Democracia y Política

Nunca alguien ha visto reír a un chino

 

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Nunca alguien ha visto reír a un chino. Recuerdo que era la oración con la que comenzaba una novelita de “pulp fiction”, de esas policiales y detectivescas de moda hace más de medio siglo. Las leía mi hermano Rafael, quien luego las dejaba por ahí, y yo me las apropiaba para su correspondiente lectura que, reconozcamos, era más pulp que fiction.

Lamentablemente no recuerdo el nombre de la novela, y menos su autor. No era seguramente uno de mis favoritos del género policial para la época, como Ellery Queen, o Erle Stanley Gardner (padre del siempre invicto abogado, simpático porque no parecía abogado –era más zorro que tiburón- Perry Mason).

Tales libros, que hace bastante tiempo deben haberse convertido en auténtica pulpa, ya lucían viejos al comprarlos, imagínense. Tan baratos que eran y no ofrecían una novela, sino dos. Uno comenzaba la que prefiriera, y al terminarla, más o menos por la mitad del libro, se tropezaba con el final de la segunda, con una característica muy particular: las hojas estaban volteadas. O sea que para comenzar la segunda, usted se iba a lo que sería la contratapa de un libro normal –que era en realidad otra tapa-, la volteaba, y voilá, a darle con la otra historia.

Pues bien, recordé la frase sobre los chinos y la risa en estos días cuando fui al restaurant chino de Los Palos Grandes a pedir, como es costumbre regular, comida para llevar. Uno de mis platos favoritos es tallarines con jengibre y cebollín (al momento de escribir estas líneas, a Bs. 700 que, según se use uno de los diversos cambios oficiales o no de la muy apaleada y devaluada moneda criolla, al día de hoy pueden ser calculados en billete verde a $1,02, $3,51, $54, o $111). Hace varios meses descubrí que si uno le decía a la chica que toma el pedido -claramente importada de China, con un español que debe haber aprendido en un curso especial de español caribeño para trabajadores de restaurantes chinos (cosa que afirmo no sólo por el uso de ciertas palabras típicas de la región antillana, o su exclusivo dominio del lenguaje culinario, sino por su muy desenfadada capacidad para tutear a los clientes)- que le agregasen al pedido pollo, la chica lo anotaba disciplinadamente, y ¡sorpresa! el precio no variaba. La primera vez que hice esa comanda, me esperaba un pequeño aumento en el precio, el cual estaba dispuesto a cubrir, gracias a los aires laissez faireanos que caracterizan mi visión de los asuntos económicos, ya que si de consensos hablamos, uno de mis favoritos es el de Washington. Pues no, el plato costaba lo mismo con pollo o sin pollo (aunque, gracias a Maduro, el precio subiera y subiera sin parar). Una y otra vez, y así por varios meses.

Hasta que, como decía, regresé recientemente al chino a pedir el plato y se generó un cierto desencuentro comunicacional. Y era que habían cambiado a la chica de la caja, la que toma los pedidos. De entrada, fui optimista y pensé que la muchacha anterior había sido ascendida debido a sus méritos, cualesquiera sean las formas en que se practique la meritocracia en un restaurant chino ubicado en territorios de ultramar.

En todo caso, la nueva chinita de la caja empieza a tomarme el pedido y cuando llego al asunto del pollo adicional, se queda pensativa. Mira entonces la carta, exactamente donde está el plato “tallarines con jengibre y cebollín”. Comienza a anotar con los típicos palitos, jeroglíficos y muñequitos chinos. Luego se detiene. Empieza a hablar –en chino, obviamente- con una chica cercana, la cual a su vez llama a un mesonero también coterráneo, el cual ladra, más que pronuncia, expresiones incomprensibles a la chica primera, que mostraba una sonrisa crecientemente débil y muy forzada, como la de una acusada de asesinato contestando la primera pregunta embarazosa del fiscal. El intercambio entre ellos dura lo suficiente como para que yo –inmenso error- intente salvar el impasse diciéndole a la chica: “mire, usted comenzó a escribir la orden bien, con una casita, parecida por cierto a las casitas japonesas.” Grave error. Primero, porque yo de urbanismo y arquitectura sé casi lo mismo que de escritura en cualquiera de las diversas lenguas asiáticas y no sólo asiáticas; segundo, porque olvidaba que el rollo histórico de los chinos con los japoneses es de coger palco, y tercero, porque obviamente me la quise dar de gracioso, y resulta que, como decíamos arriba, “nadie ha visto reír a un chino.” Los tres chinos me miraron con ojos de culebra brava, por decir algo obvio. (Al final me fui a casa con el plato –sin el pollo-).

Luego de estos acontecimientos que acabo de narrar he llegado a pensar que quizá la primera chica no había sido ascendida sino disciplinada, que había caído víctima de una suerte de revolución cultural postmoderna, incluso sometida a un auto de fe a la cantonesa porque la descubrieron añadiendo pollos gratis a los diversos platos de la carta. Y si es así, la cosa no es de risa.

¿Usted ha visto reírse a un chino, amigo lector? No digo simplemente sonreír, digo reírse de a de veras, como el Falstaff shakesperiano, o como debe ser la risa de Papa Noel cuando al tipo le da por allí; como es la risa demagógica de un bebé cuando algún adulto le hace carantoñas.

 Vayamos más allá: reconozcamos que los chistes de chinos no son tan populares o abundantes como los chistes de gallegos, o de argentinos, pero supongo alguno habrá; pero ¿conoce usted algún chiste no sobre, sino de chinos? Es más: ¿existirá un humor chino, como existe, para recordar un modelo muy reconocible, el humor británico? ¿Un humor que contado a un extranjero se entienda? Por ejemplo: un equivalente mandarín, cantonés o sechuán al intercambio de Lady Astor y Winston Churchill, en un cóctel, donde la dama, que odiaba a su famoso compañero de partido, le lanza esta ponzoña: “Winston, si yo fuera tu esposa, te pondría veneno en el té.” Y la correspondiente réplica del estadista: “y si yo fuera tu marido me tomaría el té con mucho gusto.” 

 

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Para finalizar: ¿Usted ha visto, querido lector, algún video, alguna foto, de Mao, Den Xiao Ping, o cualquiera de sus múltiples millones de compatriotas riéndose a carcajadas? Sospecho que normalmente lo más lejos que llegan es a cerrar sus ojos (de por sí pequeños) y mostrar los dientes (a veces conejilmente grandes, ver foto de arriba), y ya está. Amigo lector, no busque más: los chinos no se ríen, y si se ríen, lo harán de zopencos como el actual ocupante del palacio de Miraflores, Nicolás Maduro, objeto de risa mundial que seguro hasta logra que los chinos se rían.

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