Borges “noir”
Tal vez el de Jorge Luis Borges sea el único caso en que el género policial se trasciende a sí mismo y a la vez trasciende a su propio autor. Sin olvidarnos de que se trata de uno de los más grandes poetas de la lengua, de un clásico; vale decir, de un autor al que —parafraseándole— generaciones de hombres leerán con devoción “como si todo en él fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones infinitas”.
Cultor eximio del policial clásico —para él el genuino, el que se afirma en la inteligencia pura, en la omnipotencia del pensamiento, en la lógica imbatible del desciframiento del enigma: el anglosajón—, su llegada al género es un fascinante periplo que obligaría a algunas consideraciones previas.
En principio, Borges es Borges. Y, como ha escrito Ricardo Piglia, borgiano insigne, al practicar este tipo de ficción y difundirlo con notable eficacia, no hizo más que manejar un tipo de intriga que —aunque a veces parezca inaudito— vive en el centro de una poética propia, que comienza a construirse a escasísimos años de haber nacido como niño prodigio.
Un niño asombrado, un niño absorto
Como se sabe, Borges nació en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899. Criado dentro de una campana de cristal —la babélica biblioteca de su padre—, jamás recordó una época en que no supiera leer y escribir. A los seis años comenzó a tomar sus primeras lecciones con una institutriz británica. A los siete escribió su primer relato, La visera fatal, imitando páginas del Quijote.
Con una precocidad nada habitual en el mundo de las letras (al contrario de lo que suele ocurrir en el ámbito de la música), la fama le llegó muy tardíamente. Con más de 60 años de edad. Y estamos hablando de un chamín que a los siete bosquejó un breve ensayo sobre mitología griega en inglés y, a los once, tradujo del mismo idioma El príncipe feliz de Oscar Wilde y publicó en El País con la firma de Jorge Borges.
Un muchacho que a los nueve inició su educación formal en una escuela pública del barrio de Palermo, por aquella época un barrio marginal de inmigrantes y cuchilleros. Y el bullying fue tan brutal contra aquel sabelotodo, tartamudo y cuatro ojos —que vestía como niño rico y no se interesaba por los deportes—, que para enfrentar aquellos desafíos y no llamar la atención, hubo de enfocarse en su inmensa capacidad natural de asimilar y absorber conocimientos, aprender el lunfardo y varias otras estrategias vitales más, para sobrevivir al acoso, ya que su verdadero mundo era la biblioteca de su casa, de su padre, una habitación grande de techos altos, con estanterías protegidas por varios miles de volúmenes.
“Ahí, por obra de la voz de mi padre —dijo alguna vez—, me fue revelada esa cosa misteriosa, la poesía; ahí me fueron revelados los mapas, las ilustraciones, más preciosas entonces para mí que las letras de molde”.
En ese gabinete mágico conoció a Grimm, a Lewis Carroll, al Mark Twain de Huckleberry Finn, a Wells, al Stevenson de La isla del tesoro, a Poe y a Dickens. Y a los ocho años, la traducción inglesa de Don Quijote de la Mancha, que devoró en pocos días.
Lo mismo con Las mil y una noches, libro peligroso, que leía a escondidas en la azotea, porque le estaba prohibido. Y donde empieza a escribir. “Es como si todavía la estuviera viendo… recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers’s Encyclopedia y de la Britannica”.
Cuando cumplió quince años, su padre, Jorge Guillermo Borges, escritor, traductor y profesor de psicología, un hombre culto, lo deslumbró con la revelación de la metafísica y las letras. Y como quiso ser escritor, proyectó su sueño irrealizado en “Georgie”, que así le llamaban en casa. Un hombre singular Jorge Guillermo, quien debido a la misma ceguera progresiva que décadas más tarde afectaría también a su hijo, se vio obligado a jubilarse. Y así, por azar, buscando someterse a un tratamiento oftalmológico de punta, se llevó la familia a Europa y, para refugiarse de la Primera Guerra Mundial, se instaló en Ginebra, donde el joven Borges y su hermana Norah estudiarían francés y cursarían el bachillerato en el College de Genève fundado por Calvino, en un ambiente de inspiración protestante, completamente distinto a la escuela de Palermo. Ahora sus compañeros, extranjeros como él, apreciaban sus conocimientos e inteligencia y no se burlaban de su tartamudeo.
Y ahí, relax, nuestro genio —porque Borges fue un genio— leyó a los prosistas del realismo francés y a los poetas expresionistas y simbolistas, especialmente a Rimbaud. Descubrió a Schopenhauer, Nietzsche, