Las feroces críticas de Unamuno y Ortega y Gasset a esta «España idiota» que hemos olvidado
A comienzos de la Gran Guerra en julio de 1914, muchos políticos e intelectuales españoles criticaron al Gobierno y a la Monarquía por declarar neutral al país, produciéndose duros enfrentamientos con los que opinaban lo contrario. Ese debate elevó la tensión en los medios de comunicación a cotas muy altas, produciéndose, según lo calificó Pío Baroja, una «Guerra Civil de las palabras».
Lo dijo alto y claro. «Por desgracia, escribo desde un arrabal de Europa», escribía José Ortega y Gasset el 5 de agosto de 1914 en referencia a España. En su artículo, el filósofo madrileño comparaba la reacción de otros «valientes» países de Europa que habían decidido mandar a sus soldados a la Primera Guerra Mundial y morir por unos ideales, a diferencia de nosotros, que con nuestra neutralidad tan solo demostrábamos ser un país que «no daba señales de vida» y vivía sumido en una modorra «muy próxima a la idiotez».
Y no estaba solo, no se crean. Había otras muchas personalidades y millones de ciudadanos que se oposicionaban en contra de la neutralidad y defendían con mucho ímpetu que participásemos en aquel conflicto que se había iniciado poco antes con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo. El mismo Ortega y Gasset llegó a fundar, incluso, una revista, a la que llamó directamente «España», con el objetivo de defender su tesis y apoyar a los aliados, con la convicción de que, «de la guerra saldrá otra Europa, y es forzoso intentar que salga otra España».
El asunto había quedado zanjado tan solo once días después de que estallara la Primera Guerra Mundial, cuando el Gobierno de Eduardo Dato publicó el siguiente comunicado en la «Gaceta de Madrid», que hacía las veces de actual Boletín Oficial del Estado: «Declarada, por desgracia, la guerra entre Alemania, por un lado, y Rusia, Francia y el Reino Unido, por otro, y existiendo el estado de guerra en Austria-Hungría y Bélgica, el Gobierno de Su Majestad se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles».
Penas por incumplir la neutralidad
Y advertía después: «Los españoles residentes en España y el extranjero que ejerzan cualquier acto hostil contrario a la neutralidad perderán el derecho a la protección del Gobierno y sufrirán las consecuencias de las medidas que adopten los beligerantes, sin perjuicio de las penas en que incurran con arreglo a las leyes de España. Y serán igualmente castigados, conforme al artículo 150 del Código Penal, los agentes nacionales o extranjeros que promuevan en territorio español el reclutamiento de soldados para cualquiera de los ejércitos beligerantes».
Revista «España» de Ortega y Gasset – BNE
El Rey Alfonso XIII y el presidente del Gobierno, Eduardo Dato, estaban convencidos de que España no estaba en condiciones de participar en la Gran Guerra, pero una parte del país no parecía estar de acuerdo ni quería ser neutral en el conflicto que acabó con la vida de entre 10 y 31 millones de personas. A pesar de ello, muchos intelectuales, políticos y otros ciudadanos querían ser protagonistas de aquel importante episodio de la historia mundial. Y lo defendían como si ellos mismos fueran a coger el fusil voluntariamente para irse a las trincheras del Somme. No les importaban las consecuencias humanas y económicas de la tragedia, sino todo lo contrario, estaban convencidos de que saldríamos fortalecidos de entre los escombros del viejo continente.
Los periódicos fueron testigos de este tenso debate entre los partidarios de uno y otro bando. «Desde que comenzó la guerra, el pueblo español, como la mayoría de los pueblos neutrales, está en plena guerra civil», llegó a escribir Pío Baroja en ABC en diciembre de 1916. Algo que ya se había constatado con el primer editorial de «Iberia», que en 1915 aseguró: «La “Gaceta de Madrid” podrá proclamar la neutralidad en esta lucha, pero no puede permanecer en silencio lo que está por encima de ella: la inteligencia. El Estado será neutral, pero nosotros no. En este momento único de la vida, supremo, se podrá permanecer en silencio en el Tíbet, pero no en Cataluña».
