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Armando Durán / Laberintos: ¿Capriles contra Guaidó, Europa contra EEUU?

 

El viernes de la semana pasada, Josep Borrell, alto comisionado para Asuntos Exteriores de la Unión Europea, le lanzó al régimen chavista de Venezuela lo que podría llegar a ser la pieza que les faltaba a sus estrategas para llevar a “buen” término su nueva y desfachatada farsa electoral, prevista para el próximo 6 de diciembre: si Nicolás Maduro aceptaba “negociar” con Europa y con un sector amplio de la oposición la posibilidad de posponer esa jornada electoral unos meses más, se abriría un espacio político adicional, que las partes podrían aprovechar para acordar condiciones electorales más creíbles. En ese caso, la Unión Europea sí enviaría observadores a los comicios, una presencia imprescindible para al menos medio validar la equidad y transparencia del evento.

 

Se trata, por supuesto, de la misma turbia fórmula propuesta hace año y medio por la antecesora de Borrell en el cargo, la italiana Federica Mogherini, quien en el marco de la Conferencia Internacional sobre la Situación en Venezuela, celebrada el 7 de febrero de 2019 en Montevideo, sugirió la creación de lo que llamó Grupo Internacional de Contacto, integrado por representantes de algunos gobiernos europeos y latinoamericanos pero sin la participación de Estados Unidos, con el encargo expreso de presentar, dentro de los siguientes tres meses, un plan para salir de la crisis venezolana “pacífica y democráticamente.”

 

El Grupo cumplió su compromiso y el 15 de mayo, con la mediación del gobierno noruego, experto en estos menesteres, representantes de Nicolás Maduro y de Juan Guaidó, jefe accidental de la oposición desde que asumió la Presidencia de la Asamblea Nacional el 5 de enero, iniciaron sus negociaciones. El problema surgió de inmediato. Hasta ese instante, Guaidó rechazaba tajantemente cualquier entendimiento con el régimen que no fuera para negociar el fin de la usurpación y la dictadura, y estas conversaciones que se iniciaron entonces perseguían el propósito de pasar esa página esperanzadora y convenir discretamente condiciones electorales aceptables para ambas partes. Una contradicción desde todo punto de vista insuperable.

 

En un primer momento, Borrell, ministro entonces de Asuntos Exteriores del gobierno socialista de Pedro Sánchez en España, respaldó el proyecto. Sin embargo, los continuos obstáculos interpuestos por los representantes de Maduro en esas rondas de conversaciones, primero en Oslo y después en Barbados, agotaron el mecanismo. Mucho más después que Maduro se enfrascara desde enero de este año en un feroz ataque contra la Asamblea Nacional, único poder público legítimo de Venezuela, y contra los principales partidos de la oposición, con la intención de llegar a estas elecciones con un Poder Legislativo desarticulado y unos partidos de oposición brutalmente secuestrados. Y hasta ahí no podía llegar Borrell, instalado ahora en Bruselas, razón por la cual tuvo este mes de agosto que darle el apoyo europeo al documento suscrito por los gobiernos del Grupo de Lima y de Estados Unidos, denunciando y rechazando de plano el fraude electoral que organizaban Maduro y compañía.

 

Nadie contaba, sin embargo, con la astucia cubana. Mucho menos que Henrique Capriles, dos veces candidato presidencial de la oposición, rescatado ahora de las catacumbas del olvido ciudadano, fuera a transformarse en mortífero dispositivo chavista para terminar de socavar el agotado liderazgo de Guaidó, dividir todavía más las fragmentadas fuerzas de la oposición y destrancar un juego que Maduro parecía tener aparatosamente perdido.

 

“No se trata”, fue la categórica explicación de Capriles al situarse tan por sorpresa en el centro del ruedo político venezolano, “de votar o no votar, sino de luchar o no luchar.” Luego aclaró que luchar también era votar el 6 de diciembre, y como días antes había hecho la Conferencia Episcopal de Venezuela, se justificó afirmando que peor que participar en una elecciones irremediablemente fraudulentas era abstenerse, sugirió la posibilidad que ahora propone Borrell de posponer la celebración de esas elecciones para negociar condiciones mínimas que las hicieran digeribles y concluyó reconociendo que la súbita e imprevista excarcelación, el “indulto” según la jerga del oficialismo, de más de 100 presos y perseguidos políticos, se había hecho realidad gracias a sus gestiones con la mediación del gobierno turco.

