamburgo, y el hombre empezó a tocar cuando los primeros viajeros fueron saliendo escalones abajo. Cantaba también, algo que mi poco alemán de aquel tiempo no me permitía descifrar. Justo entonces apareció Roberto con Rosalba colgada del brazo, y nuestro grupo quedó completo.

─ ¡Música, maestro! ¡suenen las notas juncales de la música torera! ─ ordenó aquel Gitanillo de Alemania en que se había transformado Jesús.

Nos pusimos en marcha hacia el casco antiguo (casi podría decirse que hacíamos el paseíllo),

y por un impulso que no supe resistir ni fundamentar, al pasar delante del mendigo músico arrojé una moneda de diez pfennigs en su sombrero, acertando sin querer al cigarrillo. Alcancé a darme cuenta de cómo el hombre se estremeció, y también de cómo acomodó el cigarrillo de nuevo, para después seguir cantando. No podía ni siquiera imaginarme que algo más de 37 años después estaría acudiendo a su entierro, a pesar de mi alergia a cualquier tipo de actos públicos.

 

* * * * * * *

Lo que sigue ahora puede leerse como aquel pasaje del Quijote donde el protagonista descubre que sus hazañas andan en letra de molde, nada más que en este caso no eran las mías, sino las de Hans. Y fue que al año siguiente, viviendo en Berlín, mi alemán ya me permitía leer en su original a Thomas Mann, Heine, Rilke, Brecht y, desde luego, Böll, por quien tuve una simpatía especial desde que lo conocí. Conque decidí hincarle el diente a la novela suya que estaba en candelero, la que se publicó un año después de mi llegada a Alemania y aún levantaba polémica. Ronchas, más bien.

Se trata, claro, de Ansichten eines Clowns, que la inmisericorde traducción española titulaba Opiniones de un payaso, como si en mi país no hubiera habido nunca una tradición circense

y no se supiese distinguir a un clown de un augusto, que es el payaso por antonomasia. Pero esa es otra historia. Lo que aquí me interesa es que al terminar de leer la novela casi se me corta el aliento, y eso porque la escena final del libro, con Hans Schnier empezando a tocar la guitarra en las gradas de la fachada principal de la estación de Bonn, era exactamente la escena que yo había vivido un año antes. Esto cronológicamente resultaba imposible de toda imposibilidad, puesto que Böll había terminado de escribir su novela casi de modo simultáneo con mi venida a Alemania, antes de aquella escena. Pero así estaban las cosas y no había vuelta que darles. Con el tiempo, Cortázar me enseñaría que si así estaban las cosas, peor fuera meneallas.

Las afortunadas y azarosas circunstancias de mi vida quisieron que tres años más tarde regresara a vivir a la orilla de mi río bienamado, en Colonia, de donde no me he movido ni me quiero mover. Y pueden creerme que una de las primeras providencias que tomé fue la de viajar cada vez que pudiese a Bonn y recorrer de manera demorada, casi a cámara lenta, la zona peatonal, fijándome en todos y cada uno de los mendigos que pordiosean sus limosnas tocando la guitarra y cantando. Y que siempre empezaba mi búsqueda en las gradas de la estación principal.

Ni que decir tiene que a Jesús, quien estaba a punto de abandonar su trabajo en Alemania y en trance de marcharse tan lejos como a Panamá, cuando le conté mi descubrimiento le pareció apasionante llegar a conocer el paradero de Hans Schnier. Un día me dijo:

─ ¿Y qué tal si se lo preguntaras a Böll, que vive en Colonia? Dicen que es muy asequible.

No quise confesarle a Jesús que ya lo había pensado, pero que lo deseché no más pensarlo: Böll supondría, y no le hubiese faltado razón, que yo estaba más loco que una cabra.

Con el correr de los meses, que al cabo fueron un año, me convertí en un verdadero experto en música callejera mendicante, pero de Hans no encontré ni el menor rastro. Hasta una tarde sabatina del verano de 1968, que me quedé largo tiempo embelesado ante la maestría de una flautista minúscula, rubia con un airón violeta en la raya del pelo, y ella misma también como embelesada, como fuera de este mundo, mientras hacía fluir aquel manantial Telemann de sus labios y sus pulmones. Estaba sentada en la postura del loto, al pie de la estatua de Beethoven, en la plaza de la iglesia, muy cerca de donde yo había escuchado cantar y tocar a Hans Schnier. Y fue también un impulso que no pude ni resistir ni fundamentar el que me movió a acercarme a ella y hablarle cuando terminó su solo.

