Milagros Socorro: “No creo en las sociedades menores de edad”
Me ha hecho saber Milagros Socorro lo poco que saqué en limpio de su libro más reciente Un café con el dictador y otros relatos sin ficción. Mi error garrafal, digámoslo así, ha sido incurrir en el automatismo y en lo superficial. La cosa es mucho más sutil y por eso exige una visión más amplia, más precisa. En esta larga entrevista, la periodista —oficiante, además, con todas las letras—, practicante de todos los géneros, incluida la narrativa y la literatura, pone de manifiesto los contrastes que en forma de paradoja encierra la pequeña historia con el horror que estamos viviendo. El dictador erotiza a las sociedades que se babean en el espectáculo del poder. Y de paso permiten y aúpan la destrucción.
Algo que se manifiesta, con clara intención en tu trabajo, es la curiosidad de buscar referencias, datos, impresiones en publicaciones especializadas de las academias venezolanas, ¿Qué es lo que te lleva a buscar ahí?
Desde muy temprano tengo el antiguo hábito de la lectura. Es lo que más hago y es la tarea para la cual tengo más competencia. En general, soy una persona de hábitos y de rutinas. Y en ellas está previsto leer y escribir. Entiendo que hay personas enamoradas, o que se hacen muy entusiastas de otros lugares, y bueno hay mucha gente interesada en los Estados Unidos o en Francia o en la antigua Roma, pero en mi caso desde niña, quizás porque eso era un hábito en el Zulia, que es el lugar de donde vengo, he viajado con bastante frecuencia. Sin embargo, o quizás por eso, tengo una gran pasión por el cuento venezolano, no me refiero al relato, al género literario, digamos, sino a la forma en que los venezolanos contamos las cosas. Creo que eso me ha facilitado ser periodista desde el mismo momento en que entré a la Escuela de Periodismo de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad del Zulia. Necesitaba trabajar, siempre he necesitado trabajar, y busqué la manera de empezar como pasante o haciendo lo que se pudiera siendo una periodista en formación. Nunca me ha sido difícil, porque no hay persona, tema, ámbito o perspectiva, punto de vista, avatar, episodio, conflicto, incluso, defecto de Venezuela que no haya despertado mi curiosidad o me deje indiferente, no lo hay. Me estoy sonriendo mientras te hablo, me río con ternura de mi misma, al ver con tanto fervor y con tanta fruición que me he ocupado de tonterías y de lo que son para mí hallazgos y grandes momentos. Eso ha favorecido mi lealtad, mi continuidad, mi terquedad, así como lo favoreció el hecho de que siempre estoy buscando materiales, en libros, en anuarios, en consumibles, en revistas, en toda clase de publicaciones, para completar los datos. Si hay un fragmento que no entiendo de un material demasiado especializado, eso nunca me ha detenido. Yo simplemente persisto. Te hablo con pudor porque solamente hablo de mí, pero me tranquiliza el hecho de que probablemente también estoy hablando de ti y de la gran mayoría de los periodistas venezolanos que tenemos en común el hábito de la lectura.
Su relación con la palabra, con el vocabulario, expuesta claramente en sus escritos y especialmente en sus libros, va más allá de la que comúnmente encontramos en los medios, hay más eficacia, más practicidad, en el uso de las palabras. ¿Cómo es su relación con el vocabulario y con la necesidad de entenderlo como una herramienta de trabajo?