 

Capriles no ha aclarado a cambio de qué había decidido emprender este truculento camino, pero su inesperado anuncio bastó para que el primero de septiembre Borrell le diera otro giro a su posición sobre la impresentable convocatoria electoral de Maduro. “La excarcelación de un número considerable de presos políticos y diputados perseguidos en Venezuela”, manifestó en una de sus cuentas en las redes sociales, “es una buena noticia y una condición sine qua non para seguir avanzando en la organización de unas elecciones libres, inclusivas y transparentes.” Un aviso de que las aguas estaban a punto de volver a su cauce y oportunidad dorada que la Cancillería venezolana aprovechó para invitar de inmediato a Borrell y a António Guterres, ex primer ministro de Portugal y actual secretario general de las Naciones Unidas, a enviar observadores al evento electoral del 6 de diciembre.

 

Guterres no se dio por enterado de la invitación, pero Borrell respondió un par de días más tarde con esta propuesta de retrasar el evento unos meses, recurso que desde la complaciente perspectiva europea le permitiría al régimen venezolano darle una levísima pero suficiente capa de barniz democrático a su habitual trampa cazabobos electoral sin correr el peligro de que se repitiera la debacle sufrida por los candidatos del oficialismo en las parlamentarias de diciembre de 2015. Esta alternativa que le ofrecía ahora Borrell también le permitiría a Maduro ajustar sus pasos a las indicaciones de sus asesores del Partido Comunista de Cuba, según las cuales el objetivo central del chavismo con estas elecciones era “darle legitimidad (al régimen), desmantelar el bloqueo integral contra el país, reconstruir la institucionalidad y fortalecer (este sería el sentido esencial de la maniobra) el espacio parlamentario como componente de la gobernanza.” O sea, eliminar por completo, sin excesivos contratiempos, la existencia infecciosa de un Poder Legislativo que, más allá de todas las dudas generadas por la ligereza y las incoherencias de Guaidó, todavía es visto por el mundo como la única institución pública independiente de Venezuela.

 

Ante esta realidad de triste simplicidad, sin ninguna importancia real, cabe preguntarse, ¿cómo ha sido posible que después de la histórica jornada del 11 de abril de 2002; después de la masiva abstención en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005; después de la importante derrota de Chávez en el referéndum para aprobar una reforma parcial de la Constitución el 2 de diciembre de 2007; después de las movilizaciones de protesta por la elección fraudulenta de Maduro en la votación presidencial del 14 de abril de 2013; después de las masivas manifestaciones populares de 2014; después de haber conquistado en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 las dos terceras partes de los 164 escaños de la Asamblea Nacional; después de haber acorralado al régimen con cuatro meses de acciones populares desde abril a julio de 2017, al costo de casi 150 manifestantes asesinados en las calles por las fuerzas represivas del régimen y miles de heridos y detenidos; después, en fin, de haber puesto tantas veces en manos de los venezolanos la alternativa de un cambio político substancial, cómo ha sido posible que todo ese inmenso esfuerzo no sea hoy en día nada más que un montón de cenizas esparcidas al viento, sin orden ni concierto, sin presente y sin futuro previsible?

 

El régimen puesto en marcha por Hugo Chávez hace casi 22 años siempre ha demostrado con los hechos su capacidad para conservar el poder contra viento y marea. Y haberlo hecho casi siempre recurriendo a los medios propios de la democracia representativa que se proponía borrar para siempre del horizonte nacional. Es decir, por la vía chilena al socialismo, como la llamaba Salvador Allende en sus días de mayor esplendor. De ahí que el propio Fidel Castro le advirtiera a los impacientes camaradas venezolanos reunidos la noche del 3 de febrero de 1999 en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela para escucharlo anunciar el advenimiento de un tiempo nuevo, que tuvieran paciencia, que de ningún modo debían pedirle a Chávez que hiciera lo que ellos habían hecho cuarenta años antes en Cuba, porque las circunstancias y la correlación de fuerzas en el mundo habían cambiado, y en vista de ello, si bien el objetivo era el mismo de entonces, los caminos para alcanzarlo tenían necesariamente que ser otros. Una estrategia que el propio Chávez anunció el día anterior en su discurso de toma de posesión como presidente de Venezuela al advertir que para él “la política es la guerra, por otros medios.” Guerra, como ya sabemos, igual de implacable, igual de despiadada.

