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Locas de amor. Medea, Fedra y el amor como enfermedad

Sometes el corazón indomable de dioses y hombres, Afrodita, y contigo el de las alas coloridas asediándolos en rápido vuelo, Eros, que revolotea sobre la tierra y el sonoro mar salado.

Eurípides, Hipólito

 

 No lo escondo:
muchas veces soñé con ocultarme en un arbusto, en un bosque,
y mover las ramas como un animal salvaje para que dispararas
y fuera tu presa rara.

 Yannis Ritzos, Fedra

 

 

Bajo el signo de la transgresión

Medea fue estrenada en las Grandes Dionisíacas del año 431 a.C. mientras los tebanos invadían Platea dando origen a la Guerra del Peloponeso. Ese año Euforión ganó el certamen dramático y el segundo lugar se lo llevó Sófocles. Eurípides apenas pudo contentarse con el tercer lugar. La historia de la hechicera bárbara que mata a sus hijos como venganza por el abandono de su marido resultaba sin duda demasiado chocante para el gusto ateniense de la época.

Recordemos la historia: Medea era hija de Eetes, rey de la Cólquide en el extremo oriental del Ponto, al final del mundo conocido. Por parte de su padre descendía directamente de Helios, el Sol. Había aprendido las artes de la hechicería de su tía Circe, la misma que convirtió en cerdos a los compañeros de Odiseo. Medea era, pues, para los griegos, bárbara y bruja. Asaetada por los dardos de Eros se enamoró perdidamente de Jasón en el mismo instante en que lo vio. Jasón había llegado a la Cólquide junto con los argonautas en busca del vellocino de oro, pero Eetes le había puesto como condición una serie de trabajos antes de poder llevárselo. Medea visitó esa misma noche la tienda de Jasón y le ofreció toda clase de ungüentos y pociones mágicas para ayudarlo en su empresa. Jasón finalmente consiguió el vellocino y volvió a Grecia junto con Medea.

Tras muchas aventuras la pareja llega a Yolcos, pequeño reino de Tesalia cuyo rey había sido Esón, el padre de Jasón. Sin embargo, mientras Jasón estaba ausente, Pelias, tío de Jasón, había asesinado a Esón para quedarse con el poder. Jasón y Medea intentan recuperarlo, y para ello Medea consigue engañar a las hijas de Pelias haciendo que lo asesinen. El magnicidio sienta mal en Yolcos y la pareja tiene que huir de nuevo. Esta vez a Corinto, donde el rey Creonte les ofrece refugio. Es en este punto donde comienza el drama de Eurípides: en Corinto Jasón se casa con Creúsa, la hija del rey, abandonando a Medea y a los hijos que tienen en común. Por otra parte Creonte, que conoce el carácter irascible y violento de la hechicera, decreta su destierro inmediato junto con los niños. Medea se muestra sumisa, pero en realidad ya ha planeado una cruel venganza. Pide solo un día para preparar su exilio y el rey accede. Entonces envía con sus hijos un mortal regalo para la novia: un hermoso peplo y una corona de oro, ambos envenenados. Cuando Creúsa se los ponga sufrirá una muerte espantosa. Sus carnes arderán abrasadas por el mortal veneno. Creonte también morirá cuando toque a su hija intentando salvarla. Entonces Medea ejecuta la parte más difícil de su plan: asesina con una espada a sus amados hijos y huye con sus cuerpos aún sangrantes en un carro tirado por dragones que le ha proporcionado Helios. Atrás quedan los desesperados gritos y las imprecaciones de un Jasón transido de dolor.

Impresiona la descripción del trastorno que sufre Medea, tal y como lo cuenta su nodriza:

“Yace sin comer, abandonando su cuerpo a los dolores, consumiéndose día tras día entre lágrimas desde que se ha dado cuenta del ultraje que ha recibido de su esposo, sin levantar la vista ni volver el rostro del suelo, y oye los consejos de sus amigos como los oiría una piedra o una ola del mar. Y si alguna vez vuelve su blanquísimo cuello, llora ensimismada a su padre querido, a su tierra y a su casa, a los que traicionó por seguir a un hombre que ahora la desprecia” (Med. 24-34).

Más adelante también Jasón la acusará de “no haber desistido en su locura” (môría) (Med. 457).

Páthos kaì nósos: pasión y enfermedad

Tales descripciones de patológico amor volverán tres años después cuando Eurípides presente su Hipólito en las Grandes Dionisíacas, ganando esta vez el primer premio. Es el año 428, tercero de la guerra, y Atenas sucumbe ante la epidemia que la asola. Pericles, de hecho, ha muerto hace poco. En medio del difícil trance, Eurípides presenta la que sin duda será la más perfecta de sus tragedias, a juicio de helenistas como Leski (La tragedia griega, Stuttgart, 1958) y Murray (Eurípides y su tiempo, Oxford, 1913). Veamos de qué trata: cuando Teseo venció al minotauro en Creta, Ariadna, la hija del rey Minos, se enamoró perdidamente y quiso partir con él de regreso a Atenas. Sin embargo, pronto Teseo la repudia y abandona en la isla de Naxos. Prefiere casarse con su hermana, Fedra, a quien lleva a su palacio de Trecén, a orillas del golfo de Sarónico, muy cerca de Atenas. Teseo ya había tenido un hijo con una amazona, el casto Hipólito, quien consagra su vida a Artemis, diosa de la caza, y desprecia los tibios dones de la dulce Afrodita.

