Gente y SociedadHistoria

Gari Durán: La guerra que perdemos

No había pasado más de una hora cuando volvió del paseo.

– A mí no me hagáis volver a salir con ese.
– ¿Qué pasa, abuelo?
– Que es un rojo

“Ese” era un guardia civil retirado, vasco de origen, que se había hecho rico con el estraperlo en los años de la posguerra en Mallorca.
No hacía un año que mi abuela Mercedes había muerto en Tarragona y mi abuelo se vino a vivir a nuestra casa, por entonces en Barcelona. Y como a los niños, mis padres decidieron juntarlo con alguien de su edad, por eso de la compañía y de los recuerdos comunes.

No contaban con que los de mi abuelo y los de aquel señor no eran los mismos. Mi abuelo había combatido en el bando republicano, había pasado por un consejo de guerra y tras ser declarado inocente de cualquier delito de sangre, se había reincorporado al ejército. Cuatro años después, en la Nochevieja de 1944 y estando destinado en Tánger, se le expulsó del ejército sin más capital que su mujer y sus dos hijos, y sin honor.

Años antes, el 27 de septiembre de 1936, su padre había sido fusilado en una tapia del cementerio de Córdoba por los nacionales. No lo supo hasta que acabó la guerra.

Mi abuelo perdió la guerra y la perdió dos veces, pero sin embargo estaba llamando “rojo” a ese que había estado en el bando vencedor. A ojos del revisionismo o del revanchismo histórico podría parecer una paradoja, cuando no una muestra de senilidad. Pero no lo era. Había reconocido en él a uno de esos que siempre ganan las guerras, no importa en qué bando la empiecen o dónde la acaben. No volvió a pasear con él.

Porque es que en las guerras civiles –mucha más en la nuestra- ni antes ni después las cosas fueron tan simples como rojos y azules, vencedores y vencidos. Ni lo fueron los bandos ni lo fue el destino de unos u otros. Y eso lo sabían muy bien quienes habían luchado en ella.

Esos que fueron víctimas, antes, durante y después, sin importar de qué lado combatiesen. Esos que antes, durante y después tuvieron claro que los verdugos abundaron en los dos bandos. Esos que siempre fueron víctimas. Los que sabían por qué y cómo fue llegando la guerra aun antes de que se declarase. Los que no querían repetirla aunque esta vez fuese para ganarla. Los que sabían que también la victoria puede ser amarga. Esos, la mayoría.

Hace cuatro años volvimos con mi padre a Tarragona al entierro de su único hermano. Hacía mucho tiempo desde la última vez. Mientras andábamos por las calles del barrio antiguo hacia la catedral, hicimos una particular visita turística por su infancia.

– «Allí, en esa torre romana, estaba la cárcel. Desde casa se oían las ráfagas de disparos cuando había fusilamientos. Y por esa cuesta vi correr a milicianos detrás de un grupo de monjas. Como conejos corrían, pobrecillas»-.

Mi padre es un señor de derechas, porque le gusta el orden y porque siempre ha detestado alos comunistas (lo mismo que su padre).
No tiene nada malo que decir de Franco, de los falangistas si acaso, pero de Franco no. Eso parece que le convierte ahora en un criminal.

Sus privaciones y también sus logros, son parte de su vida y se niega a que vengan a decirle ahora con qué prisma tiene que mirarlos y mucho menos imponerle un rencor de víctima que precisamente su padre le enseñó a evitar.

Hoy mi padre escucha atónito a Carmen Calvo justificando la nueva Ley de Memoria Democrática y le asusta y le rebela lo que oye.

Hoy mi padre siente que su padre ha vuelto a perder la guerra.

 

 

 

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