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Armando Durán / Laberintos: Origen de la crisis venezolana (1 de 3)

 

                                                                                                 Solo el ser es y el no ser no es.

                                                                                                                                                   Parménides

 

Advertencia. La crisis venezolana no cayó del cielo ni es producto de una maldición gitana. Es el resultado material de la puesta a punto del desquiciado proyecto de Hugo Chávez por reproducir en Venezuela la experiencia de la revolución cubana. El punto de inflexión de este proceso fueron los meses anteriores a las elecciones generales de diciembre de 2006. Sobre aquellos eventos la editorial Libros de El Nacional publicó al año siguiente mi libro Diario del año de la nada, en el que recojo mis reflexiones sobre un período que considero crucial, porque fue durante esos turbulentos meses que tomó cuerpo el disparate político y económico causante de la actual crisis humanitaria del país, sin precedentes en la historia regional, que acorrala y desespera a la inmensa mayoría de los venezolanos. Hoy, mientras el aislamiento físico y la cuarentena a que nos condena la propagación del coronavirus complica aún más la situación, me ha parecido oportuno hacer un alto en el camino, volver la vista atrás y tomarme la libertad de transcribir mi introducción a ese libro. En las próximas entregas de esta columna completaré mi visión de aquella época transcribiendo otros dos capítulos, “La mesa electoral está servida” y “Entre la memoria, el olvido y la historia.” La lectura de los tres, creo, nos ayudará a hacer presente ahora, 14 años después, cuándo y cómo se inició esta trágica crisis. Espero que también nos permita despejar algunas de las inquietantes incógnitas del día de hoy, en Venezuela y en el resto de América Latina.

…………..

 

A finales de octubre del año 2006, el ministro de Energía, Rafael Ramírez, en su condición paralela de presidente de Petróleos de Venezuela, convocó a los gerentes y técnicos de nivel medio de la empresa a una reunión de carácter confidencial. Algunos días más tarde, manos desconocidas hicieron llegar a Globovisión un video del encuentro. Gracias a esta filtración, sin la menor duda ordenada por el propio ministro, los venezolanos fueron testigos de un testimonio asombroso. “A ningún gerente”, vemos y escuchamos a Ramírez en la grabación, “a ningún funcionario del Ministerio, a nadie en la nómina de PDVSA, a nadie de las reservas (militares), a nadie de nadie que esté aquí en la nueva PDVSA, le quede pizca de duda de que la nueva PDVSA es roja rojita de arriba abajo.”

 

Más adelante, el ministro Ramírez recordó que habían “botado” a 19 mil quinientos trabajadores cuando el paro petrolero del 2002, y advirtió que lo seguirían haciendo. Como ejemplo de su determinación informó que había despedido a Gennis Lozano, gerente de la empresa en el occidente del país, “porque permitió que el candidato (presidencial) Manuel Rosales aterrizara en el aeropuerto de Mene Grande (empresa que formaba parte de la estatal PDVSA) y transitara en medio de nuestras áreas, ¡coño!, pero ¿qué vaina es esa?” Por último, el ministro reiteró que “nuestra Junta Directiva se indigna cuando nosotros nos encontramos con gente ni-ni, que haya gente light. No señor, aquí, al que se le olvide que estamos en medio de una revolución se lo vamos a recordar a carajazos, porque aquí, esta empresa está con el presidente.”

 

Diversos sectores de la oposición reaccionaron de inmediato, pero cegados por el espejismo de la elección presidencial que se celebraría en diciembre, prefirieron reducir su protesta al hecho de que el ministro Ramírez, al intervenir directamente en la campaña, violaba las restricciones que las leyes le fijan a los funcionarios públicos en materia de propaganda electoral. Muy equivocadamente consideraron más conveniente a sus intereses políticos pasar por alto aquellas advertencias que en realidad anunciaban la voluntad del régimen a lanzar a Venezuela, después de las elecciones del 3 de diciembre (como en efecto ocurrió) por el despeñadero de lo que el presidente Hugo Chávez venía llamando socialismo del siglo XXI.

 

Sin embargo, ese era el verdadero propósito que perseguían las palabras del ministro Ramírez. Alertar a los venezolanos de que tras la reelección de Chávez, todo el país, al igual que ya lo era PDVSA, sería “rojo rojito.” Sin vacilaciones ni medias tintas. Un concepto que Chávez se encargaría de desarrollar en dos extensos discursos pronunciados los días 8 y 10 de enero.

