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Ortega y la fábula del alacrán

Ha sembrado odio y encono, punzando viejas heridas y abriendo otras. Y empuja al país por el despeñadero de la crisis económica y social

Seguramente muchos de ustedes conocen la fábula del alacrán. Vamos a contarla para quienes no la saben. Resulta que un alacrán y una rana estaban a la orilla de un río. El alacrán le pide a la rana que le ayude a cruzarlo, que no le costará nada pasarlo a la otra orilla, que puede montárselo en el lomo pues él ni siquiera pesa. La rana, desconfiada, se resiste y le pregunta quién le garantiza que a medio río no le clave su aguijón y la envenene con su ponzoña. El alacrán responde que no lo puede hacer, porque si lo hace, él también moriría ahogado. La rana razona, se convence y accede, se lo sube en el lomo y comienza a cruzar el río, pero a la mitad del trayecto siente el aguijonazo mortal y exclama ¿Cómo pudiste hacer algo así alacrán? ¡Ahora vamos a morir los dos! Y el alacrán responde: No pude evitarlo. Es mi naturaleza.

La moraleja de esta historia es la siguiente: no hay que engañarse o sorprenderse con alguien que lleva la ponzoña en el corazón. Más tarde o más temprano sacará de nuevo su maldad sin importar las consecuencias de sus acciones, ni siquiera importa si esas acciones le provoquen los mayores perjuicios.

Esa es la fábula. Ahora vamos a los hechos.

En la década de los ochenta, el Gobierno encabezado por Daniel Ortega enfrentó a la Iglesia católica y avasalló sacerdotes. Son emblemáticos los casos de un obispo, a quien montaron en un helicóptero y lo dejaron tirado en la frontera con Honduras. O el de un sacerdote a quien le montaron una operación con una mujer y lo exhibieron en los noticieros completamente desnudo corriendo por las calles. Por paradojas de la vida ese sacerdote es ahora aliado del régimen, sabrá él sus razones.

También entró en conflictos con la empresa privada. Encarcelaron a la directiva del COSEP, y asesinaron a un presidente de UPANIC, además de las confiscaciones generalizadas. En el plano político excluyeron, persiguieron y metieron en prisión a dirigentes políticos y sindicales. Y, más trágicamente, comprometieron al país en la confrontación entre las potencias y en una guerra fratricida. El saldo trágico fue miles de muertos, huérfanos, mutilados; atraso, destrucción y pobreza; y heridas que, sin haber sanado, volvieron a abrirse.

Así y todo, Ortega llegó al poder por segunda vez, en unas elecciones cuyos resultados todavía son un misterio pues nunca se dio a conocer el 8% de los votos. Ortega ofreció enmendarse, pidió perdón, le encaramó a su Gobierno el mote de Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional; logró establecer una alianza con el cardenal Miguel Obando; concretó una alianza con las cúpulas empresariales. Y, además, concertó una agenda con el Gobierno de Estados Unidos, transformándose en fiel gendarme de los intereses estratégicos de la potencia: migraciones, libre comercio, libre circulación de capitales, lucha contra el terrorismo, entre otros.

Todo parecía transitar por otro camino: arreglos con la Iglesia católica, con las cúpulas empresariales, con el Partido Liberal, con Estados Unidos y converso al recetario del Fondo Monetario Internacional. Además, pudo instaurar un clima de estabilidad con dosis administradas de represión.

Pero, igual que el alacrán de la fábula, Ortega no pudo contener su naturaleza maligna. El alma del alacrán estaba intacta. En condiciones de paz y con ventajas económicas y políticas que posibilitaban sanar heridas, afianzar un proceso de convivencia democrática y enrumbar el país por la ruta de superar los rezagos estructurales económicos, sociales y tecnológicos, el alacrán no logró adormecer su genética mortal. Y aquí estamos, a medio río, con el alacrán picando y repicando con su aguijón ponzoñoso.

Profana templos y agrede sacerdotes. Sin un gramo de compasión embiste a madres de familia que claman por justicia. Encarcela, mata y tortura en su afán de mantenerse en el poder a sangre y fuego, y, si pudiera, instaurar una nueva dinastía. Violenta la Constitución y las leyes. Sometió a su voluntad personal a Ejército y Policía. Desmanteló la institucionalidad democrática. Cancela derechos y libertades a la par que persigue periodistas y asalta medios de comunicación. Manda a invadir y ocupar miles de manzanas, a la par que amenaza con confiscaciones. En días recientes instauró el terrorismo fiscal para amedrentar empresarios y clausurar canales de televisión, mientras esgrime la amenaza de imponer cadena perpetua a sus opositores.

Además, desempolvó su vieja retórica, trasnochada e hipócrita, atacando al imperialismo. Aunque sobre este punto corresponde anotar que por debajo de la mesa implora a las autoridades estadounidenses un nuevo arreglo. En su desesperación, no tuvo empacho en exhibir el 19 de julio del año pasado a un predicador, cercano a la Casa Blanca, para ver si así podía lograr que lo vieran con otros ojos. Hasta lo vimos muy fachento servirle de chofer a un secretario de Comercio de Estados Unidos, en ocasión de una visita a Nicaragua.

Ha sembrado odio y encono, punzando viejas heridas y abriendo otras. Y empuja al país por el despeñadero de la crisis económica y social. Mientras cultiva e irriga semillas de violencias mayores.

Conflicto con la Iglesia. Conflicto con empresarios. Crisis económica y social. Aislamiento internacional. Exclusión y confrontación política. Conflicto con Estados Unidos. Represión indiscriminada.

De la misma manera que no hay convivencia posible con un alacrán, cuya naturaleza está expresada en su ponzoña, por mucha buena voluntad que uno quiera ponerle al asunto, el sentido común y las crudas y rudas realidades nos indican que, mientras Ortega siga en el poder, no hay manera de resolver los problemas políticos, económicos y sociales del país, ni en el presente, ni en el futuro.

Alentar esa expectativa es tan ingenuo, o peligroso, o irresponsable, como dormir con un alacrán en la cama y pretender despertar ileso.

 

 

 

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