Viene de la necesidad de precisión. Creo, y es lo que enseño en el aula, que no hay tal cosa como la sinonimia, por lo menos en español que es la única lengua que hablo bien. Puede haber dos palabras muy cercanas en lo que significan, en aquello a lo que aluden, pero siempre van a tener un matiz que las diferencia. Por ejemplo, las palabras empezar y comenzar, son de las palabras más cercanas en cuanto a significado en español. Pero la palabra “comenzar” es de salir y “empezar” es de andar por casa. A ese matiz me refiero, que no es exactamente de significado sino de sentido. La elección de la palabra no solamente abona a la precisión, sino también a crear atmósfera, a sugerir. Por ser lectora, yo sé que el texto no solamente se lee, el texto se interroga, se interviene, uno entra y sale de él, porque el texto no solamente te informa, también te sume en ámbitos de evocación, imaginarios, de creación, en hábitats diría yo, en paisajes. Además, las palabras son sonidos, tienen unos retumbos que remiten a posibilidades muy diversas, suenan, y tienen unas letras que evocan precisamente eso: una atmósfera. Un niño pequeño que lee, o a quien se le lee, lo que quiere es una anécdota, pero yo bastante pronto me empecé a emocionar por el lenguaje. Soy una adicta a la metáfora.
¿Ha tenido la tentación o el privilegio de inventar una palabra?
Muchas veces. Hay un ámbito muy fecundo para la invención de la palabra. El ámbito íntimo, entre los amantes, entre madres e hijos. No solamente le ponen nombre a cachivaches de uso diario, sino a partes del cuerpo o actividades vinculadas con el acceso al cuerpo. Entonces, los amantes ponen nombres íntimos, que sólo ellos conocen, a partes del cuerpo y a prácticas vinculadas con él. Esto lo digo para ilustrar, no porque sea la idea de un diccionario de mi creación. Entonces, con mucha frecuencia, así como creamos sobrenombres, que es una manera de entrenar en la metáfora, porque no salen del santoral, de su nombre institucional, vamos a decir, sino que va surgiendo del trato o de un momento especial de inspiración. Entonces, sí. ¡Cómo no! Con mucha confianza las creo, justamente, por ese afán de precisión, sabiendo que existen, en algún lugar están disponibles en el lenguaje, pero las quiero calcar, digamos, las quiero embeber en el almíbar de la afinidad, y por supuesto del secreto que implica una palabra que sólo conocemos dos, que sólo conocemos tres.
¿Por qué eligió una forma oblicua de aproximarse a la realidad, a los personajes, que contienen las páginas de Un café con el dictador?
Me ha pasado, nos ha pasado, lo que después de hacer una entrevista llamamos «material sobrante». Es decir, son unas visiones, unas emociones que no caben en la crónica, que no caben en la entrevista. Pero se quedan dentro de ti y tú sigues pensando en eso. Collete Capriles, con gran inteligencia, observó que yo soy una coleccionista. Ella no lo sabe, pero yo colecciono muchas cosas, por eso vivo en un pequeño apartamento atestado de cosas de las que sólo yo sé cuál es el orden que las vincula. Sí, ella tiene razón y a mí me sorprendió, porque ella no sabe que soy una coleccionista. Son cuentos que me hacen soñar, episodios que amigos me contaban, ya sea a lo largo de una entrevista o en el curso de una conversación. Hay un detalle en el que yo me quedo. ¿Por qué lo habrá dicho? ¿Qué habrá pasado? ¿Cuál habrá sido el cambio de la temperatura entre esas dos personas cuando se dijo eso? Eso, tal vez, sea interesante para los demás, a lo mejor es un exceso de confianza, pero hay anécdotas que no son para el periodismo, tampoco son para la Historia, con mayúscula, y tampoco son para la novela, vamos a decirlo así. Esos relatos míos son a la literatura lo que un pañuelo bordado es al arte textil. Son pequeñas piezas. Son piezas que condensan una sensibilidad y que probablemente no sean para cualquier lector, sino más bien para lectores dados a miniaturas, que disfrutan de la textura, de las mínimas rugosidades en una superficie lisa. El libro que estoy escribiendo ahora reúne textos más largos, pero siempre tomando como unas rendijas de Venezuela, es como cuando pasas por un cuarto y alcanzas a ver una escena que no debías ver, pero con sólo ese atisbo… ya tú te haces una idea del conflicto o de las tensiones que hay en juego allí. Pero otra vez son pequeños momentos de Venezuela, que para mí son apasionantes.
