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Arturo Pérez-Reverte: Ofendidos del mundo, uníos

Según el ministerio de Igualdad del Gobierno de España, mirar a una mujer de modo lascivo –propensión a los deleites carnales, según el diccionario de la Academia–, aunque no abra uno la boca, también es ejercer violencia contra ella. Por eso no suena extraño que 11.688.411 españolas mayores de 16 años, según la asombrosamente precisa cifra que maneja el citado ministerio, se hayan sentido víctimas de acoso sexual en algún momento. Una verdadera hecatombe (hecatombe significa matar cien bueyes; no dirán las ultrafeministas propensas a ofenderse que no lo pongo fácil). Y me atrevería a decir, incluso, que con esa cantidad de mujeres violentadas el ministerio de Igualdad se queda corto. Para mí que son muchas más. Que levante la mano la que alguna vez no se haya sentido mirada con lascivia. O más de una vez. A los varones, como es bien sabido, no los mira lascivamente nadie en absoluto. La lascivia es cosa de hombres.

Coincide el asunto con que estoy leyendo un libro interesante, El síndrome Woody Allen, escrito por Edu Galán, uno de mis más leales amigos –hay amigos que son una verdadera cruz, pero en este caso la cruz es llevadera–. Edu, que dispara a nuestras líneas de flotación ese salvaje torpedo que es la revista Mongolia, además de satírico y comunicador sin respeto por lo divino ni lo humano, es un fulano de alta formación, psicólogo y crítico cultural, partidario de la agitación inteligente. Dicho para no confundirnos, un tipo de izquierdas con sólida base intelectual, lúcido, crítico, comprometido y valiente, con el que se puede estar de acuerdo en unas cosas sí y en otras no; pero a quien no es posible confundir, nunca, con esa otra izquierda elemental y analfabeta, por desgracia la más visible, que se mueve a base de simplezas, tuiteos y lugares comunes en la vida política y las redes sociales de esta España tan pródiga en cantamañanas, idiotas y payasos.

En su libro sobre por qué Woody Allen ha pasado en diez años de ser admirado maestro cinematográfico a execrable apestado y artista prohibido, Edu plantea puntos dignos de reflexión sobre el infantilismo maniqueo, la fiebre neopuritana y políticamente correcta en que se sumen la democracia, la sociedad y la cultura occidentales, o lo que va quedando de ellas. Una de sus frases, citando a Daniele Giglioli, resume bien el asunto: «La víctima es el héroe de nuestro tiempo». Y añade: «No soporto la estupidez buenista, que es de una maldad incalculable. Las redes sociales nos han dado la posibilidad de delatar, reforzar la ortodoxia y ser aplaudidos por ello. La izquierda es paternalista e infantil. Yo querría una izquierda inteligente, culta, retadora, alejada de esta izquierda psicologicista y boba».

Es lo que Edu afirma, y tiene razón. Pero no se trata sólo de la izquierda. A falta de argumentos intelectuales serios, echando las redes en los caladeros de lo elemental y fácil, toda la sociedad occidental se sume en una simpleza sin precedentes en sus treinta siglos de memoria. Por muy complejo que sea, nada escapa a la aplicación de ortodoxias de nuevo cuño, propagadas como pandemias a través de las redes sociales: vida cotidiana, historia, arte, cultura. Todo debe ser contemplado ahora con la nueva óptica, y cuando escapa a ella es atacado, exterminado. No se tolera la libertad de pensamiento ni la expresión pública de ésta, convertida en crimen social. Se exige sumisión a un nuevo canon moral de un infantilismo y simpleza aterradores. Se habla de cordones sanitarios, de espacios seguros. Las universidades, antaño motor del pensamiento, se han convertido en sanedrines de corrección política donde se reemplaza la razón por la emoción y el debate por la ignorancia, con alumnos felices de cantar a coro y profesores acojonados o cómplices.

De ese modo, la represión contra los espíritus libres es implacable. Nunca se masacró a la disidencia con tanta saña ni con tantos medios. Si el mundo fue primero de los brutos, luego de los ricos y después de los rencorosos inteligentes, hoy pertenece a los ofendidos y a los grupos de presión que los controlan. Mostrarse ofendido es garantía de integración social. ¿Quién va a resistirse, cuando hace tanto frío fuera? Todavía queda, naturalmente, quien se ofende y quien no; pero para eso están las líneas rojas y los que se atribuyen autoridad para establecerlas. En realidad siempre hubo dictadores –obispos, ayatolás, espadones–, pero antes lo eran tras imponerse con las armas, la religión o el dinero. Ahora lo hacen con los votos de una sociedad que los aplaude y apoya. Pobre de quien se atreva a contradecirlos; a no ofenderse como es la nueva obligación. Tenemos, a fin de cuentas, los amos que deseamos tener: fanáticos y oportunistas respaldados por el pensamiento infantil de millones de imbéciles.

 

 

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