La economía y las guerras culturales
LONDRES – Siempre critiqué a la economía por su falta de realismo, y por crear «modelos» de la conducta humana que son en el mejor de los casos caricaturas, y en el peor parodias de la realidad. En mi reciente libro What’s Wrong with Economics? [¿Qué anda mal en la economía?], sostengo que en su intento de formular leyes universales, los economistas han ignorado deliberadamente las particularidades históricas y culturales.
Una descripción brillante de esta ceguera la dio el economista y sociólogo Thorstein Veblen. En un artículo de 1908, Veblen imaginó a economistas tratando de explicar la conducta de «una banda de nativos de las islas Aleutianas que barrieran las algas y el oleaje con rastrillos y conjuros mágicos en busca de mariscos» en términos de maximización de la utilidad.
En el siglo XVIII, los profesionales de la economía (el estudio de las formas en que la gente encara la tarea cotidiana de ganarse la vida) decidieron poner sus indagaciones en la línea de las ciencias «duras», sobre todo la física, en oposición a las ciencias «sociales» como la historia. Ambicionaban crear una «física» de la sociedad, en la que las estructuras sociales estuvieran tan sujetas como las naturales a leyes invariables. Fue así que la ley de la gravedad, que explica las órbitas de los planetas alrededor del Sol, halló en economía un correlato en la ley del interés propio, que garantiza el equilibrio de los mercados.
La autoridad de la economía se basa en la precisión de su razonamiento y en el énfasis en la medición. Todo lo que pueda cuantificarse ha de serlo; lo que no se puede cuantificar pertenece a la opinión, no al conocimiento. (Los intentos que hoy hacen los científicos de exponer las causas de la COVID‑19 y su desarrollo se basan en el mismo método.)
Sigo pensando que la separación entre economía y cultura es un defecto importante a la hora de comprender la conducta humana. Pero he comenzado a ver algo muy meritorio en esta neutralidad cultural, porque provee un «espacio seguro» para pensar en medio de las guerras culturales en las que hoy se debate la intelligentsia no científica y sobre las que tanto gustan pontificar los periodistas.
La virulencia del estallido actual de la guerra cultural se debe en parte a la falta de otras noticias: los medios no pueden vivir sólo de la pandemia, y la marcha normal de los asuntos económicos, políticos e internacionales está suspendida. Es indudable que no se hablaría tanto de la «cultura de la cancelación» si hubiera más noticias, y más importantes.
Más en general, desde los años sesenta ha ido cobrando impulso una reformulación de la cultura occidental que busca hacerla más aceptable para otras culturas y más dispuesta a aceptarlas. Tal vez los historiadores del futuro sigan discutiendo la cuestión de si el desmantelamiento voluntario de la iconografía, del vocabulario y de los hábitos mentales imperialistas, racistas, patriarcales, sexistas, etcétera, de Occidente representa un avance o un retroceso de la civilización, y en qué medida.
Las respuestas dependerán de cómo termine siendo ese futuro. Pero por el momento, pocas personas instruidas de hasta, digamos, treinta años de edad cuentan con memoria histórica suficiente para cuestionar los criterios de juicio actuales.
Por cierto, la economía no está más exenta de controversias que otros campos. Me encuentro ahora mismo involucrado en una referida al papel del Estado en la actividad económica, una cuestión no resuelta que se remonta a los inicios de la economía y enfrenta a quienes creen que la intervención estatal perjudica el desempeño económico contra quienes creen lo opuesto (con todas las salvedades necesarias en cada lado). Otra cuestión no resuelta que hoy tiene particular relevancia es determinar la causa de la creciente divergencia entre ricos y pobres en todos los países. ¿Se debe a una superioridad de talento de los ricos, o a una acumulación de ventajas socioeconómicas?
Son debates intensos, que generan movimientos políticos de reacción, de reforma y de revolución. Pero en el nivel intelectual, se rigen por un protocolo que los participantes consideran vinculante: la idea de que en principio, la discusión puede resolverse con mejor razonamiento y mejores pruebas, es decir, con mejor ciencia. En la batalla de las ideas económicas no se admite emplear como arma los sesgos culturales de los protagonistas, porque los argumentos ad hominem o ad feminam no son productivos para el debate.
Otro mérito de la economía es su afirmación (válida) de independencia respecto de cuestiones de raza y género. El economista trata al individuo sólo en cuanto consumidor, tomando sus preferencias y restricciones presupuestarias como datos cuyo origen no le compete.
Esta indiferencia también se aplica en general a las empresas, a las que no les importan la raza, el género o las creencias políticas de sus clientes, sino que responden a la demanda de los consumidores allí donde se produce o se espera una venta (aunque también contribuyen a crear la demanda). Sin un enorme punto ciego en materia cultural, ningún cálculo preciso de resultados económicos o empresariales es posible.
Pero aun aceptando todo esto, todavía me incomoda la idea de que la disciplina que practico me protege de las guerras culturales, porque no puedo dejar de pensar que lo que sucede en «la cultura» es en realidad más importante (para bien o para mal) que lo que sucede en la economía.
Esto es así porque no sólo de pan vive el hombre. Como recalcó sabiamente Rowan Williams, exarzobispo de Canterbury, los seres humanos no se limitan a hacer intercambios monetarios; también quieren sentirse «en casa» estando en el mundo. Y la «buena economía», si entendemos por ella un consumo creciente, no es necesariamente el mejor modo de lograrlo.
Algunos economistas preferirán concentrarse en la situación económica actual y mantenerse a distancia de las cuestiones culturales, o decir que la guerra cultural se calmará en cuanto mejore la economía. Pero esto supone abdicar de responsabilidades y elegir el camino más fácil, con el pretexto de la neutralidad de la disciplina. Jean‑Paul Sartre lo hubiera llamado «mala fe»; observadores más directos lo llamarían cobardía.
Traducción: Esteban Flamini