Para hacerlo corto : Henriette y yo sintonizamos de entrada, sobre todo cuando al felicitarla por su interpretación, sin átomo de inmodestia me dijo que sí sabía de sobra que tocaba muy bien, y que media hora antes ya había recaudado lo que esperaba y necesitaba, y que ahora acababa de tocar tan sólo para ella y para mí, su único oyente y espectador. Un bis único e irrepetible.

─ Me ha ido tan bien que hasta te puedo invitar a un café ─dijo, a su manera tan espontánea.

Sentados en un rincón del Café Kaiser platicamos de miles de cosas y así fue que le conté la de mi aventura casi metafísica con un personaje de una novela de su tocayo Böll, que era entre otras razones la causa de que pasara tantas horas oyendo música callejera en Bonn.

─ Hans Schnier ─murmuró, con la mirada perdida en algún recuerdo.

Y ahí paré las orejas como un conejo que ventea no sabe qué, si peligro o compañía:

─ ¡No me digas que lo conoces!

─ Decir que lo conozco sería excesivo, pero sí sé quién debe de ser ése que dices, o por lo menos lo deduzco de por dónde tocaba cuando tocaba, porque ya no.

─ ¿Ya no? ¿y cómo sabes que ya no?

─ Bueno, los puestos están muy repartidos, y si te has fijado bien, el de las gradas de la estación lleva mucho tiempo en poder de un peruano que toca la quena. Un día le pregunté si sabía qué pasó con el alemán que tocaba la guitarra ahí, donde él estaba ahora, y que cantaba tan triste, tan triste que a una se le partía el alma oyéndolo cantar, y Julio, el peruano, me dijo que había oído que se volvió a enamorar, esta vez de una chilena, y que se fue con ella a Chile.

“¡A Chile! Como para seguir buscándolo en Bonn” pensé. Y a renglón seguido, sin decir agua va, Henriette me preguntó:

─ Oye ¿tendré yo tan buena suerte que tu flauta sea un pícolo?

Respiré hondo antes de responderle:

─ Entre nosotros lo llamo Pulgarcito.

Creo que nadie se ha reído de tan buena gana esa tarde en Bonn como la diminuta Henriette:

─ ¡Huyyyyyyyyy! Waw! ¿Y a qué estamos esperando para tocar un dúo?

¡Oh fugacísimo y ubérrimo 1968! ¡lo que te siguió es la puta miseria, la era de la inacabable

y estéril reproductibilidad de la obra de arte!

 

* * * * * * *

 

Los americanos nativos de ese país tan sin nombre que deben de recurrir, en su megalomanía, al gentilicio del continente los americanos, ay, nos quieren hacer comulgar con la rueda de molino de su 11 de septiembre, el de 2001. Cuando fueron atacados en su propio nido. Pero hay otro 11 de septiembre que es el que no puedo olvidar, cuando esos mismos americanos, por interpósitos felones, bombardearon La Moneda, mataron a Allende, le quebraron las muñecas y crucificaron a Víctor Jara, torturaron a miles de chilenos en el Estadio Nacional y en Colonia Dignidad y en Tejas Verdes y en no sabemos ni sabremos cuántos mataderos más. Cuando esos mismos, sí, sí, esos mismos americanos, pisotearon la dignidad humana que reclaman (y que merecen, “lo digo y no me corro”, como César Vallejo) sus muertos del 11S en Ground Zero.

Nunca olvidaré el 11 de septiembre de 1973. Nunca. Y debe de ser porque no soy americano, gracias sean dadas a todos los dioses.

Dos meses más tarde, en el viejo Cuartel de Bomberos de Colonia, ahora habilitado como centro cívico, tuvo lugar un acto de solidaridad de toda la izquierda coloniense con los compañeros chilenos, y en ese acto, al que acudí sobreponiéndome a mi alergia, volví a encontrarme con Hans, con Hans Schnier en persona. Un Hans Schnier que seguía siendo en lo físico aquel mismo mendigo musical que yo recordaba cantando un alemán para mí entonces incomprensible, pero que hablaba ahora un castellano achilenado, que sonaba a machas y a chukaos, a palta y a papas, a patagonias rebeldes e indómitos chiloés. (Retiro la retórica, no se me tome en cuenta).

