Ricardo Bada: Los puntos sobre las íes
Descubro que Alfred de Musset en su «Ballade à la lune» tiene un verso que dice: «C’était, dans la nuit brune, / sur le clocher jauni, / la lune / comme un point sur la i», o sea, «Era, en la noche bruna, / sobre el amarillento campanil, / la luna / como un punto sobre la i». Y eso me recuerda otro verso con un punto sobre la i, pero en este caso intraducible.
Lo encontré en el Diccionario de Citas, de don Vicente Vega, y pertenece al texto de Cyrano de Bergerac: «Un point rose qu’on met sur l’i du verbe aimer». Y añade don Vicente este comentario: «Deliciosa definición del beso que da Cyrano a Roxana en la escena IX del acto III de la famosa obra de Rostand y que preferimos no traducir; realmente, es intraducible».
«Un punto rosa que se pone sobre la i del verbo amar», esa sería la traducción literal… pero el verbo« amar», que en francés es aimer, en castellano no incluye la letra i, como tampoco la incluyen el italiano amare, ni el inglés to love. Sí la incluye en cambio el alemán lieben, y así pues al alemán podría traducirse: «Ein rosa Punkt auf das i des Verbes lieben». Y también al neerlandés: «Een roze punt op de i van het werkwoord liefhebben».
Y asimismo al catalán, donde «amar» es estimar (lo que real y verdaderamente debiera ser).
Le pregunto a un buen poeta de ese idioma, Valentí Gómez i Oliver, quien me ofrece dos variantes: la normal, «un punt rosa que es posa sobre la i del verb estimar»; y la más culta, «un punt rosa que hom col·loca damunt la i del verb estimar». Y esta es la que prefiero porque a su vez incluye una ele geminada [l·l], la letra más emblemática del idioma de Guimerà y Josep Pla, y en la que asimismo interviene un punto.
Después no me dio el cuero para seguir investigando si ese verso, intraducible al castellano, sí podría traducirse en otros idiomas (¿pero a cuáles?) gracias a la fortuita circunstancia de que en el infinitivo de su verbo amar figurase la letra i. Aunque me acordé, ay, sí, Nausica mía, de que en griego es agapi. Pero…
Obsesivo como soy, recordé luego que existe una traducción magistral de Cyrano de Bergerac al castellano, debida a un trabajo en equipo del trío Luis Vía, José Oriol Martí y Emilio Tintorer estrenada el 1.° de febrero de 1899, por la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, en el Teatro Español de Madrid, en la Plaza de Santa Ana. Y me fui a buscar allá la traducción del verso de marras y me encontré con esto: «Un subrayado de color de rosa / que al verbo amar añaden». Es decir, que ni siquiera una terna de buenos traductores, trabajando en equipo, logró ponerle el cascabel al gato.
Después de lo cual se me ocurrió que sin embargo habría al menos dos posibilidades, dos, de colgarle ese adminículo sonoro al micifuz. Una de ellas sería una traducción elevando el diapasón del amor a la idolatría, una versión súper apasionada: «Un punto rosa sobre la i del verbo idolatrar». Y la otra sería una sencilla versión erótica: «Un punto rosa sobre la i del verbo tirar».
Ricardo Bada. Huelva, España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, Nueva York 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, Huelva 1994), Amos y perros (cuento, Huelva 1997), Me queda la palabra (ensayos, Huelva 1998), Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, Madrid 2000), Límeri de Bueno Saire (nonsense, Río de Janeiro 2011), La bufanda de Cambridge (cuentos, Bogotá 2018) y El canto XXV (novela breve, Copenhague 2018). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral en castellano de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995). Republicano y agnóstico, convicto y confeso, paradójicamente lo nombraron caballero de la Orden de Isabel la Católica y padece –sigue lo paradójico– una curiosa dolencia llamada sacralización. Tan luego él…