Uno puede ver la vida que era posible, pero que no quiso para sí Oswaldo Barreto. El primer venezolano que se graduó de abogado por la Universidad de la Sorbona, candidato a una carrera en las finanzas, pero que decide, finalmente, serle fiel a su militancia política. ¿Qué despertó su curiosidad? ¿Lo extraño, la particularidad de esa historia de amor?
Todos los relatos comienzan conversando con gente sobre un asunto particular, sobre cosas que no vienen al caso, pero con las que yo me quedo fascinada. Quien comienza a contar la historia es Pablo Antillano, quien viaja, junto con un grupo de personas, a un festival de cine en Irán. Antillano ha sido comisionado para entregarle una nota a Fara Diva. El autor de la nota es Oswaldo Barreto. Ya que tenía acceso a Barreto, lo llamé, lo invité a mi apartamento, para que me contara el cuento él también. Me encuentro con el episodio que está contado allí. Que la Fara Diva había sido amiga de él. Compañera de salidas en París. El relato te da idea de un país —que si bien no ha tenido relevancia en el mundo, sí ha tenido acceso a ciertos escenarios globales— y lo escribo cuando Venezuela ha sido sometida a un completo aislamiento en todos los sentidos, en el sentido de las ideas, del ingreso de los productos, el ingreso de libros, el ingreso de todo. Este encierro que nosotros tenemos es completamente contra natura, por dos motivos muy sencillos que te los digo por toda rapidez. Uno, el emplazamiento geográfico de Venezuela dentro del continente, que nos predispone a una especial apertura al mundo. Antes de ser Venezuela, ya teníamos una navegación de cabotaje que iba dejando productos, artefactos culturales y carga genética por todo el Caribe. Dos. Durante un siglo fuimos un país petrolero de primer orden. Ya no lo somos. Y eso también nos predisponía a un gran intercambio con el extranjero. Nadie puede ser un país petrolero endógeno o aislado. Ya, al escribir ese cuento, habíamos emprendido este doloroso camino al aislamiento que tiene Venezuela. Casi todos los relatos son el contraste de lo que vivimos hoy.
La inclusión de Beatrice Rangel tiene todos los ingredientes de una gran historia, el personaje, la procedencia, el papel de la política, la mención a una procedencia non santas. Beatrice Rangel debe ser una caja de Pandora en su relación con el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, en la que figuran personajes como Violeta de Chamorro y los guerrilleros salvadoreños. ¿Qué vas a hacer con esa historia? ¿Es el preámbulo de la relación de Venezuela con los países del Caribe?
Hay la falsa creencia de que las memorias las escriben quienes envejecen. No. Las memorias las escriben quienes tienen algo que contar. Ese libro que quisieras leer y que probablemente Beatrice Rangel pueda escribir no me corresponde a mí. Pero en ese caso, lo que a mí me resulta fascinante no sólo por los personajes que tuvieron prominencia en su momento, son dos cosas que no has mencionado. Una. La simulación. Un recurso literario muy socorrido y al que han acudido muchos escritores. Pero sobre todo, lo que más me gusta, lo que más me hace soñar, es la vulneración del ámbito doméstico y las tensiones que se producen cuando la muchacha se atreve a violentar, a violar, las convenciones domésticas. Dos. El baile y todos los rituales asociados a la ceremonia de bailar en las casas. Sobre eso he escrito mucho, algunas cosas las he publicado. Otras no. A ti te ha interesado más por aquel aspecto y a mí por esto otro.
Otro relato fascinante es el de Pompeyo Márquez y Manuel Caballero en París. Márquez hace escala en su viaje a Moscú, donde asistirá al 20avo Congreso del Partido Comunista de la URSS. Se rescata un momento de esparcimiento, de amistad. ¿Cómo llegaste a la figura de Márquez y del propio Caballero?