Terminado el acto hubo lo de siempre, vino y empanadas, a precios confortables pero cuya recaudación corría hacia la caja de la solidaridad con el noble y martirizado pueblo de Chile etcEn fin, otra retórica inevitable y en la que nos sabíamos a miles de años–luz de la que estaba ofreciéndoles a nuestros compañeros, no importa por qué ni cómo, la RDA.

Me acerqué a Hans, me presenté, y luego de un par de frases tan banales que si las repitiera, suponiendo que las recordase, la pantalla se pondría roja de vergüenza, tuve el coraje de decirle:

─ ¿Será posible que te acuerdes del Jueves de Comadres del 63? ¿de hace casi diez años?

Su mirada se retrotrajo a un lugar y un tiempo que, me di cuenta de inmediato, le dolían.

─ No te lo digo ─añadí sin solución de continuidad─ para traerte malos recuerdos, sólo quiero fijar uno de los míos más más testarudos, si es que nuestros recuerdos pueden ser como las personas testarudos, tozudos, tenaces

─ ¿Y qué recuerdo será ése? ─quiso saber.

─ Es el recuerdo de la primera limosna que di en Alemania y es el recuerdo de la que fue la primera limosna, según Heinrich Böll, que recibiste en tu vida.

Y entonces me miró asombrado y luego soltó una carcajada, abriendo los brazos para apretarme entre ellos con una fuerza y una alegría auténticas:

─ ¡Carajo! ¿así que eras tú el torero güevón que casi me caga el único pucho que me iba quedando?

 

* * * * * * *

 

Aquella fue la etapa más intensa de mi participación en la política activa. Ya no era sólo Chile, también el Uruguay y la Argentina instauraron regímenes militares auspiciados por la CIA y en donde se torturaba y se masacraba a mansalva y con total impunidad. A mí me desaparecieron (era el siniestro verbo de la época) varios amigos muy queridos, de modo que mi alergia a los actos públicos quedó casi curada, no de espantos, sino por el espanto. Y en casi todos aquellos mitines me volvía a encontrar con Hans, uno de los activistas más comprometidos contra las dictaduras del Cono Sur, en especial contra la del innoble Pinochet, la que más le afectaba.

Una noche, la del 20 de noviembre de 1975, la del día en que se murió aquel general inferiocre y también felón cuyo paradójico apellido era Franco, a la salida de una fiesta improvisada y a la que acudí un poco a la trágala, porque nunca he sido partidario de festejar la muerte de nadie, Hans y yo nos emparejamos camino de la parada de tranvías. Sin que nos dijésemos nada acerca de nuestros sentimientos, pero sabiéndolos muy semejantes. Tampoco a él le gustó aquella fiesta un tanto macabra. Quizás por ello fue que me empezó a hablar de su camino de Damasco.

─ Cuando me diste esa primera limosna tuya, güevón, yo era un tipo enfermo y sin ganas de nada, a punto de irse a la chucha. No quería trabajar en nada que fuera a contribuir a la perpetuación de un sistema que me parecía repugnante. Y tenía que mendigar para echarle algo al buche. Pero en esos tres años tres años, güevón, tres años no dejé de pensar en ningún momento. Hasta que llegó el momento en que supe que mi propia relación con la Marie, con la que había vivido seis años en concubinato, como se decía entonces ─se rió sin acritud─ mi propia relación con ella estuvo siempre marcada por un egotismo mío feroz, sin concesiones.

Por güevón había perdido a la Marie, por una pelotudez tan pendeja como negarme a aceptar por escrito, casi ante un notario, que si tuviésemos hijos se iban a educar en la religión católica¿Ves cómo la cagué, güevón?

─ ¿Y qué pasó cuando lo supiste? Marie ya se había casado con el tal Züpfner

─ Es que yo había conocido a la Nelly, fue por la Nelly que me di cuenta de lo mucho de falso y de güevón que me porté con la Marie.

─ ¿Y cómo la conociste, digo a Nelly?

