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El copyright de los escraches ya no lo tiene Podemos

Por mucho que en Podemos insistan en que son ellos quienes poseen el copyright, han pasado de escrachar a ser escrachados

Podemos nos trajo a España la indeseable práctica de los escraches. Se trata de un subgénero del acoso o, más bien, una versión light y descafeinada del mismo, que era desconocida en nuestro país hasta que la formación morada la importó de Argentina.

Podemos nos trajo a España la indeseable práctica de los escraches. Se trata de un subgénero del acoso o, más bien, una versión light y descafeinada del mismo, que era desconocida en nuestro país hasta que la formación morada la importó de Argentina.

El escrache consiste, básicamente, en una acción espontánea de un grupo de personas que se autocalifican como “descontentos” con la que se persigue reprobar las ideas o acciones de una persona aprovechando su presencia en un lugar público. El sujeto escrachado es sometido a una especie de escarnio público que se materializa no sólo en insultos y pancartas denigratorias, sino hasta en agresiones físicas de carácter leve, que pueden ir desde un empujón hasta el lanzamiento de fluidos corporales.

Me resultan fascinantes y hasta desternillantes los argumentos en los que se amparan los valedores de este tipo de prácticas para hacer pasar las mismas como una herramienta democrática que posibilita al pueblo impugnar la acción política o el posicionamiento ideológico de políticos y funcionarios. Y es que no hay nada más eficaz para descalificar la labor de un político que regarlos con orines (nótese la ironía).

Tras la ocupación de las calles, llega la colonización de las instituciones. El objetivo es ponerlas al servicio de la ideología del partido

 

La verdad es que toda la literatura que rodea a la teoría que sirve de justificación al escrache es pura milonga. El motivo por el que a Podemos le seduce esta suerte de linchamiento vejatorio colectivo radica en su utilidad como instrumento para avanzar hacia su ansiado modelo de totalitarismo democrático. Se trata, básicamente, de ocupar las calles en nombre del pueblo para deslegitimar paulatinamente a la oposición. Tras la ocupación de las calles, llega la colonización de las instituciones. El objetivo es ponerlas al servicio de la ideología del partido para que, estéticamente, éstas sigan figurando, pero vaciadas totalmente de contenido. Se consolida así un modelo de dictadura light, en el que la apariencia es democrática pero el fondo es profundamente autoritario. Véase Venezuela.

Condenar a quienes la practican

El drama de adoptar a un monstruo y alimentarlo es que, en algún momento, éste puede querer devorarte. Y eso es justamente lo que le ha pasado a Podemos con el tema de los escraches: que por mucho que ellos insistan en que poseen el copyright, han pasado de escrachar a ser escrachados. Y lo que antes era una manifestación popular y espontánea pacífica que servía a la gente para mostrar su disconformidad y malestar a los poderosos y políticos, ha pasado ahora a ser un acto violento e indeseable promovido y ejecutado por fascistas que cuestionan al gobierno legítimo. Porque la sustancia del podemismo es arrogarse la legitimidad política y moral. Ellos son el amor, la empatía y el bien, así que disponen de la coartada perfecta para proponer cualquier cosa por muy antidemocrática que parezca, así como para descalificar cualquier crítica o acción contra ellos por muy legítima que sea. Por eso se pueden permitir animar a rodear el Congreso o declarar la alerta antifascista tras unas elecciones, porque ellos son el bando correcto, son la gente, y fuera del mismo sólo existe el fascismo.

Personalmente, aborrezco los escraches. Tanto por lo que subyace en el fondo como por la ordinariez de sus formas. Y aunque por desgracia esta práctica parece haber arraigado en nuestra sociedad, puede que todavía no sea tarde para intentar extirparla de la vida pública. Una buena forma de hacerlo sería condenar al ostracismo democrático a quienes lo practican, alientan o justifican. La esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad?

 

 

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