 

Desde esos días, la historia política de Venezuela se ha reducido a registrar las relaciones oportunistas de un régimen resuelto a conservar el poder al precio que fuera, y una dirigencia opositora muy cuidadosa de hacer lo único que ellos decían saber y estar dispuestos a hacer: participar en el juego de los entendimientos políticos con los jerarcas del régimen como si en Venezuela existiera un régimen pacífico y democrático. Y a cambio de tener esta visión distorsionada del proceso político venezolano, recibir la gracia de no ser expulsados del terreno de juego y el acceso a los escasos pero suculentos beneficios políticos y materiales que Chávez estaba dispuesto a concederles. Aunque ese colaboracionismo acarreara hundir a los venezolanos el actual abismo de crisis humanitaria, impotencia y desesperación.

 

Este es el escenario en el que ahora ha resuelto intervenir Capriles. Internamente, para utilizar el dilema de votar o no para como razón para enfrentar a Guaidó, quien a pesar de no ser lo que pudo haber sido sigue siendo reconocido por el mundo democrático como presidente de la Asamblea Nacional y, por esa circunstancia, como presidente interino de Venezuela, una barrera infranqueable para Maduro y compañía mientras lo continúe siendo. Por otra parte, Capriles ha hecho suya la posición de buena parte del episcopado venezolano, conducido desde Roma por los hilos que mueve el papa Francisco mediante la intermediación de su viejo y muy buen amigo, el super poderoso cardenal venezolano Baltazar Porras, arzobispo de Mérida, a quien recientemente también nombró Pancho administrador apostólico de Caracas.

 

Esta visión de la encrucijada venezolana en ese punto crucial del proceso la comparte plenamente la Unión Europea, razón por la cual, en declaraciones exclusivas para El País de España publicadas la semana pasada, inexplicablemente reproducidas durante varios días en la primera página de su portal digital, Capriles sostiene que “Europa tiene una oportunidad histórica para que Venezuela recupere la democracia.” Innecesario decir que por vía de las negociaciones y elecciones que quizá ahora, con el apoyo de episcopado venezolano y de acuerdo con la más tradicional y antinorteamericana diplomacia europea, podría convertirlo en el campeón de una nueva ronda de negociaciones, en las que el tema a debatir ya no sería votar o abstenerse en esas próximas elecciones, sino la conveniencia de posponer o no la fecha de la votación, la eventual incorporación a la lista de candidatos opositores de algunos excarcelados y perseguidos políticos, y el anuncio de otras concesiones que le facilitarían a los diplomáticos europeos y al sector más obscenamente oportunista de la oposición hacerse los de la vista gorda.

 

Dentro de esta lamentable situación, la política como negocio, es decir, la banalización de la política, merece destacarse la noticia que leí la noche del ayer lunes, mientras escribía estas líneas, de que Arancha González Laya, sucesora de Borrell en la Cancillería española, le había declarado a la prensa que si en efecto el régimen venezolano abre un espacio, “por pequeño que sea (las siempre socorridas condiciones mínimas del discurso opositor) para que se celebren elecciones en condiciones democráticas, España lo apoyaría.” Para terminar de cerrar el círculo del colaboracionismo europeo con el régimen chavista de Venezuela, González Laya añadió en sus declaraciones que este jueves se reuniría el Grupo Internacional de Contacto, en el curso del cual Borrell presentaría un informe sobre “si se dan condiciones para la celebración de elecciones” en la Venezuela actual.

 

Según el análisis que hace El País de la noticia que orienta las valoraciones de la diplomacia española sobre la crisis venezolana “es la implicación de Henrique Capriles en el tablero venezolano.” Una interpretación que nos obliga a formular una pregunta perturbadora: ¿Pura casualidad?

 

 

 

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