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Yoani Sánchez/ Días 33 al 38: Siempre hay un ojo que te ve

Hasta el menor arreglo doméstico es supervisado por vecinos dispuestos a vulnerar la intimidad del otro

La vida no se detiene. Podemos estar en emergencia sanitaria o en cuarentena pero siguen naciendo niños, separándose parejas y rompiéndose las tuberías. De esto último bien que sabemos en nuestra casa, donde estuvimos varios días tratando de reparar un salidero que nos complicó más aún la ya difícil cotidianidad de estos días. Al final lo vencimos, pero nos dejamos mucho en ese empeño.

Entre las medidas que se han tomado en las últimas semanas para tratar de frenar el covid-19 se halla la suspensión de la venta de todos aquellos productos que no sean considerados básicos o imprescindibles. O sea, que si alguien está haciendo una renovación en su casa tendrá que esperar que termine la pandemia para comprar cemento, pintura o una simple pila (grifo).

La otra opción es sumergirse en el mercado negro, pero estos días «la cosa esta mala, muy mala», me advierte un amigo con múltiples contactos en las redes informales de compraventa. «Están haciendo operativos sorpresa», agrega. La amplia zona alrededor de la plaza de Cuatro Caminos, donde hasta hace unas semanas latía el principal mercado negro de piezas sanitarias, tubos y uniones, ahora parece un desierto.

«Están haciendo operativos sorpresa», agrega. La amplia zona alrededor de la plaza de Cuatro Caminos, donde hasta hace unas semanas latía el principal mercado negro de piezas sanitarias, tubos y uniones, ahora parece un desierto

Así que Reinaldo y yo tuvimos que empezar a llamar amigos a ver a quién le sobraba un trozo de metro y medio de tubería de tres cuartos. Finalmente, un vecino de los pisos más bajos nos avisó de que podía donarnos un pedazo que le quedó tras una remodelación. Ya teníamos el tubo, ahora faltaba hacer las roscas, algo también muy complicado con la ciudad casi paralizada y con la policía acechando en cada esquina a quien traslade cualquier cosa que parezca rara.

Nos arriesgamos y, con el tubo al hombro, fuimos hasta cerca de la esquina de Infanta y San Lázaro, donde un plomero hizo las roscas, cortó la tubería en la justa medida que necesitábamos y hasta nos cedió un codo que faltaba. De regreso a casa nos veíamos como una imagen inusual. Mientras la mayoría de la gente con que nos topamos acarreaba una jaba con viandas o una bolsa vacía, nosotros parecíamos peregrinos que cargaban una simpática cruz de plástico.

Al llegar al edificio, un vecino apostado en los bajos miró con ojos inquisidores lo que traíamos, algo habitual en él, que lleva años husmeando quién entra y sale de nuestra vivienda o qué contiene la bolsa con la que regresamos del mercado. Se trata de una vigilancia tan permanente y sin tapujos que hasta bromeamos y advertimos a nuestros visitantes.

Retirado y de una mentalidad muy autoritaria, mi vecino es como esos miles y miles de cubanos cuya vida gira alrededor de vigilar a otros y estar pendientes de lo que hacen, gente que considera la intimidad un nicho de individualismo que no debe permitirse. Son esos que desconfían de cuando cerramos la puerta, nos quedamos en silencio y nos refugiamos en nuestro interior, porque allí no pueden alcanzarnos ni hurgar en nuestros pensamientos. «Revolucionario que es revolucionario no tiene nada que esconder», repiten, y en nombre de una ideología se sienten con el derecho de irrespetar el espacio del otro. Pobres diablos.

En la bodega de los bajos del edificio ha vuelto la cola. Esta vez es para comprar un módulo de alimentos que se está vendiendo a mayores de 65 años. Cuatro huevos, harina de maíz y unos fideos componen el combo de sobrevivencia para las personas de la tercera edad. El suministro de alimentos se ha vuelto tan inestable y complicado, que conozco a algunos que hasta suspiran porque les faltan unos meses para cumplir la edad que les daría acceso a esta bolsa.

Somos afortunados, porque no hemos tenido que esperar ocho horas en una cola para preparar ese «festín». En casa hemos decidido evitar a toda costa las largas filas y las aglomeraciones, aunque eso conlleve platos mucho más reducidos

En casa estamos inventando todo el tiempo. El día en que finalmente logramos arreglar la tubería preparé un puré de boniato, que aliñé con orégano y algunos ajos porros de las macetas de la terraza. Una lata pequeña de atún y varias rebanadas de plátano burro completaron la cena. Somos afortunados, porque no hemos tenido que esperar ocho horas en una cola para preparar ese «festín». Hemos decidido evitar a toda costa las largas filas y las aglomeraciones, aunque eso conlleve platos mucho más reducidos.

Pero muchos no tienen otra opción. Un amigo pasó seis horas a las afueras de la Plaza de Carlos III para poder recoger un paquete que compró a través del servicio de tienda virtual TuEnvío. Después de días intentando completar la operación, debido a los constantes cuelgues del sitio digital, logró hacerse con unos jabones, una botella de aceite y unas salchichas. Cuando fue a buscar la mercancía comprendió que el servicio lo único que le garantizaba era reservar y pagar por adelantado los productos, porque la cola era prácticamente igual a las de las tiendas físicas.

Ahora, mi amigo ha decidido recurrir a un revendedor del mercado negro para hacerse con algo de pollo y leche en polvo. No tendrá que hacer cola, sino pagar un poco más y evitar las miradas, los indiscretos ojos que se alzan por todas partes.

 

 

 

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