De Valle Inclán a Unamuno
Fue en esta última revista barcelonesa donde el escritor Ramón Pérez de Ayala publicó su «Manifiesto de Adhesión a las Naciones Aliadas». Fue firmado en el verano de 1915 por intelectuales de la talla de Valle Inclán, Gregorio Marañón, Azorín, Unamuno, Menéndez Pidal, Manuel de Falla y el mismo Ortega y Gasset, entre otros más de sesenta escritores, pintores, catedráticos, compositores y escultores. «No está bien que, en esta coyuntura máxima de la historia del mundo, la historia de España se desarticule del curso de los tiempos, quedando de lado, a modo de roca estéril, e insensible a las inquietudes del porvenir y a los dictados de la razón y de la ética», defendía el documento.
La razón por la que Alfonso XIII y Eduardo Dato habían decidido que España fuera neutral fue la debilidad del país y su escasa capacidad bélica en aquel momento. No les faltaba razón, a pesar de tener en contra a una parte importante de la élite cultural española. En los primeros años del siglo XX, el país se encontraba inmerso en una de las mayores crisis de su historia. La fractura social y política era evidente, así como las heridas del desastre del 98 y la pérdida de las últimas colonias de ultramar. Y no hay que olvidar los recientes acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona y la guerra que librábamos en Marruecos.
Aún así, en algunos de los artículos que Ortega y Gasset publicó en «España» entre enero y marzo de 1915, el filósofo comparaba a nuestro país con Italia, convencido de que este, tras un largo periodo de atraso y ruina, era «un pueblo fuerte y edificado que interviene en el gobierno del mundo». Una conclusión a la que llegaba por el simple hecho de que había participado en la «guerra definitiva», como la definía.
Las dos España de la Gran Guerra
El célebre filósofo creía fervientemente en la idea de que la guerra nos haría más fuertes, y de ahí surgían las feroces críticas que dedicó al país, a sus gobernantes y al estado de ánimo de sus ciudadanos. Si no moríamos por Europa, estábamos perdiendo la oportunidad de reaccionar, salir de la crisis y regenerarnos. Un punto de vista que ya había puesto sobre la mesa en su revista, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial: «Nosotros no podemos mirar a los últimos 60 años de nuestra vida sin sonrojo y sin ira. Los directores de nuestra patria han hecho de ella lo contrario de lo que hicieron con la suya los directores de la raza italiana: estos han hecho a Italia, los nuestros han deshecho a España».
En los siguientes meses se dedicó a cargar contra el presidente Dato, con cuyo Gobierno «el corazón del país llegó a dar el menor número de latidos por minuto». Un aletargamiento y una pasividad que para nuestro protagonista eran sinónimo de incapacidad, tal y como opinaban también políticos como Melquíades Álvarez, presidente del Congreso de los Diputados durante la Restauración borbónica. También el conde de Romanones, líder del partido liberal, que llegó a suceder a Dato como presidente del Consejo de Ministros a finales de 1915 y que publicó su célebre artículo «Neutralidades que matan» en el «Diario Universal»: «La neutralidad expresa no ser de uno ni de otro. Grave falacia. Si triunfa Alemania, ¿se mostrará agradecido a nuestra neutralidad? Seguramente no. Y si por el contrario fuese vencida Alemania, los vencedores nada tendrán que agradecernos, ya que en la hora suprema no tuvimos para ellos ni una palabra de consuelo», explicaba, escondido bajo una enigmática equis como firma.
En contra de la revista de Ortega y Gasset, surgieron otras publicaciones como la revista «Germania», que defendían la entrada en la guerra en apoyo de los alemanes. Mientras que los que defendían la neutralidad de España eran realmente una minoría y, además, siempre se los acusó de estar sirviendo a los intereses de estos de manera encubierta. Uno de estos escasos ejemplos es Eugenio d’Ors, para quien la Primera Guerra Mundial era simplemente una guerra civil entre europeos.
Finalmente, Europa quedó cubierta de sangre y sembrada de ruinas y cementerios. Manuel Azaña aseguró poco antes de finalizar la guerra que España había sido «neutral forzosamente, por nuestra indefensión, nuestra carencia absoluta de medios militares capaces de medirse con los ejércitos europeos». Pero el país se dividió igualmente entre «aliadófilos» y «germanófilos», en referencia a los partidarios de entrar en conflicto de uno u otro bando. A esta batalla se la conoció como «La guerra civil de las palabras», en un ejecicio estéril porque nunca nadie sufrió las trágicas consecuencias de una guerra real gracias a esa España «idiota».