George F. Will: Cuando el conservadurismo norteamericano se vuelve antinorteamericano
Desde la Escuela de Leyes de Harvard viene el último coqueteo conservador con el autoritarismo. El profesor Adrian Vermeule, convertido al catolicismo en 2016, es un «integrista» que deplora su especialidad académica, la Constitución, y rechaza la separación de la iglesia y el Estado. Su reciente y muy discutido ensayo publicado en The Atlantic, en el que aboga por un gobierno que juzgue «la calidad y el valor moral del discurso público», no tiene importancia como manifiesto político práctico, pero es sintomático de las fiebres, desánimos y tentaciones de algunos conservadores.
El «Capitalismo del bien común», una propuesta reciente del senador Marco Rubio (R-Fla.), es un capitalismo sin la esencia del capitalismo –un gobierno limitado, respetuoso de la inteligencia acumulada y de las preferencias de la sociedad reveladas en colaboración a través de las transacciones del mercado–. El «constitucionalismo del bien común» de Vermeule es un autoritarismo cristiano – paternalismo musculoso, con un gobierno que impone la solidaridad social por razones religiosas-. Consiste en la Constitución sin el propósito de sus redactores: un régimen respetuoso de las diversas nociones individuales sobre la vida que vale la pena vivir. Tal respeto es, dice Vermeule, «abominable».
Vermeule desecharía «los supuestos libertarios fundamentales de la ley, sobre la libertad de expresión y sobre la ideología de la libertad de expresión». Y..: «Las concepciones liberales de los derechos de propiedad y los derechos económicos también tendrán que desaparecer, en la medida en que impiden al Estado hacer cumplir los deberes comunitarios y solidaridarios en el uso y distribución de los recursos». ¿Quién definirá estos deberes? Los integristas lo harán, porque tienen una respuesta a este eterno rompecabezas: Si el pueblo es corrupto, ¿cómo se le persuade para que acepte el yugo de los que deben hacer cumplir los valores virtuosos? La respuesta: Olvida la persuasión. Las jerarquías deben emplear la coerción.
El «principal objetivo del constitucionalismo del bien común», dice Vermeule, no es «minimizar el abuso de poder» sino «asegurar que el gobernante tenga el poder necesario para gobernar bien». Tal constitucionalismo «no sufre de un horror de dominación y jerarquía políticas» porque la «ley es parental, una sabia maestra y una inculcadora de buenas costumbres», esgrimida «si es necesario incluso contra las propias percepciones de los sujetos de lo que es mejor para ellos». Además, esas percepciones no son realmente de los sujetos, porque bajo el régimen de Vermeule la ley impondrá las percepciones.
Piensa que la Constitución, leída con imaginación, permitirá la transformación de la nación en un estado confesional que castigue la blasfemia y otras desviaciones de la solidaridad definida y aplicada por el Estado. Su aspiración medieval se basa en un non sequitur: Todos los sistemas legales afirman cierto valor, por lo que es permisible aplicar e imponer las ortodoxias.
Vermeule no es el único conservador norteamericano que se siente fascinado por la tiranía. Como los izquierdistas de este país que peregrinaron a la Cuba de Fidel Castro, algunos autodenominados conservadores hoy dirigen sus miradas solitarias a Viktor Orban, destructor de la democracia húngara. A los entusiastas estadounidenses del Primer Ministro probablemente no les incomoda que se haya aprovechado del Covid-19 como excusa para dar el breve paso del autoritarismo etnonacionalista al cual él da el oximorónico título de «democracia antiliberal«, a la dictadura.
En 2009, Orban dijo: «Sólo tenemos que ganar una vez, pero como corresponde». Y en 2013, dijo: «En una crisis, no se necesita gobernar con las instituciones». Elegido para un tercer mandato en 2018, ha ampliado el control directo o indirecto sobre los tribunales (el Tribunal Constitucional ha sido ampliado y repleto) y sobre los medios de comunicación, sustituyendo una apariencia de controles y equilibrios intragubernamentales por lo que denomina «sistema de cooperación nacional». Durante la crisis del Covid-19 gobernará por decreto, las elecciones se suspenderán y él decidirá cuándo termina la crisis, supuestamente el 20 de junio.
Tratando de explicar su hostilidad a la inmigración, Orban dice que los húngaros «no queremos mezclarnos… . . Queremos ser lo que llegamos a ser hace mil cien años aquí en la cuenca de los Cárpatos». Ivan Krastev y Stephen Holmes, autores de «La luz que falló», irónicamente se maravillan de que Orban «recuerde tan vívidamente cómo era ser húngaro hace once siglos». La nostalgia funcionando como filosofía política – la nostalgia de Vermeule parece ser por el siglo 14 – es usualmente romanticismo desconectado de información.
El pasado noviembre, Patrick Deneen, profesor de la Universidad de Notre Dame cuyo libro de 2018 «Why Liberalism Failed» (Por qué fracasó el liberalismo) intentaba explicar su esperanza en un futuro americano post-liberal, tuvo una cordial reunión con Orban en Budapest. El húngaro seguramente simpatiza con el rechazo de raíz de Deneen al liberalismo clásico, que Deneen desprecia porque retrata a «los humanos como individuos con derechos» que pueden «formar y buscar por sí mismos su propia versión de una vida buena«. Un nombre para lo que Deneen denuncia es: el Proyecto Norteamericano. Él, Vermeule y algunos otros de la derecha norteamericana admiradora de Orban creen que el individualismo político – la habilitación, protección y celebración de la autonomía individual – es un error causante de miseria: Los individuos autónomos son seres desarraigados, infelices y sin virtud.
