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Murillo: Cultura, contracultura y la ofendida clase media

Ya sé que la vida, toda, es un plagio, empezando por el pecado original replicado ahora mismo en más de siete mil millones de ejemplares. Eso lo entiendo y lo acepto sin protesta alguna. Pero cuando contemplo el excesivo estado de simulación en el que habitamos nosotros, los clasemedieros, no puedo sino lamentar esta falta de decencia, esta vergüenza de vivir falsificando experiencias y objetos para que parezcan algo que no son.

Nótese que me he incluido en el desastre, o sea que me declaro culpable de todo lo que voy a señalar, lo aclaro para que remitan la ofensa si es que alguien se sintió ofendido. Es que luego se lo toman todo personal, gente, y así, con resentimientos de por medio, no puede prosperar esto de la comunicación.

Dicho de otra manera: esta andanada de quejas no es contra ninguno de ustedes en particular pero sí contra todos nosotros en masa, contra esta época, contra esta entelequia ridícula que nos empeñamos en reproducir, posicionar y condecorar como si fuera el mejor estado de la sociedad: el estilo de vida de la clase media.

Presa de una sensación de vacío infecciosa (porque clasemediera y posmoderna), me he puesto a meditar sobre qué nos define como tribu o cuál será nuestro rasgo social identitario y por más vueltas que le doy, no encuentro una conclusión que nos deje mejor parados: los miembros de la clase media nos identificamos por el resentimiento hacia la clase de arriba y el desprecio hacia la clase de abajo; y en esa intersección lo que mejor cultivamos es la falsedad, la pura falsedad que resulta de querer imitar las manifestaciones de la realidad, de otras culturas, de otros tiempos, de otras necesidades y hasta de otras condiciones climatológicas y financieras.

Somos expertos en el fake, en la falluca, en la piratería de conceptos.

Voy a poner algunos ejemplos pero los invito a que miren a su alrededor, si es que se encuentran en la ciudad o en algún contexto urbano, y constaten ustedes mismos a lo que me refiero.

Que la madera, el metal y cuero parezcan viejos pero que sean nuevos, porque tenemos la fantasía de poder comprar el paso del tiempo, o ni eso: el look alike del paso del tiempo.

Que la terraza —aunque sea terraza— esté techada porque lo importante será siempre nuestra comodidad, no observar la naturaleza, como si el cielo y las estrellas pudieran ser más interesantes que nosotros mismos. Cómo va a ser.

Que los clásicos del rock suenen a chill out lounge para que induzcan a la relajación y se anestesie la provocación musical que el rock entraña.

Que el jazz suene a pop y que las canciones rancheras vengan acompañadas de un tequila súper especial, edición limitada, con un diseño tan estilizado del agave que parece más un trazo de caligrafía japonesa que una mata de maguey.

Que las sillas estén forradas, recubiertas con una tela que las hará parecer todo menos silla para que los eventos estén bien vestidos (cualquier misteriosa cosa que signifique “vestir un evento”)

Que el mercado no sea un mercado sino una experiencia o concepto diseñado por algún arquitecto de apellido extranjero que piensa en ti, tu mascota y tu bici vintage para que no renuncies a tu estilo de vida ni cuando vas al mercado a echarte unas quesadillas o un plato de pancita.

Que los menús en los restaurantes sean un juego de palabras que de tan ridículo parece una burla y bebamos un sublimado de cacao y maíz con chispas de canela y acento de piloncillo en lugar de un contundente atole champurrado. O una crema con fondo de frijol, juliana de tortilla y fina reducción de chile pasilla en lugar de una simple y perfecta sopa tarasca… Con la comida los ejemplos son tan infinitos como caricaturescos.

Que usar un textil de alguna comunidad indígena se justifique con un proyecto social súper bonito que reparte las utilidades entre los artesanos y sea sólo por esa razón que nos atrevemos a colgarnos un rebozo o un collar huichol encima sin entender un ápice de su origen y funcionalidad.

Que sea preferible ver la serie de televisión o la película en lugar de leer el libro porque nosotros confundimos entretenimiento con cultura y la poca cultura que queremos, la queremos rápida y complaciente.

En fin, la lista es larga y pinta sin concesión nuestra autocomplacencia, nuestra falta de profundidad. Ni cómo negarlo.

Las corrientes culturales surgidas en las búsquedas auténticas o en las necesidades vitales de una sociedad siempre encuentran respuesta en la ofensiva que los movimientos contraculturales hacen para resistir a una alienación de la que no quieren formar parte; digamos que una y otra fuerza contrarias se manifiestan para afianzar una identidad, el problema con la clase media es que por ningún motivo queremos identificarnos con los códigos populares que se gestan en las calles pero los imitamos etiquetándolos con alguna marca; y como tampoco podemos ser parte de las élites por razones de poder adquisitivo, las atacamos con saña; pero aunque las repudiamos, vivimos remedándolas no sin cierto dejo de admiración.

O sea que ni lo nuevo ni lo viejo, ni lo popular ni lo excluyente, ni el rock ni las rancheras; ni el culo bien puesto sobre ese simple, llano y extraordinario invento llamado silla.

Es que se nos olvida que la cultura no se compra, se gesta. Y mientras no lo entendamos, seguiremos representando esta comedia del embuste que nos ha llevado a bajezas tales como ofendernos porque un cocinero defiende su trabajo y al mismo tiempo pretender que en la tipografía romántica del menú de una boda, un taco de chicharrón en salsa verde no se llame taco de chicharrón sino envuelto de maíz relleno de crocante de piel de cerdo rebozado en coulis de tomate verde orgánico.

Quizá no leemos el libro, no vemos la peli, no conocemos el lugar, no escuchamos a la persona… pero de que nos ofendemos, nos ofendemos. Para eso somos la clase media, sí, señor.

 

 

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