─ Porque se sentó al lado mío una noche, en el tercer escalón de la entrada principal de la estación de Bonn, agarrándose las piernas con los brazos, meciéndose suavecito al compás de mi guitarraesas cosas no se olvidan nunca, puh güevón. Cuando terminé de cantar me dijo en alemán, un alemán infame, pero en fin, entendible, que yo debía de ser una de las personas más tristes de este mundo de mierda, y lo dijo así, sin anestesia, “este mundo de mierda”. Y yo le pregunté que por qué este mundo era de mierda. Y ella me contestó que porque había gente que cantaba lo que yo. Y me pidió la guitarra, se la di y empezó a tocarla y a cantar ¿Y sabís lo que cantó, güevón? ─La entonó a media voz:─ “Gracias a la vida, que me ha dado tanto

En este punto miré a Hans y sus ojos brillaban húmedos. Volteé en silencio la vista al frente, caminando a su lado hasta la parada de la Plaza Ebert. Nos sentamos en el banco debajo de los horarios de los tranvías y fumamos callados. Al rato, manoteó restregándose las lágrimas ya secas, ya casi congeladas sobre su rostro. Helaba aquella noche de noviembre.

─ La Nelly me dijo que en un par de días se iba a volver a Chile, y que esa noche estaba empezando a despedirse de las noches alemanas, sin Cruz del Sur, pero igual de hermosas a su manera. Y te lo creas o no, güevón, a la mañana siguiente le pedí que se quedara un poco todavía, hasta que yo ahorrara la plata pal pasaje pa poder irme a Chile con ella. Hubieras visto su cara, güevón, pensó que la estaba tratando de embromar, pero no, altiro se dio cuenta de que no. Y me dijo que bueno, que ella no podía cambiar su pasaje, pero que me esperaba en Santiago.

─ Y la seguiste a Santiago

─ La seguí, claro, al poquito tiempo. ─Tiró la colilla en dirección a los raíles y añadió sonriendo con una mueca indescifrable: ─ Despuecito, no más. ─Y después de mirar a su izquierda:─ Ahí viene un 6.

Subimos al tranvía y me miró sopesando si yo le merecía confianza para seguir contándome, y decidió que sí:

─ Esto no se lo he dicho nunca a nadie, ni quiero que salga de ti, güevón, y es que le pedí la plata prestada a la Marie. ─Casi se ríe al ver la cara que puse:─ No me la podía negar, güevón, no me la podía negar, y además la Marie me conocía de sobra como para saber que se la iba a devolver. Así es que muy poquito después ya estaba yo en Santiago. Con la Nelly.

Mientras el 6 se deslizaba igual que una luciérnaga apresurada a lo largo del Anillo Interior de Colonia, empecé a mover peones en el tablero mental y por ningún lado aparecía la dama.

─ ¿Y luego? ─pregunté, añadiendo sin prever nada:─ ¿qué pasó con Nelly?

Hans se irguió en el asiento y miró afuera, a las murallas medievales que desfilaban ante sus ojos sin que él las percibiese como otra cosa que las gradas de un estadio en Santiago.

─ Me la desaparecieron, güevón ─contestó, no más eso, y yo me sentí paralizado y no le supe contestar nada, nada, nada, ni tampoco él agregó nada más cuando el 6 se detuvo en la parada de la Ulrepforte y bajó sin despedirse.

 

* * * * * * *

 

Nos perdimos de vista después de aquella noche. No sé ni puedo describirlo de otro modo, y eso a pesar de que volvimos a encontrarnos en muchos actos más de solidaridad: con las Madres de Plaza de Mayo, con refugiados uruguayos, con exiliados chilenos. Pero parecía como si los dos evitásemos el quedarnos alguna vez a solas. Y así hasta 1983, 1985, 1990, conforme decrecía el número de dictaduras en el Cono Sur y, paralelamente, el de mitines de solidaridad con aquellos pueblos sojuzgados por sus propias fuerzas armadas. Después de la retirada del criminal Pinochet ya no volví a ver nunca más a Hans, hasta diez años más tarde, una semana antes de su muerte.

Es curioso que se produzca una situación como la que nos distanció a Hans y a mí, pero no del todo inexplicable. Él debía de haberse arrepentido muy pronto de las confidencias que me hizo, yo hubiera tenido que fingir mucho conversando con él, simulando no saber nada de lo sucedido con Nelly, ni con el antes y el después de su episodio chileno.

Andando el tiempo, durante ese cuarto de siglo desde el día de la muerte del Caudillo y la última vez que volví a ver a Hans, y gracias a mi contacto con el Clan de la Piara, en Santiago, me pude enterar de las circunstancias que rodearon tanto su huida de Chile como la desaparición de Nelly. A ella la cazaron como a un conejo, en la propia madriguera, y él se salvó porque por una de esas casualidades de la vida se encontraba en la embajada alemana, renovando su pasaporte. Hubo un vecino que logró comunicarse por teléfono con la embajada y avisarle. La extraterritorialidad fue su amparo, un amargo refugio que sintió como una cruz, y también como una cobardía, como una deserción.