Ha habido lectores que me han dicho que la mitad de lo que allí se cuenta eran abiertas mentiras de Manuel Caballero. Que son fabulaciones. Pero eso es lo de menos. A mí lo que me interesa, como en otros relatos, es que se trata de un paréntesis dentro de una gran solemnidad. Los militantes comunistas en la clandestinidad van para un enorme congreso en la Unión Soviética y todo es algo rimbombante. Pero la verdadera escala de Venezuela es ese cuento. Mi libro, que también tiene una escala modesta, creo que de lo que habla es de un país que siempre ha pretendido ser lo que no es. Pero que siempre termina siendo lo que sí es. Es decir, el país que se cree árbitro de los grandes acontecimientos del Caribe. El país que pone y quita, no digo que no, que la democracia de Venezuela fue muy importante para la conservación de otras democracias, no digo que no, pero siento en el discurso nacional como una necesidad de aumentar las verdaderas posibilidades del país. Pero siempre pasa algo que termina mostrando nuestra verdadera escala. En ese caso, algo tan solemne, tan importante de ir a un congreso y allí lo que cuentan es que ellos van a ir a un circo, a ver a un comediante que ya está en el declive. Y eso es lo que es digno de recordar. Ese libro, todas las anécdotas, son las pequeñas cosas que parecen ser las únicas dignas de recordar, quizás, porque son las únicas que más se parecen a Venezuela. Uno de los relatos que más me gusta es el de Marianella Salazar, una mujer de una gran inteligencia. Uno de los hombres que más quiso proyectar esa imagen rimbombante ha sido Rafael Caldera, que es sin duda una representación del poder. Y ese personaje termina con el pelo alborotado porque se lo jamaquea una muchacha pasada de tragos. Esas historias lo que tienen es eso: Que el país no está visto desde las columnatas ni desde los mármoles, sino desde los patios.
Todos los referentes, todo el imaginario venezolano, se centra en la gesta heroica de la independencia, ciertamente es la grandilocuencia y resulta que eso, en mi opinión, es apenas un fragmento. No hemos podido construir un relato de ciudadanía, digamos, de realizaciones concretas, verificables, en otras áreas. Creo que los episodios que relata en su libro podrían ayudar a vernos de una forma distinta. ¿Qué reflexión haría alrededor de esa ambivalencia entre lo heroico y lo anecdótico?
Has dicho muchas cosas, con cuya totalidad no concuerdo. Sí, nosotros tenemos un imaginario de héroes y de panteón, pero no todo el imaginario es así. También hay —y se ha escrito mucho— de otros aspectos. Un ejemplo rápido: la obra de Armando Scannone. Es una obra formidable que ha conseguido grandes audiencias. El libro rojo de Mi cocina a la manera de Caracas es uno de los grandes best seller de la historia de Venezuela. Eso no es épico, eso no es apolíneo. Eso es dionisiaco, vamos a decir, si nos atenemos a esas polaridades. Sobre todo desde el poder se ha pretendido imponer una mirada épica. Pero eso dista, en mucho, de ser lo único. Nosotros tenemos no uno sino miles de aspectos dentro de nuestra cultura, que no tienen nada que ver con el militarismo, que es lo que encubre, que es lo que alude esa épica. ¿Me dices que otras cosas deben contarse? Hugo, yo soy una derrotada. Yo estoy derrotada. A lo largo de 20 años —veinte años— he estado haciendo periodismo sin parar, sin parar. He hecho muchas entrevistas, crónicas, artículos de opinión, gran reportaje, perfil y durante años he estado escribiendo, tratando de que las cosas no ocurrieran. Todo ese periodismo. Todo ese esfuerzo, denodado, a veces hasta un poco ridículo, era para que no ocurrieran las cosas, porque los periodistas, realmente informados, sabíamos la celada que se le estaba preparando al país. No había manera de no verlo. Los expertos, en cada una de sus especialidades, nos decían que con esas acciones de Chávez y el chavismo, el país iba a su destrucción. Si despides, si botas, a 20.000 técnicos de PDVSA, tú estás descabezando a la industria petrolera. No sólo lo estás haciendo para perder todo su patrimonio, sino para poderla controlar y destruirla. Hubo una voluntad de destruir todo el país. Nosotros lo fuimos viendo, documentando, entrevistando. Entonces, yo me siento una persona derrotada. Todo ese trabajo fue inútil. No sirvió para nada.