Es aquí donde comienza el drama de Eurípides: indignada por el desprecio de Hipólito, Afrodita urde una macabra venganza. Hará que su madrastra se enamore locamente de él mientras Teseo se encuentra fuera de la ciudad. La nodriza de Fedra, a quien la reina ha terminado por confiar sus cuitas, trata de convencer a Hipólito de que acceda a la ilícita pasión, lo que éste rechaza asqueado. Entonces Fedra comprende que su única salida es la muerte y decide ahorcarse. En su mano exánime queda una carta donde culpa a Hipólito de su pasión inconfesable. A su llegada a palacio, Teseo es informado de los infaustos acontecimientos. Monta en cólera y destierra y maldice a su hijo. De nada valen los argumentos que esgrime Hipólito en su defensa. Teseo no los cree. Entonces el muchacho parte al exilio. En el camino se cumple la maldición de Teseo: los caballos de su carro se desbocan e Hipólito se estrella contra las rocas. Ante el cuerpo destrozado y moribundo del muchacho, que los esclavos han llevado a palacio, se aparece Artemis para lamentar dulcemente su muerte. Finalmente la diosa cuenta la verdad a Teseo, al que no alcanzan las lágrimas para llorar tanta desgracia.

Resulta interesante reparar en los términos con que el coro de mujeres de Trecén describe el mal de la reina, tan parecidos a los dichos por la nodriza de Medea:

“Agobiada por la enfermedad, tiene su cuerpo en el lecho, dentro de la casa, y velos ligeros ensombrecen su rubio cabello. Oigo que lleva tres días sin acercar comida a la boca y mantiene su cuerpo lejos del fruto de Demeter, deseando arrastrarse, por causa de oculto dolor, hacia el desgraciado fin de su propia muerte” (Hipp. 131-141).

Poco más adelante su nodriza, la de Fedra, le dirá, exasperada por ayudarla: “Si padeces una enfermedad que puedas dar a conocer, dilo, para referir tu caso a los médicos” (Hipp. 296-297). Pero los médicos no tienen remedio para el mal de Fedra, si bien la palabra usada por Eurípides, aquí como en toda la tragedia, es inequívoca: nósos, “enfermedad”.

Amor, poesía y medicina

Ya otras veces hemos hablado del poema de Safo en que se detallan los síntomas del amor como una enfermedad. Es sin duda su poema más célebre, el fragmento (31 L.-P.). Así describe sus sensaciones la poetisa, a la vista de la persona que ama:

… pues cuando
te miro un solo instante, ya no puedo
decir ni una palabra,

la lengua se me hiela, y un sutil
fuego recorre mi piel,
mis ojos no ven nada, el oído
me zumba y un sudor

frío me cubre, un temblor me agita
el cuerpo todo y estoy, más que la hierba,
pálida, y siento que me falta poco
para quedar muerta.

Safo escribió su poema doscientos años antes que Eurípides presentara sus tragedias. Éste a su vez compuso su Medea y su Hipólito casi veinte años antes de que Tucídides escribiera su Historia de la guerra del Peloponeso y prácticamente al tiempo de que Hipócrates desarrollara sus teorías médicas. En el libro II de su Historia (47-55), Tucídides describe los síntomas de la peste que asoló Atenas en el 428, justo mientras nuestro tragediógrafo estrenaba sus obras. Hipócrates concebía la salud como un equilibrio (eukrasis) entre los humores que componen el cuerpo. Cualquier desequilibrio (dískrasis) debía ser considerado como una enfermedad. En el tratado De natura hominis, por ejemplo, “enfermedades” como la melancolía y la locura (manía) son causadas por un exceso de bilis negra.

Filosofía y pasión

Sin embargo, al describir los rasgos psicosomáticos de la pasión amorosa, los dardos de Eurípides apuntaban también a otro blanco. Recordemos que en el Fedro (265 b), Platón menciona la existencia de una “locura amorosa”, manía erotiké, que procede de Eros y Afrodita. Sin embargo, en las Vidas de los filósofos ilustres, (II 31), Diógenes Laercio recuerda que para Sócrates no existía más que un solo bien, el conocimiento (episteme), y un solo mal, la ignorancia (amathía)Según esta aserción socrática, todo aquél que conoce la virtud está irremisiblemente condenado a practicarla.