Al regresar a Alemania toda su pasión y su energía se canalizaron en la lucha contra la dictadura.

Pero ¿y ahora?, me preguntaba yo un día del otoño del 2000, poniendo en orden mis archivos con hojas volantes, fotos, folios manuscritos con anotaciones para hilar un discurso en un mitin, toda la resaca de una década ya lejana y vivida tan intensamente. ¿Y ahora? me preguntaba, mirando una instantánea donde aparecíamos Hans y yo en la pradera delante de la universidad de Bonn, el día de la célebre manifestación pacifista en octubre de 1983, cuando nos encontramos codo con codo sin habernos dado cuenta de que la marea humana nos había vuelto a emparejar.

Recordé que apenas intercambiamos unos saludos, unos gestos torpes, pero como íbamos con grupos diferentes pronto nos separamos, diluidos en aquella muchedumbre a la que en esos momentos le hablaba Heinrich Böll, desde la tribuna de los oradores. Quedaba sólo el instante detenido de esta foto que habría hecho alguien de mi grupo, si no no estaría en mi poder.

Mientras la contemplaba, sonó el teléfono. Era Hans. Pero no reconocí su voz. Era irreconocible.

─ Disculpa ─dije─, no entendí tu nombre.

─ H-a-n-s. Hans S-c-h-n-i-e-r.

─ ¡Hans, qué sorpresa, resucitado de entre los muertos! ─contesté de un modo automático, era (era) una de mis expresiones favoritas al reencontrarme con un viejo conocido.

Tras un silencio que duró justo lo exacto para que yo no tuviera que preguntar si él seguía en la línea, oí de nuevo su voz:

─ Más bien todo lo contrario será, güevón. Me van quedando un par de días no más, una semana cuando mucho.

Un nudo me apretó la garganta, me amordazó.

─ Te estoy llamando desde mi pieza en la clínica de la Uni. En Lindenthal. ¿Podís venir a verme, güevón? ¿podís venir hoy?

Apenas entré en su cuarto supe que sí, que él no me mentía, que estaba sentenciado. Y que no le importaba un carajo. Y que me iba a tomar muy a mal si yo le mentía esperanza o le pordioseaba consuelo.

─ Me gustaría pedirte un favor, güevón, por eso te llamé. Arreglé las cosas pa que me entierren aquí en Colonia, no quiero que me entierren en el panteón familiar, en Bonn. Pero estoy seguro de que mi mamá va a querer apropiarse del entierro mi mamá y los güevones de la solidaridad. Además, lo entiendo, no creai que no lo entiendo. Lo que pasa es que me da rabia pensar en eso. Así que te quiero pedir que en mi entierro seai tú el que diga la oración fúnebre, ya sabís, siempre hay una o dos personas de la familia y del círculo más íntimo que hablan del difunto, antes de despacharlo al fuego eterno.

Su mirada no se apartaba ni un milímetro de un solo músculo de mi cara. De modo que sonrió:

─ Du willst nicht ─dijo inesperadamente en alemán. Y suspiró:─ Me lo temía. Pero también lo entiendo, también esto, me dijiste hartas veces lo alérgico que eras a todos los actos públicos.

─ No es que no quiera ─contesté luchando contra mi convicción de que iba a cometer un error del que me arrepentiría:­─, lo que pasa es que creo que nadie lo podría entender, porque tú y yo no hemos sido amigos íntimos como para que sea yo quien te despida de este mundo, sobre todo en presencia de tantos amigos a los que sí ayudaste y por los que sí peleaste y

─ Y mierda ─me interrumpió:─, y mierda. ¿A mí, muerto, qué putas me importa todo éso? Mira, güevón, a mí lo único que me gustaría es saber que mientras yo estoy ahí, de cuerpo presente, en la capilla ardiente que dicen ustedeshay uno que está hablando de mí, y es la primera persona que me dio una limosnita en mi vida, y ─marcó una pausa para atrapar mi mirada y no soltarla hasta terminar su frase:─ es la única a la que le he confesado cosas que no sabe nadie. ─Se le escapó una carcajada seca, casi un gruñido:─ Si me hiciste la primera caridad, ¿por qué no también la última, puh güevón?