 

El primer de ellos tuvo como escenario el teatro Teresa Carreño con motivo de la juramentación de su nuevo gabinete ejecutivo. El tema central de sus palabras giró en torno a la necesidad de redactar “una ley madre de todas las leyes revolucionarias… ya tenemos el documento preparado. Si en 2001 hicimos leyes que impactaron el esquema económico-social, las nuevas deben impactar con una potencia mayor la actual situación económica.” Esta ley, la nueva Ley Habilitante (autorización para que el poder ejecutivo disponga de amplios poderes para gobernar sin necesidad de pasar por el engorroso filtro de los trámites parlamentarios), que sometería de inmediato a la consideración de la Asamblea Nacional, constituiría el primer motor para impulsar a Venezuela hacia su futuro socialista. El segundo motor sería la aprobación de un nuevo ordenamiento jurídico. “Vamos rumbo a esa República Socialista de Venezuela”, señaló, “y para eso se requiere una profunda reforma de la Constitución.” Inmediatamente después, aclaró, la verdadera “explosión revolucionaria” sería la eliminación de los concejos municipales, “viejas estructuras cuarto republicanas” las llamó, (es decir, del pasado democrático de Venezuela) y su sustitución por concejos comunales. “Hay que crear una confederación del poder comunal, construir un Estado comunal.”

 

Ese mismo día, en entrevista realizada por Laura Weffer para El Nacional, Andrés Izarra, ex ministro de Comunicaciones e Información y ahora presidente de Telesur, completó este cuadro absolutista de la realidad sosteniendo que el progreso de la propia revolución también imponía la necesidad de “construir una hegemonía comunicacional.”

 

Dos días más tarde, al juramentarse por tercera vez como Presidente de la República, Chávez insistiría en plantear el fin del período de transición que había comenzado ocho años antes y el arranque de una nueva etapa de la revolución, caracterizado por la Ley Habilitante, la reforma de la Constitución, la ideologización de la educación en todos sus niveles, la nueva geometría del poder que surgiría con el reordenamiento geográfico y político del territorio nacional y, sobre todo, con la explosión del Poder Comunal. Pero ese día añadiría un nuevo y perturbador elemento: la revolución marcharía a partir de ese instante bajo el compromiso colectivo de “patria, socialismo o muerte.” Una expresión de intolerancia extrema que nada tenía que ver con ninguna agresión ni conflicto real con el imperio, como en efecto ocurrió en Cuba con la explosión del buque La Coubre en el puerto de La Habana el 4 de marzo de 1960, o el desembarco militar de la contrarrevolución en Bahía de Cochinos en abril de 1961 y la llamada crisis de los cohetes, que puso en peligro nuclear la paz del mundo un año y medio después, sino con la inexorable decisión de impedir el desarrollo de un pensamiento independiente en la Venezuela por venir.

 

Pocos días antes, el 28 de diciembre, en su saludo de fin de año a la Fuerza Armada Nacional, desde el patio de honor de Fuerte Tiuna (sede del Ministerio de Defensa), Chávez había trazado el marco de este ambicioso objetivo: “Nadie vaya a creer”, señaló, “que lo que va a ocurrir a partir del 10 de enero (fecha de su nueva toma de posesión) sea la continuación de la misma línea.” Luego añadió que los avances de la revolución solo habían sido hasta entonces “el preludio de lo que vendrá.” Seis meses más tarde, en ese mismo escenario militar, durante los actos conmemorativos de la batalla de Carabobo (que selló la independencia de Venezuela), fue mucho más categórico:

 

   “La Fuerza Armada Nacional es una institución del Estado y, por lo tanto, del pueblo, para impulsar el proyecto nacional que hemos asumido la mayoría de los venezolanos y que se llama socialismo… Por eso, cuando un soldado dice Patria, Socialismo o Muerte está dando en el mero centro de la diana del momento histórico que estamos viviendo los venezolanos. Que nadie se llame a engaño. El socialismo es el camino y la esencia de la Patria y de la democracia verdadera.”

 

Han pasado los meses, exactamente un año desde el emblemático discurso de Rafael Ramírez, pero Chávez no ha logrado sacar al país del mundo de sus amenazas ni del desmesurado universo retórico de su fantasía, ni lo ha llevado ni parece estar en condiciones de llevarlo a una ruptura definitiva con el pasado. Mucho menos ha puesto a Venezuela en el sendero de una revolución verdaderamente socialista. Lo cierto es que en medio de un clima político cada vez más inestable, de crispación extrema, desacreditado internacionalmente por el rechazo creciente de la población, cada día más aislado dentro de la comunidad internacional, con la economía y las finanzas en crisis a pesar de los inconmensurables ingresos petroleros, extraviado en el laberinto de una contradicción a todas luces insuperable entre la realidad y el pastiche ideológico al que recurre para disimular sus intenciones políticas y sus insuficiencias de gobernante, Chávez no ha sido capaz de impedir que la incapacidad, la corrupción, el despilfarro, la insatisfacción popular, las protestas y, por supuesto, su deformación profesional de teniente coronel paracaidista, en lugar de implementar un régimen socialista en Venezuela, la conduzcan hacia el espacio opaco de un gobierno militar y autocrático. Es decir, hasta el borde mismo del insondable abismo de la nada. Del no ser nada.

 

 

 

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