En respuesta a este “intelectualismo socrático”, como le han llamado algunos, los personajes euripideos encarnan los poderes de la pasión, el páthos, como factor fundamental de la conducta humana. La soberbia de Hipólito lo lleva a despreciar a una diosa tan principal como Afrodita. Fedra opta por quitarse la vida al no poder doblegar la vergonzosa pasión que siente por su hijastro. Teseo, ciego de ira y de celos, maldice y destierra a su propio hijo. En agónicos monólogos, Medea se debate entre llevar a cabo o no su terrible venganza, y en algún momento de su angustiado soliloquio confiesa a su propio corazón (thymós): “bien conozco los crímenes que voy a cometer, pero mi pasión (páthos) es más fuerte que mis reflexiones (bouléumata)” (Med. 1078-1081). Razón y pasión enfrentados en escena.

Dos siglos más tarde, Zenón el estoico, que escribió un tratado Sobre las pasiones (Diógenes Laercio, VII 4), no dudará en calificarlas como “enfermedades”, identificando cuatro: “dolor, temor, deseo y placer”. Dos generaciones después, también Crisipo escribió un Acerca de las pasiones en cuatro libros, en el primero de los cuales propone una serie de “terapias” para combatir las pasiones. Estas terapias fueron de mucho provecho incluso en época romana. En su tratado, Crisipo consagra notables páginas al estudio psicológico de la bárbara hechicera. El Acerca de las pasiones de Crisipo llegará hasta nosotros transmitido parcialmente por Galeno en su tratado Sobre las doctrinas de Hipócrates y Platón, escrito en el s. II.

Tragikótatos

Fue Aristóteles quien dijo en su Poética (1453 a 28) que Eurípides era “el más trágico” (tragikótatos) de los poetas. Se trata de una apreciación nada gratuita en la que vale la pena que nos detengamos. Apartándose del camino andado por sus predecesores, Eurípides utilizó los poderes del teatro para estudiar a profundidad el alma humana, lo que le valió la condena de Nietzsche y de muchos de sus contemporáneos. Maestro insuperable de la intriga y del crescendo emotivo, supo explotar al extremo las potencialidades del dolor, el sufrimiento y el patetismo. El infanticidio de Medea es un claro ejemplo. En ambas tragedias, Hipólito Medea, Eurípides intenta dilucidar hasta dónde puede llegar el alma humana cuando es arrastrada por una vehemente pasión. Pasión que raya en locura y desenfreno, en patología. Antes que él, solo Sófocles se había atrevido a poner en escena a un Áyax enajenado.

Eurípides fue pionero en estudiar el carácter (éthos) femenino y escogió ejemplos conspicuos para tratar problemas propios de la sociedad ateniense de su tiempo. Ambas, Fedra y Medea, son mujeres y extranjeras aunque de opuesto carácter y destino. Aquélla opta por el sacrificio heroico. Ésta se deja llevar por la pasión. Mujer, bárbara y hechicera, es la transgresión su signo y su sino. Las diosas también son objeto de pasiones. Ártemis y Afrodita encarnan en torno a Hipólito los extremos de dos visiones opuestas del mundo. Es la razón frente a la pasión, como hemos dicho, tema muy central de la filosofía socrática y la sofística ateniense. Al decir de Jacqueline de Romilly en La modernité d’Euripide (Paris, 1986), “de manera paradójica, el teatro de Eurípides, lejos de quedarse en la búsqueda de lo patético, substituye a menudo el espectáculo del sufrimiento por argumentaciones intelectuales a propósito de los temas del momento”.

No pocos autores modernos sucumbieron a la perfección técnica, la complejidad psicológica y la intensa belleza de unas tragedias que, como dice Murray, aún fascinan en los escenarios. Séneca, Racine y Unamuno compusieron sendas Fedras. Ristsos dio su nombre a uno de sus monólogos más hermosos. En cuanto a la bruja de la Cólquide, los ecos de su historia se encuentran en las obras de Ovidio y Shakespeare, y Lope de Vega escribió una comedia sobre El vellocino de oro. Ya en nuestro siglo, Jean Anouihl representó una Medea en 1946 y Pasolini (1969) le dedicó una película, con María Callas en el papel de la hechicera. En nuestro continente, Elina Miranda nos recuerda que Medea no tuvo peor fortuna, y su terrible historia fue contada por dramaturgos como el cubano José Triana (Medea en el espejo, 1960), el mexicano José Sotelo Inclán (Malintzin. Medea americana, 1957) y los brasileños Chico Buarque y Paulo Pontes (Gota d’agua, 1975) entre otros. Reescrituras, recuerdos y presencias de un tiempo en que las mujeres enfermaban, mataban y morían por amor.

 

Mariano José Nava Contreras (Maracaibo, 22 de mayo de 1967) es un escritor, investigador y traductor venezolano especializado en estudios clásicos. Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Granada y profesor de la Facultad de Humanidades y Educación en la Universidad de Los Andes (ULA) desde 1991.

Ha sido profesor invitado en la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas, la Universidad de Almería en España, la Universidad de las Indias Occidentales, en Trinidad, la Universidad del Valle y en la Universidad Nacional de Colombia, así como investigador invitado en la Universidad Laval de CanadáParís-Sorbona y la Universidad Nacional y Kapodistríaca de Atenas, esta última bajo el auspicio de la Fundación Onassis. También ha trabajado como traductor para la Biblioteca Clásica Gredos.

 

 

 

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