La turbia pulsión sexual de Hitchcock
Esta semana se cumplen cuatro décadas sin Alfred Hitchcock, fallecido un 29 de abril del año 1980. Nadie contó historias con una cámara mejor que él. Medio centenar largo de películas con vocación siempre de ser taquillazos, de llegar a todos los públicos y además todo ello sin renunciar a sus obsesiones, la más conocida su pasión por las rubias. Hoy le recordamos con cuatro escenas de otras tantas gloriosas películas de esos años en estado de gracia que fueron los cincuenta y primeros sesenta. Cuatro secuencias para cuatro rubias. Cuatro actrices fetiche a las que Hitchcock amó y en algún caso maltrató con la cámara porque no le permitieron ir más lejos fuera de los focos. Cuatro diosas del celuloide que ya forman parte de la historia del cine porque el orondo erotómano tuvo a bien darles un papel en algunos de sus mejores filmes: Grace Kelly, Kim Novak, Eva Marie Saint y Tippi Hedren.
Ellas dan nombre a los cuatro capítulos del libro Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock, del ensayista Serge Koster (París, 1940), que se ha autoimpuesto un desafío en toda regla: escribir a estas alturas algo medianamente original sobre el director de Psicosis. Koster firma una obra breve, disfrutable mayormente por el buen connoisseur del universo del cineasta británico, cuya lectura invita a frecuentar por enésima vez Vértigo, La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones o Los pájaros.
El gran François Truffaut consideraba a Hitchcock, por encima de sus habilidades técnicas, “un gran especialista del amor físico”. En el libro que hicieron juntos a mediados de los años sesenta, el inglés se pregunta y se responde por su obsesión por las damas de cabellera dorada. “Cuando abordo cuestiones sexuales en la pantalla, no olvido que, también ahí, el suspense lo es todo. Si el sexo es demasiado escandaloso y demasiado evidente, se acabó el suspense. ¿Por qué razones elijo actrices rubias y sofisticadas? Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en ‘putas’ en el dormitorio”. Muchos años antes había escrito en un artículo que elegía para sus películas féminas elegantes y refinadas porque ellas iban más a las salas de cine que ellos y las primeras no soportan ver mujeres vulgares en la gran pantalla.
Fuera por lo que fuera, este hombre tan dotado para dirigir cine como para provocar rechazo en el sexo opuesto se las apañó para hacer con una cámara lo que no podía hacer con sus manos y con otras cosas… Y si hubo una rubia que cumplió todas sus expectativas (platónicas), esa fue sin duda Grace Kelly, la “inigualable diosa hitchcockiana”, como la define Koster. Con la madre de Carolina de Mónaco rodó a mediados de los cincuenta tres joyas por este orden antes de quedar atrapada en un principado: Crimen perfecto (Dial M for murder), La ventana indiscreta (Rear window) y Atrapa un ladrón (To catch a thief). Está bellísima en la última y especialmente mimosa con el voyeur James Stewart en la segunda, pero es inevitable sospechar que donde Hitchcock disfruta lo suyo es cuando la enfoca en los planos más violentos, tijera en mano, en Crimen perfecto.
Grace de blanco satén
Hablamos de la célebre secuencia en la que el marido la llama por teléfono instantes antes de que, según lo planificado, un mercenario escondido tras las cortinas cumpla su criminal parte del acuerdo. La carga lasciva del momento acertó a describirla Boris Izaguirre en su libro El armario secreto de Hitchcock (Espasa, 2005): “Grace no es una mujer, es un animal que enloquece al cazador y que derriba todo tipo de constricciones. Al coger el teléfono, deja escapar su perfecta entonación, con esas sutiles consonantes y una voz educada y femenina hasta la erección. En ese momento el criminal rodea su cuello con una cuerda y Hitchcock logra una de las imágenes más eróticas de su cinematografía: Grace sacude espasmódica su cuerpo felino bajo el blanquísimo satén y lucha por la vida como si ésta fuera una confusión de pánico y orgasmo”. Vean y juzguen.
Kim Novak, lo que no se ve se imagina
Hitchcock no disfrutó tanto con Kim Novak en Vértigo. Su erotismo era demasiado obvio para el puritano inglés, no así para una buena parte de los espectadores, justificadamente fascinados por la actriz de Chicago que se jactaba de no llevar sujetador tras el jersey. Un detalle que, como bien apunta Koster, excita al macho americano de la época pero no al director, “que localiza sus fantasmas más abajo”. Evitemos la secuencia –sexualmente hablando– más célebre de la cinta, aquella en la que James Stewart pide a la Novak que se tiña de rubia, que se haga un moño y se vaya poniendo determinadas prendas, para centrarnos en esa otra en la que Hitchcock induce a los espectadores a que imaginemos lo sucedido en la elipsis: Novak se ha lanzado a las aguas de la bahía de San Francisco y James Stewart se ha tirado a rescatarla. Acto seguido la vemos a ella despertar en casa de él, con su bata y con su ropa interior tendida en una cuerda.
El director José Luis Garci en su último libro, Las siete maravillas del cine (Notorius Ediciones, 2015), se rinde ante escena tan sugerente: “Suponemos que durante la acción de quitarle la ropa, toda, desde el traje hasta la combinación, el sujetador, las bragas, y ponerla a secar al calor de la chimenea, cree que la chica está inconsciente, pero lo que yo siempre he pensado es que ella está consciente mientras se hace la dormida. Jamás van a ser los labios de Kim Novak más voluptuosos ni su espalda tan esplendorosa, ni ella más atractiva”. Tal cual.
Sexo en el tren
Como Kim Novak, Eva María Saint solo se puso una vez a las órdenes de Hitchcock. Con la muerte en los talones tiene muchas secuencias memorables pero la más sensual se localiza, entre lúbricos susurros, con la Saint seduciendo sin problemas a Cary Grant. Koster en su libro se pregunta si “son los traqueteos de la máquina o la inminencia del peligro lo que le hacen abrir en el acto la boca, la cama y las piernas al seductor fugitivo”. Que los besos eran más que besos no lo pasaron por alto ni los torpes censores españoles que trocearon esta parte de la película cuando se estrenó por estas tierras.
Venganzas cinematográficas
Si con Grace Kelly Hitchcock supo contenerse, no pasó lo mismo con Tippi Hedren, a quien dirigió en Los pájaros y Marnie, la ladrona, y a la que parece que suplicó favores sexuales y de quien se vengó sin recato al no obtenerlos. Casualidad o no, lo cierto es que la madre de Melanie Griffith debió de sufrir lo suyo sometida al acoso del genio. La ficción no fue precisamente un refugio: violada por decenas de pájaros en su primera colaboración y por Sean Connery en la segunda. No hay más que ver en qué penosa situación queda la fina elegancia de la Hedren tras la invasión de las aves en el hogar en el que trata de protegerse.
El filósofo Eugenio Trías se declara rendido admirador de estas dos cintas en su libro póstumo sobre el séptimo arte De cine. Aventuras y extravíos (Galaxia Gutenberg, 2013). En él describe el modo en que la actriz “atrae a una multitud letal de pájaros que se ensañan con sus vestidos, con sus carnes, con sus piernas: un despojo cruel que resalta, en ironía aciaga, la belleza expresiva de la mujer, en lucha desigual contra esa incomprensible agresión”. Una secuencia que Hitchcock le hizo repetir una y otra vez hasta dejarla exhausta. Cabe suponer que como respuesta a tantas y humillantes calabazas recibidas.
Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock
Serge Koster
Traducción: Manuel Arranz
Periférica
88 páginas
13,50 euros