Armando Durán / Laberintos: El porvenir de la monarquía española
Hace un par de semanas, en esta columna, me hacía una pregunta turbadora: ¿Agoniza la democracia en España?
Me refería, por supuesto, a la situación de inestabilidad institucional provocada por las irregularidades de Juan Carlos de Borbón, hechas públicas gradualmente desde que se vio obligado a abdicar en favor de su hijo Felipe en junio de 2014, por culpa entonces de su escandaloso accidente en África mientras cazaba elefantes en compañía de su amante de turno. Esta semana, con su destierro voluntario, el deterioro de su imagen alcanzó tal intensidad, que el suceso ya no solo pone en peligro su futuro personal, sino también, y muy seriamente, el de la monarquía que él había contribuido a legitimar en un país que, tras una feroz guerra civil y 40 años de implacable dictadura militar, no guardaba precisamente gratos recuerdos del paso de los Borbones por el Palacio de Oriente.
El problema creado por esta desagradable realidad es que aceptar la restauración constitucional de la monarquía fue posible gracias, en primer lugar, al papel decisivo que desempeñó el entonces joven rey Juan Carlos I en la muy compleja etapa inicial de la transición, que culminó en octubre de 1977 con la firma de los Pactos de la Moncloa, y más tarde con su categórico rechazo público a la intentona golpista del 23 de febrero de 1981 protagonizada por el coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y con la valiente conducta de Adolfo Suárez, su Jefe de Gobierno, al desafiar a pecho descubierto la pistola amenazante de Tejero.
A partir de estos dos hechos, la figura de Juan Carlos y la solidez del régimen naciente cobraron auténtica y casi épica relevancia, y bastaron para legitimar popularmente la existencia de la monarquía como sistema político y como garantía de estabilidad institucional. Gracias a ello el experimento democrático pudo avanzar sin mayores contratiempos y demostró el valor incalculable de la monarquía como árbitro no contaminado por veleidades políticas derivadas de las naturales confrontaciones ideológicas y partidistas típicas de todo régimen democrático. De paso, la figura del rey, por serlo, fue reconocida por todos como antídoto eficaz para resistir la tentación de caer en el abismo de la polarización radical de aquellos compartimientos estancos de los que alertaba Ortega y Gasset en su ensayo sobre lo que él llamó, años antes de estallar la guerra civil, la España invertebrada.
La pregunta que uno se hace ahora, cuando los escándalos y las irregularidades que durante estos últimos años han oscurecido dramáticamente la imagen personal y política de Juan Carlos, es si ese daño lo atañe exclusivamente a él, o es extensible a la monarquía como sistema y a su sucesor, el rey Felipe VI, como Jefe de Estado. Es decir, si esta crisis que sin la menor duda abrirá un áspero debate sobre la utilidad de la monarquía, amenazará también a la democracia que, como sistema político y existencial de los españoles, ha encontrado durante 40 años, piso y seguridad. Es decir, si este ingrato sobresalto romperá ese dique de contención que le ha permitido a la sociedad española apaciguar los vientos que en más de una ocasión han divido a los españoles en dos bandos irreconciliables, el de los monárquicos y el de los republicanos. Con todas sus muy indeseables consecuencias.
En una conversación que según el diario español El País sostuvo hace pocos días Juan Carlos con un amigo, el rey emérito se habría lamentado de que los españoles menores de 40 años, o sea, los que no sufrieron la guerra ni la dictadura, y ni siquiera vivieron los turbulentos primeros días de su reinado y de la transición de España hacia la democracia, “me recordarán solo por Corina, por el elefante y por el maletín.” No me consta la veracidad de esta información, pero es evidente que precisamente esa fue la preocupación que llevó a Juan Carlos escribirle una carta a su hijo para explicarle al país y al mundo sus razones para marcharse de España, y calificar sus pasados deslices como actos de su vida privada. Sin la menor duda para no hacer a Felipe VI ni a la monarquía como institución corresponsables de sus malos pasos. No queda del todo claro, sin embargo, si esta pretendida separación de su vida privada y de su vida pública sea en realidad factible.
Juan Pablo Royo, catedrático de Derecho Constitucional y ex rector de la universidad de Sevilla destaca, y ese argumento lo esgrime ahora en España la izquierda republicana y algunos movimientos nacionalistas como argumento suficiente para dar por terminado el pacto constitucional de 1978, que una cosa es cómo la Constitución vigente se ocupa de la familia en minúscula porque a pesar de su enorme importancia en el ámbito social lo cierto es que solo tiene vida en el ámbito privado. Mientras que al Rey y a la Familia del Rey, así con mayúsculas, el texto constitucional no le concede vida privada alguna, y solo les reconoce una dimensión “exclusivamente política y constitucional.” En otras palabras, que en ningún caso las acciones y omisiones de Juan Carlos podrían ser considerados actos privados.