El episodio que titula el libro retrata al dictador persiguiendo el placer, así como se persigue al que piensa distinto, en la intimidad. Realmente es una cara grotesca del militarismo.
No. Eso no puede llamarse intimidad. La intimidad es un planeta que crean dos personas. No, no. Ese exceso de Pérez Jiménez, ese asunto de traer a una actriz italiana de segunda, voluptuosa, europea, y sobre todo amante de la plata de los dictadores está ahí porque es la metáfora de la figura y de las personas que están ávidas del botín y que se valen de los vicios del dictador. Lo que más me interesaba es que quedara, ya fundada, la imagen del dictador preso. Lo que más me gusta de esa nota es ver al dictador preso, porque eso también puede ocurrir. Lo otro es que las sociedades se erotizan con los excesos del dictador. La sociedad venezolana, por un lado, condenaba esos excesos, pero secretamente fantaseaba, se erotizaba y un poquito envidiaba al dictador que tenía acceso a los encantos de una actriz de cine. En ese caso, secretamente, la sociedad se erotizaba con el hecho de que el dictador pudiera poseer a una mujer exuberante. El país se estaba babeando viendo al ver al dictador haciéndose rico, enriqueciendo a sus hermanos, a sus primos, a Rafael Ramírez a quien le entregaron PDVSA para que se enriqueciera como lo ha hecho y eso ocurrió ante nuestros ojos, así como ante los ojos del país, Pérez Jiménez cubrió de joyas a un actriz de cine. Entonces, yo no creo en sociedades menores de edad, a las que naricean y llevan y traen. Eso de verdad, no lo creo. Yo creo que las sociedades tienen mucha responsabilidad en lo que les ocurre. Cuidado, no voy a decir hoy que los castigados venezolanos, los torturados venezolanos, tienen la culpa de lo que están padeciendo. Nada más lejos de mi ánimo que pensar que el Zulia es culpable de los horrendos tormentos a los que los ha sometido el chavismo. Pero sí pienso que la llegada del chavismo, que nunca ocultó su disposición de llegar a destruir el país, y de echarlo a un molinillo, la sociedad era bastante consciente de eso. Y no solamente lo permitió, sino que lo auspició.
Escribe Collete Capriles, en el prólogo que pone de manifiesto lo agudo de su inteligencia, estas palabras que quiero citar. (Los relatos están conectados por muchas dimensiones), «pero hay una que me pareció predominante. El tránsito de lo rural a lo urbano, de la periferia al centro, del interior a la capital, de lo conocido a lo desconocido. Este ayer y este hoy, resplandor y oscuridad en una misma tierra». Y a mí lo que me preocupa es que todos vivamos a Venezuela como un recuerdo.
Los países son un recuerdo también. Sobre todo para quienes tenemos en la espalda más años de los que nos resta por vivir. No creo que los jóvenes perciban al país como un recuerdo. Al contrario, ellos perciben al país como una reconstrucción. Ellos perciben al país como un lugar físico y mental que será reparado, que será hecho con nuevos ladrillos, con nuevos materiales de modernidad y de justicia. ¿El país solamente es un recuerdo? No, tampoco lo creo. Así como te dije que en esos años yo escribí para que las cosas no ocurrieran, así como te dije que lo viví como una pesadilla, donde uno corre de un lado a otro para evitar algo que solamente uno ve, así como te dije que soy una derrotada, hoy escribo otras cosas, escribo sobre individualidades, sobre formas de lucha, formas de resistencia, y también he podido ver, en los ojos de muchos jóvenes, el país que va a venir. Ahí es donde lo veo. Y de eso escribo con otra serenidad.