Gente y Sociedad

Alma Delia Murillo: El camisón de Pepa

Era 1999, yo me había independizado un año antes y para ese momento vivía en un minúsculo departamento de interés social de la colonia Tlalcoligia en la delegación Tlalpan, al sur profundo de la Ciudad de México.

La compañera de trabajo que sería mi roommate abandonó pronto el acuerdo porque se fue a vivir con el novio. Así que me quedé sola en aquel lugar del que, con esfuerzo inaudito, pagaba la renta y la luz; para el gas no alcanzaba y de teléfono e internet ni hablamos.

Así que me bañaba con agua fría, comía frío y dormía frío porque hacía un mes que había terminado con mi novio de entonces. Una relación tormentosa a la que un día de lucidez le puse fin.

Eso sí, mi grabadora sonaba todo el día. Mi único lujo era comprar discos compactos y libros. Como tenía terror de que me consumiera la ansiedad, procuraba oír melodías que me mantuvieran de buen ánimo, así que por aquellos días escuchaba obsesivamente dos discos: Caribe atómico de los Aterciopelados y Lo mejor de la vida del Compay Segundo.

No sé ni cómo ni por qué pero el departamento tenía muebles —si es que se les puede llamar tal a los cinco cacharros de madera que dejaron los dueños del lugar.

Como estaba triste porque mi amiga me había dejado sola y todavía extrañaba al ex novio, no toleré seguir viendo aquellas paredes amarillentas y esos sillones forrados con una especie de viejo tweed color riñón. Así que muy envalentonada por mi juventud, decidí salir a comprar pintura blanca, un rodillo y chingos de metros de lona color naranja que conseguí en telas Parisina; había una sucursal enorme sobre Insurgentes sur, más o menos cerca de donde yo vivía.

El caso es que el día que regresé con mi cargamento para hacer el fashion emergency de mi departamento, recibí una llamada.

Una amiga de la universidad le pidió a otra amiga que a su vez me lo pidió a mí, el favor de hospedar a un muchacho que venía de La Habana. Dije que sí porque cómo va a decir una que no a sus amigas de la universidad. Y el favor era para ya, esa misma noche.

Alexander se llamaba (o se llama) el susodicho, fui a recogerlo al metro Taxqueña horas más tarde. Los dos teníamos veinte años, unas melenas memorables, ojos de tristeza y cara de espanto.

Me informó que se quedaría una semana, aquel día era viernes y se iría el viernes próximo.

Las primeras horas no fluyó la convivencia, estábamos demasiado asustados quién sabe por qué. Por la vida.

Le dije cuál sería su habitación y, muerta de pena, le aclaré que no teníamos gas, por lo tanto no habría agua ni comida caliente; ah, tampoco teníamos internet en casa. Me miró un poco serio, luego soltó una de las carcajadas más contagiosas que he escuchado en mi vida y me dijo: pues nada, que sigo en La Habana.

Ahí me relajé, mientras él arreglaba sus cosas que eran dos jeans rotos y tres playeras descoloridas, puse música.

El disco del Compay empezó a sonar con aquello de “Pepa tiene un camisón… Ya no tiene ni un botón para apretar la varilla, tiene un roto en la rodilla y en otro sitio peor…” de pronto los dos estábamos bailando y cantando.

 

 

 

 

Por alguna razón, yo no quería que me contara su historia, ni de qué escapaba ni para dónde iba y no tenía la menor gana de contarle algo de mí. Para evitar aquello, le sugerí que fuéramos al teatro, tenía boletos para una función donde un amigo mío imitaba increíblemente bien a Borges improvisando parrafadas completas con su estilo.

Alexander dijo que sí, que se iba a cambiar. Pero al minuto regresó con la misma ropa encima. ¿Qué pasó?, pregunté. Es que toda mi ropa es el camisón de Pepa, me respondió.

Nos reímos tanto que nos tomó un rato recuperar la vertical y disponernos a salir.

Al volver del teatro Alexander me dijo “esa función me ha dejado lleno” tocándose el pecho. En ese momento pensé que quizá teníamos más en común de lo que imaginaba.

Cada uno durmió en su recámara la primera, la segunda y la tercera noche. La cuarta nos emborrachamos con cervezas (refrigerador sí había) y música alternando al Compay con los Aterciopelados.

Mientras sonaba Caribe atómico, mayday mayday, guardacostas advierten no hacerse a la mar, mayday mayday, puedes pescarte un virus tropical… empezaron los besos y fuimos hasta mi cama. Pero ya ahí, de cerca, entre sus ojos y los míos una tristeza aplastante nos consumió el deseo. Le acaricié la cara y por nada se echa a llorar. Nos abrazamos toda la noche. No hubo tórrido revolcón, sólo la compañía de los cuerpos.

A la mañana siguiente me dijo “bueno, me quedan tres días para ayudarte a arreglar esto”. ¿Esto qué?, pregunté haciéndome la desentendida.

Tu casa, chica, toda tu casa es el camisón de Pepa.

Nunca había sentido tanto cariño espontáneo por alguien, una ternura profunda, muy alejada del deseo carnal.

Y nos pusimos: él pintaba, yo limpiaba, él engrasaba las puertas y yo cosía unas fundas naranjas sobre los sillones riñón; y hasta me ayudó a improvisar unos cojines decorativos con la tela que había sobrado.

Para el último día habíamos transformado la casa. Antes de que se fuera lo dejé esperando en un café internet y me encaminé a Perisur. Gasté todo mi dinero del mes en unos buenos jeans, dos camisas nuevas y calcetines.

Cuando nos despedimos en la terminal de autobuses de Taxqueña entendí que la reparación también es una forma de amor. Y que a veces no se necesita más que ser y estar cuando toca reparar al otro y con ello repararte.

Regresé al departamento que no estaba de revista pero tenía otro aspecto, más luz. Quién me iba a decir que los versos de ese son me significarían aquel intercambio tan reparador.

El camisón de Pepa tiene historia. .. Qué bonita se ve Pepa con su camisón, y qué bonita se ve Pepa con su camisón.

 

 

 

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