Y es por eso que iba llegando en este momento al cementerio norte de Colonia y caminando entre los viejos compañeros, a algunos de los cuales sólo era capaz de reconocer si rebobinaba amargamente las casetes de mi memoria. ¡Qué viejos nos volvemos cuando no es nuestro espejo el que nos enfrenta todas las mañanas, todas, todas y cada una de las mañanas!

 

* * * * * * *

 

Estaba allí la madre de Hans, a sus 95 años, erguida en su silla de ruedas como para pasar revista a un desfile cívico. Esa misma mujer que después de la guerra fue presidenta del Comité Central de las Sociedades para la Reconciliación de los Antagonismos Raciales, esa misma mujer que en 1945 había enviado a una muerte segura a su única hija, Henriette, como ayudante de la defensa antiaérea contra “los judíos yanquis”. Henriette otra Henriette, pensé, y me pregunté que habría sido de la diminuta flautista que me proporcionó la primera pista chilena de Hans y con la que pasé una loca noche de sexo que no volvió a repetirse porque la petiza no era de las que repiten experienciasy en eso se parecía bastante a Hans (“Soy clown, y colecciono instantes”).

Había allí docenas, docenas de chilenos que por una razón u otra no regresaron a su país cuando el referendo, cuando sus compatriotas, en vez de votarlo, lo que hicieron fue botarlo, al indigno Pinochet. Entre ellos destacaba la figura del mascarón de proa del exilio chileno en Europa, Ludovico Satrústegui, uno de los más incurables mitómanos de la diáspora, escritor de un solo libro e inventor de todas las máscaras que asumía cara al público ─hasta la de guerrillero en el Frente Sur de una Nicaragua que nunca había pisado─, y que ese público, el europeo, con la cola de paja de la mala conciencia, se las aceptaba y hasta se las creía a pie juntillas. Y esas docenas de chilenos me iban saludando y sonriendo agridulces mientras yo cruzaba entre ellos, como dividiendo con la proa de mi persona las aguas estancadas de su apoltronamiento “güevón”, pensé, recordando a Hans.

Por suerte también estaban Joanna Kluitman, la neerlandesa de amnistía internacional, asidua colaboradora de Hans durante los años de la dictadura, y el impagable Julius Tegtmeier, con su barba nazarena. Me aparté con ellos mientras prendía un cigarrillo, faltaban diez minutos escasos para comenzar la ceremonia. ¡La ceremonia!

─ ¿Y? ─preguntó lacónicamente Julius.

─ Bueno, ya lo ves. Está la Asociación de Ex Secretarios Privados y Guardaespaldas Personales de Salvador Allende, en pleno. No sé cómo hizo ese hombre en menos de cuatro años de ser presidente, le dio trabajo a toda una legión de chilenos, al menos por eso le deberían levantar un monumento. Sobre todo ─añadí expeliendo humo y mirando hacia las torres de la catedral:─ sobre todo si me pongo a pensar que en Estocolmo, y en Utrecht, y en Madrid o en Barcelona, y en Moscú, y en Varsovia, y qué sé yo en Pekín y en Belgradodebe de haber otras tantas Asociaciones de Ex Secretarios Privados y Guardaespaldas Personales de Salvador Allende ¡Qué fabuloso creador de puestos de trabajo! ¡el mayor de la historia de Chile!

Sonó una campana. Cadenciosa, regularmente. Y por el aire se empezaron a esparcir unas notas musicales que reconocí de inmediato. La versión para piano de Gracias a la vida por Roberto Bravo, la del concierto de 1982 en la Universidad de Santiago, cuando la policía pinochetista quedó paralizada frente a la interpretación de una canción prohibida por el régimen pero que un chileno con los güevos bien puestos tocaba en ese paraninfo, sin importarle las consecuencias.

Con Joanna entre los dos, Julius y yo fuimos de los primeros en entrar en la capilla.

 

* * * * * * *

 

Se fueron yendo, tras la ceremonia, ¡la ceremonia!, “como quien se desangra”, y desde que lo pensé me volví a decir que estoy podrido de literatura, pero que no me importa. Lo cierto es que luego de darle el pésame formal a la señora de 95 años que en su silla de ruedas presidía este otro desfile cívico sin cruces gamadas ni gritos de “Heil Hitler!”, una vez más orgullosa de que ese vástago suyo hubiese convocado tanta atención pública después de ese pésame formal y sin el más mínimo hálito de sinceridad, ni en ella al recibirlo ni yo tampoco al darlo, le dije a Joanna

y Julius que no pensaba asistir a la tradicional comida de exequias, que me iba a pasear un poco por el cementerio y volvería a casa con el 6. Bueno como es, Julius se ofreció a acompañarme, también porque según él quería tratar de encontrar la tumba de su padre, enterrado allí.

