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Una prodigiosa imagen vegetal

Hay un recurso, una imagen que, a lo largo del tiempo, se ha repetido en varias obras literarias: el crecimiento de la naturaleza como un hechizo cuya exuberancia, energía y vitalidad superan todo límite conocido.

Una prodigiosa imagen vegetal insiste en manifestarse en la literatura, firmada por narradores de distintas épocas y países.

Tiene ella que ver específicamente con una de las características fundamentales de las plantas: su crecimiento. Sabido es que en estas ese proceso se cumple muy gradualmente, de modo que para nosotros resulta imperceptible. Secretamente, sus células empiezan a proliferar y aumentar de tamaño, pero el resultado final de ello —la transformación de una minúscula plántula en, por ejemplo, un colosal árbol de amplio follaje— solo lo apreciamos tras el paso de los días, semanas, meses e incluso años.

Pues bien: la imagen de la que hablo, violando la ley natural descrita, acelera en grado tal el proceso de crecimiento vegetal que lo hace evidente a simple vista.

Que yo sepa (pero, desde luego, mi conocimiento es bastante limitado), la primera vez que la imagen aparece lo hace —si bien todavía no con explícita y unívoca claridad, sino apenas sugerida— en un cuento de Nathaniel Hawthorne: “El joven Goodman Brown”, publicado en 1835 en The New England Magazine, de Boston, y después incluido en el libro Musgos de una vieja casa parroquial (1846). Goodman Brown, un piadoso vecino de la aldea de Salem, salió un día de su casa cuando atardecía con el fin de participar en una suerte de aquelarre que iba a cumplirse a medianoche en un bosque de las afueras. Entonces dice el narrador: “Había cogido por un camino lúgubre, oscurecido por los árboles más siniestros del bosque, que apenas si se hacían a un lado para dejar que la trocha se escurriera entre ellos, cerrándose en el acto por detrás”. Como puede notarse, la ambigüedad de la última parte del pasaje —la que es introducida con el pronombre relativo “que”— permite dos interpretaciones, ambas fantásticas: 1) los árboles se desplazaban un tanto de su sitio para permitir que entre ellos se formara un estrecho camino y, acto seguido, volvían a ocupar su punto original, cerrando así el camino. 2) La trocha ya estaba formada de tiempo atrás, solo que a medida que Goodman Brown la iba recorriendo, por detrás de él nacían y crecían de inmediato nuevos árboles, tan grandes como los demás, que iban cerrando el sendero.

Es posible que la segunda interpretación, cuyo contenido constituye justamente la imagen que es el tema de esta nota, sea inducida en mi mente por las otras manifestaciones de la misma imagen. Siguiendo el orden cronológico, su segunda manifestación se halla en el cuento “El prado de Bezhin”, de Iván Turguénev, que hace parte de su libro Apuntes de un cazador, publicado en 1852. En ese relato, un cazador, que es el narrador de la historia, de regreso a su casa tras una jornada de cacería de urogallos, se extravió por completo y acabó errando sin rumbo conocido en medio de la espesura. En un momento dado dice: “Se sucedían unas a otras las suaves colinas, los campos se extendían interminablemente detrás de los campos, y los arbustos parecían brotar de repente de la tierra ante mis propias narices”. (Si en el cuento de Hawthorne, la imagen se ubica detrás del caminante, en el de Turguénev se localiza delante de él, con consecuencias inversas: al primero le impediría retroceder, mientras que al segundo le dificulta avanzar).

La tercera aparición de este milagro botánico —que, de alguna manera, es el producto de una visión hiperbólica— sucede en “La mañana verde”, un cuento que conforma el capítulo nueve de Crónicas marcianas, el libro de Ray Bradbury publicado en 1950. Un hombre, Benjamin Driscoll, cansado del aire enrarecido de Marte, decidió aumentar la presencia de oxígeno cultivando un extenso campo yermo. Día a día, durante un mes, cavó el terreno y sembró semillas de las más variadas especies terrestres. Una noche cayó un torrencial aguacero. A la mañana siguiente, al despertarse, vio que en el campo habían nacido miles y miles de árboles, altos y frondosos: “Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas (…), árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes”.

La cuarta figuración de la imagen se encuentra en el primer capítulo de Cien años de soledad, de García Márquez. José Arcadio Buendía, el patriarca juvenil de Macondo, emprendió una expedición con los demás hombres de la aldea con el fin de abrir un camino que “pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos”. Se internaron en un bosque espeso y, cuando llevaban casi un mes en su “temeraria aventura”, el narrador nos dice: “No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos”.

Este suceso mágico, que obsequia la imaginación del lector con una estupenda recompensa estética, ha ejercido, pues, como podemos ver, un especial hechizo en el espíritu creativo de cierto tipo de autores, quienes, tal vez sin ser conscientes de participar en el tejido de una intertextualidad parcial, han hecho posible su recurrencia en el curso de más de un siglo en la ficción narrativa occidental.

En los cuatro casos, la imagen transmite la idea de una vegetación cuya exuberancia, energía y vitalidad arrolladoras superan todo límite conocido. Pero, salvo en el caso del cuento de Bradbury (en que ese desenfreno tiene un carácter claramente beneficioso), en los demás se trata de un fenómeno monstruoso en que la naturaleza apabulla al ser humano, tratando de dejarlo atrapado en su seno.

Por otra parte, hay que señalar que si la imagen ha aparecido cuatro veces en la literatura —como lo demuestra mi registro probablemente incompleto—, ¿por qué no esperar que lo hará una quinta, una sexta, una décima, una vigésima vez? Al fin y la cabo, la incapacidad de la realidad para proporcionárnosla persistirá, de modo que la inventiva literaria, que suple sus carencias, no tendrá más remedio que seguir regalándonos esos arbustos y árboles que crecen como por ensalmo ante nuestros siempre asombrados ojos.

 

 

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