Lo contrario de la república es la democracia
En España todas las dudas se despejan en cuanto le echas un vistazo al folleto de los publicistas de la trinchera de enfrente.
¿Una república socialista, popular, identitaria, plurinacional, confederal, progresista, confiscatoria, anticapitalista, verde, vegana, digital, pobrista, engullidora de insectos, hembrista, igualitarista, sociologista, populista y guardiolista?
Vale. ¿Qué hay al otro lado? ¿Una monarquía constitucional? Póngame dos.
En España se le llama «república» al programa electoral del PSOE de la misma forma que se le llama «País Vasco» al programa electoral del PNV y «Cataluña» al del nacionalismo, que en este caso abarca desde el PSC y Podemos hasta ERC, JxCAT y la CUP.
¿Dónde está la sorpresa? «¡La izquierda tiene un plan!» dicen los paranoicos de capirote que ven conspiraciones de Soros hasta en la tapa de los yogures.
¿Y qué esperaban? ¿Que la izquierda se quedara quieta después de ver a las democracias capitalistas aplastar al socialismo en la mayor batalla ideológica de los últimos 200 años?
¿Que la izquierda reconociera su derrota histórica y anunciara su disolución entre felicitaciones al rival?
A ver, pichones de la política. El mayor éxito de la derecha española en 40 años ha sido conseguir que los valores y los símbolos de la democracia constitucional surgida del pacto de la Transición hayan sido identificados con los suyos hasta el punto de que incluso el presidente del Gobierno cree perder votos a miles cada vez que, haciendo de tripas corazón y conteniendo las náuseas, se calza una mascarilla con la bandera de España.
El gran éxito de la izquierda en cuarenta años de democracia ha sido convencer a la derecha española de que eso es un problema.
El gran éxito de la izquierda ha sido convencer a la derecha española de que las redes sociales y las televisiones socialistas son representativas de algo más que de sus propios intereses financieros.
Y eso aunque esas redes y esas televisiones defiendan modas ideológicas con inminente fecha de caducidad que dicen que sólo son aceptables las identidades por cuestión de sexo, raza y clase social, pero no las que te vinculan a tu estado nación, a una economía de mercado libre y a un Estado de derecho.
Que, por cierto, son tres conceptos políticos inseparables. Elimina uno de ellos y no tendrás los otros dos.
Caballeros, la moda pasará como pasan todas las modas ideológicas y la hostia de realidad para la izquierda será tal que habrá que recoger sus dientes de entre los engranajes del Perseverance. La derecha sólo ha de esperar. Contará con inesperados aliados a su favor.
Es más. ¿Qué podía hacer la izquierda frente a la obviedad de que su rechazo de los valores políticos y culturales que han construido las democracias modernas es un callejón sin salida a largo plazo?
Muy sencillo. Identificar sus valores con los de un sistema político alternativo a la democracia constitucional. Un sistema en el que los progresistas comerán helado de postre todos los días. Helado que le habrá sido robado, en el sentido más literal posible del término, a los votantes de la derecha.
Es decir, la república.
El segundo gran éxito de la izquierda en 40 años de democracia ha sido convencer a los españoles de que lo opuesto de la república es la monarquía cuando lo opuesto de la república, tal y como la entiende la izquierda española, es en realidad la democracia.
La respuesta en España a la pregunta «¿eres republicano?» no es, por tanto, «no, porque soy monárquico», sino «no, porque soy demócrata». La condición de monárquico es sólo un efecto secundario de la condición de demócrata, no su núcleo.
Democracia entendida como esa forma de organización social en la que el poder le corresponde a toda la ciudadanía –a TODA– y no a una casta política que ejerce el poder de forma autocrática y tras haber barrido del escenario, ya sea por la vía de la represión policial o la social, a esa mitad de la ciudadanía que no se adscribe a sus valores iliberales.
Cosa muy diferente es que la derecha española esté lo suficientemente madura como para recoger los réditos de una victoria que no es consciente de haber conseguido. «¡Es que quieren que el próximo James Bond sea negro! ¡Han logrado imponer sus valores!», dice esa derecha.
Pues menuda civilización de morondanga si los caprichos del director de marketing de Netflix, impuestos a toque de pito por cuatro adolescentes con avatar manga en Twitter, la hacen tambalearse. «Es que no es sólo él, es TODO» responde.
Pero, criatura, levanta el culo del sofá, sal a la calle y mira a tu alrededor. ¿De qué me estás hablando? No es ideología. Es sólo dinero. Deja de atribuirle valores demiúrgicos a mundanidades de medio pelo.
Miren. Yo soy catalán. He visto a millones de catalanes pasar de vitorear a Franco a vitorear la independencia. Literalmente. No son catalanes diferentes: son los mismos. Para lograr ese cambio sólo ha hecho falta dinero. No existen «corrientes sociológicas de fondo» destinadas a convertirse en hegemónicas. Existen incentivos y castigos administrados por el poder político a base de pasta. Eso es todo.
Pero ese es sólo un problema temporal causado por la naturaleza de adolescente político de la derecha española. El socialismo es un viejo fracasado que se finge joven porque se ha comprado un Ferrari llamado presupuesto público. Y como todos los viejos, sabe cómo aprovecharse de las inseguridades de los más jóvenes.
Un poco de perspectiva, amigos. La izquierda es unidimensional y por eso sus cálculos políticos sólo contemplan la posibilidad de la causa y el efecto: «Acabamos con Juan Carlos I y eso nos acerca al fin de la monarquía y, por lo tanto, a la imposición por la fuerza [jamás por la vía constitucional] de la república».
Pero la realidad no es unidimensional, es decir un sistema en el que A ejerce poder sobre B y B es sometido por A, sino un sistema complejo multidimensional en el que A ejerce poder sobre B, B sobre C y C sobre A.
Altera en lo más mínimo uno de los elementos de la ecuación y obtendrás algo muy similar al llamado problema de los tres cuerpos: ese en el que es imposible determinar su resultado final porque cualquier variación en las condiciones iniciales conduce a destinos completamente diferentes e impredecibles.
Es precisamente el escaso rango moral de la izquierda, el hecho de que no entienda valores como el orden o realidades como la naturaleza humana, el que le impide calcular las consecuencias multidimensionales de sus acciones o comprender que la realidad no es un juego de poder, sino de equilibrios dinámicos.
¿Beneficiará entonces el exilio de Juan Carlos I a los planes de la izquierda? No apostaría mi dinero por ello. ¿Lo harían ustedes? Pero lo más interesante es… ¿lo harían los ministros de este Gobierno? Quizá lo harían en una dictadura con un férreo control de la opinión pública y carente de contrapoderes.
Pero no todos los contrapoderes de una democracia son institucionales o visibles a simple vista.
Buena suerte a los que se creen capaces de someter al mundo. Deberían recordar que son sólo hombres y que ellos también tienen incentivos. El cortoplacismo político que ahora lo impregna todo es un ave de vuelo gallináceo y habría que ser muy idiota para confundirlo con un águila.
Como cantaban los Stones, el tiempo está de mi parte. Sólo hace falta paciencia.