─ Olvídate, Julius

Y Julius no necesitó ni la milésima de un segundo para saber que yo quería estar solo. Solo. Solo. Y a solas. Y no hablar con nadie, por lo menos ahora no. Se fueron juntos, él y Joanna,

y yo empecé a caminar por ese cementerio, hundido en mis pensamientos pero sin dejar de mirar a derecha e izquierda, siempre atento a los recónditos mensajes que habitan las tumbas y nos hablan desde ellos. Fue así que, de repente, lo juro, de repente, me detuve ante una tumba en cuya lápida se leía que bajo ella reposaba in aeternum alguien que se llamó Erich Honecker.

Involuntariamente tuve que sonreír. El otro Erich Honecker, el capitoste máximo de la RDA, había ido a morir a Chile, Chile fue su refugio, como la RDA lo fue de tanto chileno huído de Pinochet y sus mazmorras.

Una voz algo ronca, de contralto bien modulado, sonó a mis espaldas:

─ ¿Era usted su mejor amigo?

La mujer que me hablaba había sido probablemente muy bella, y su esqueleto la mantenía muy firme y erguida, sin ese vencimiento de hombros y rodillas que es el peor síntoma de la vejez. Vestía de negro riguroso y llevaba el rostro semioculto por el velo de encaje de su sombrero. Pero yo sabía quién era desde que la vi en el fondo de la capilla ardiente, donde entró la última

y permaneció de pie todo el tiempo, siendo la primera en abandonar el lugar. En realidad pensé que ya estaría camino de regreso a Bonn, pero no, era evidente que estuvo aguardando la ocasión de poderse encontrar a solas conmigo. Y quién sabe si yo, de manera inconsciente, no la habría estado esperando todo ese tiempo.

─ No ─le contesté­─, supongo que tenía algún amigo mejor que yo.

─ Pero él quiso que usted fuese su orador fúnebre.

─ Sí, eso sí.

─ Tiene que haber habido una razón de peso para que se lo pidiera.

Y ese fue el momento en que caí en la cuenta de que Hans lo había previsto, que ella acudiría a su entierro, y que así se cerraría con nosotros tres una historia iniciada muchos años atrás.

─ Sí, creo que tuvo una razón de peso para pedírmelo. ¿Recuerda el Jueves de Comadres del 63?

Hubo un silencio, luego negó con la cabeza, y preguntó en voz baja, como asumiendo una culpa:

─ ¿Tendría que recordarlo por alguna razón especial?

─ No, pero Hans sí. Ese día usted regresó a Bonn desde Hamburgo, de su viaje de luna de miel. Y Hans agarró su guitarra y se instaló con ella en los escalones de la entrada principal de la estación, para verla pasar. Y ahí comenzó su vida de pordiosero. De músico callejero, si le parece mejor. Todavía recuerdo los altoparlantes anunciando la llegada del tren expreso proveniente de Hamburgo, que fue el momento en que él comenzó a tocar.

─ Y usted estaba allí.

─ Yo estaba allí, sí.

Fue a sentarse en un banco cercano, muy juntas las piernas, muy derecho el torso, alzada la cabeza. Luego se quitó el sombrero y pude admirar sus ojos, resplandecientes de luz a pesar de lo enrojecidos. Sacudió la melena cana abandonando el sombrero boca arriba sobre sus rodillas.

Y me miró, y en aquellos ojos luminosos centelleaba una súplica que su voz no traslucía:

─ Es una pena que no sepa español. Me hubiese gustado saber qué fue lo que dijo.

Me senté a su lado, prendí un cigarrillo, y lentamente, con los ojos clavados en su sombrero boca arriba, como si le hablase a él, fui traduciéndole de memoria mis breves palabras de la capilla. Cuando terminé nos quedamos un largo rato en silencio. Después se puso el sombrero, se levantó y tan sólo dijo

─ Gracias.

La vi alejarse por el sendero principal, y cuando la perdí de vista me levanté también y seguí despacio su mismo camino. No tenía ninguna prisa. A esas horas el 6 pasa cada diez minutos.

 

 

 

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