La moraleja de esta historia no es que hay una teocracia en nuestro futuro. Más bien, es que el conservadurismo norteamericano, cuando se separa de la Ilustración y su más brillante resultado, la Fundación de los Estados Unidos, se vuelve espectacularmente irracional y literalmente anti-norteamericano.
Traducción: Marcos Villasmil
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ORIGINAL:
When American conservatism becomes un-American
George F. Will – The Washington Post
From Harvard Law School comes the latest conservative flirtation with authoritarianism. Professor Adrian Vermeule, a 2016 Catholic convert, is an “integralist” who regrets his academic specialty, the Constitution, and rejects the separation of church and state. His much-discussed recent Atlantic essay advocating a government that judges “the quality and moral worth of public speech” is unimportant as a practical political manifesto, but it is symptomatic of some conservatives’ fevers, despairs and temptations.
“Common-good capitalism,” a recent proposal by Sen. Marco Rubio (R-Fla.), is capitalism minus the essence of capitalism — limited government respectful of society’s cumulative intelligence and preferences collaboratively revealed through market transactions. Vermeule’s “common-good constitutionalism” is Christian authoritarianism — muscular paternalism, with government enforcing social solidarity for religious reasons. This is the Constitution minus the Framers’ purpose: a regime respectful of individuals’ diverse notions of the life worth living. Such respect is, he says, “abominable.”
Vermeule would jettison “libertarian assumptions central to free-speech law and free-speech ideology.” And: “Libertarian conceptions of property rights and economic rights will also have to go, insofar as they bar the state from enforcing duties of community and solidarity in the use and distribution of resources.” Who will define these duties? Integralists will, because they have an answer to this perennial puzzle: If the people are corrupt, how do you persuade them to accept the yoke of virtue-enforcers? The answer: Forget persuasion. Hierarchies must employ coercion.
Common-good constitutionalism’s “main aim,” Vermeule says, is not to “minimize the abuse of power” but “to ensure that the ruler has the power needed to rule well.” Such constitutionalism “does not suffer from a horror of political domination and hierarchy” because the “law is parental, a wise teacher and an inculcator of good habits,” wielded “if necessary even against the subjects’ own perceptions of what is best for them.” Besides, those perceptions are not really the subjects’, because under Vermeule’s regime the law will impose perceptions.
He thinks the Constitution, read imaginatively, will permit the transformation of the nation into a confessional state that punishes blasphemy and other departures from state-defined and state-enforced solidarity. His medieval aspiration rests on a non sequitur: All legal systems affirm certain value, therefore it is permissible to enforce orthodoxies.
Vermeule is not the only American conservative feeling the allure of tyranny. Like the American leftists who made pilgrimages to Fidel Castro’s Cuba, some self-styled conservatives today turn their lonely eyes to Viktor Orban, destroyer of Hungary’s democracy. The prime minister’s American enthusiasts probably are unfazed by his seizing upon covid-19 as an excuse for taking the short step from the ethno-nationalist authoritarianism to which he gives the oxymoronic title “illiberal democracy,” to dictatorship.
In 2009, Orban said, “We have only to win once, but then properly.” And in 2013, he said: “In a crisis, you don’t need governance by institutions.” Elected to a third term in 2018, he has extended direct or indirect control over courts (the Constitutional Court has been enlarged and packed) and the media, replacing a semblance of intragovernmental checks and balances with what he calls the “system of national cooperation.” During the covid-19 crisis he will govern by decree, elections will be suspended and he will decide when the crisis ends — supposedly June 20.
Explaining his hostility to immigration, Orban says Hungarians “do not want to be mixed. . . . We want to be how we became eleven hundred years ago here in the Carpathian Basin.” Ivan Krastev and Stephen Holmes, authors of “The Light that Failed,” dryly marvel that Orban “remembers so vividly what it was like to be Hungarian eleven centuries ago.” Nostalgia functioning as political philosophy — Vermeule’s nostalgia seems to be for the 14th century — is usually romanticism untethered from information.
In November, Patrick Deneen, the University of Notre Dame professor whose 2018 book “Why Liberalism Failed” explained his hope for a post-liberal American future, had a cordial meeting with Orban in Budapest. The Hungarian surely sympathizes with Deneen’s root-and-branch rejection of classical liberalism, which Deneen disdains because it portrays “humans as rights-bearing individuals” who can “fashion and pursue for themselves their own version of the good life.” One name for what Deneen denounces is: the American project. He, Vermeule and some others on the Orban-admiring American right believe that political individualism — the enabling, protection and celebration of individual autonomy — is a misery-making mistake: Autonomous individuals are deracinated, unhappy and without virtue.
The moral of this story is not that there is theocracy in our future. Rather, it is that American conservatism, when severed from the Enlightenment and its finest result, the American Founding, becomes spectacularly unreasonable and literally un-American.