Resulta demasiado prematuro para aventurarse a especular sobre el porvenir que le espera a Felipe VI y a la monarquía a corto plazo. Ni siquiera a mediano plazo. Pero tampoco puede presumirse que no hay razones suficientes para temer lo peor. Y aunque por ahora nadie hable abiertamente de ponerle fin a la monarquía, tampoco se pueden ignorar los escollos que enturbian aun su porvenir.
En primer lugar, porque resulta urgente determinar hasta qué extremo los dirigentes de Unidas Podemos podrán seguir empleando el escándalo para agitar banderas de un republicanismo que a fin de cuentas constituye una amenaza directa a la Constitución, sin verse obligado a divorciarse del PSOE y de Pedro Sánchez, que por ahora defienden la necesidad de pasar esta ingrata página y minimizar los daños que el rey emérito ya le ha causado a su sucesor. “La monarquía”, se comprometía Sánchez esta semana, “es parte del Pacto Constitucional y nosotros somos leales, de principio a fin.” Sin que nadie pueda tampoco asegurar que esas palabras no se las llevará el viento en cualquier momento. En todo caso, habrá que ver cuál de los dos socios da su brazo a torcer, porque o Iglesias o Sánchez tendrán que hacerlo, y habrá que esperar a ver qué le deparan las próximas semanas a la frágil mayoría parlamentaria del Gobierno. Aunque dadas las circunstancias del momento y las tensiones que puedan cegar a los principales actores de este drama de amores contrariados, no parece que puedan darle muchas largas al asunto.
Por lo pronto, tampoco al Partido Popular las cosas se les presentan fáciles. Con una ultraderecha que le roba votantes a medida que se polariza la relación entre el gobierno y la oposición, ahora deben resolver otro tema interno pendiente, la “independencia orgánica” de Cayetana Álvarez de Toledo, su portavoz en el Congreso de los Diputados, quien parece haber encontrado en el escándalo real y en las posiciones divergentes de Iglesias y Sánchez, la oportunidad de profundizar esa independencia promoviendo un acuerdo con el PSOE para armar lo que ella ha llamado pomposamente Gobierno de Concentración Constitucional. Los jefazos del aparato del PP, que cada vez rechazan con mayor acritud la “independencia” de la audaz diputada, insisten en afirmar que en España hay un solo gobierno y que “Sánchez es el único responsable de su acción.” Es decir, que Cayetana podrá decir misa, pero ellos jamás aceptarían entenderse con el enemigo malo. Esta suerte de rebelión en la granja coloca a Casado entre la espada y la pared, pero por poco espacio que le quede para maniobrar, a él, al igual que a Sánchez, se le agota el tiempo.
El segundo escollo es menos terrenal pero igualmente arduo. ¿Cómo perciben los españoles el complejo momento político del día de hoy?. Mucha agua ha corrido bajo el puente constitucional del Estado español y, sin embargo, desde hace mucho las empresas que realizan sondeos de opinión en el país han dejado de incluir en sus cuestionarios preguntas sobre la aceptación o rechazo de Felipe VI y de la monarquía. Y según la opinión de algunos analistas, mejor sería que no lo hagan, porque es lógico pensar que el sector joven del país no vaya hora a darle su apoyo a Felipe VI ni a la institución monárquica. De todos modos, a estas alturas, sí sabemos dos cosas. Una, que Felipe no cuenta en su haber con algo parecido al caudaloso capital político adquirido por su padre como hacedor de la Transición y defensor del sistema democrático. Y dos, que además de carecer de una épica que lo cobije, a Felipe lo debilita el incómodo rechazo de los movimientos nacionalistas, vascos, catalanes, gallegos, todos ellos esencialmente republicanos, sobre todo después de su inevitable parcialización en contra de la rebelión separatista de Barcelona, en octubre de 2017.
Este es el estado actual de la situación y no se perciben indicios de que pronto alguien aparezca con una solución mágica del problema. De una cosa sí estamos convencidos. De la estabilidad depende en gran medida el destino de la democracia española y por ahora, agudizada la crisis institucional por el rebrote del coronavirus y sus efectos devastadores en el área económica, especialmente en el área del turismo, que desde hace medio siglo ha sido y sigue siendo la principal palanca del desarrollo de España, ese día se presenta incierto. Cada día que pasa, más incierto.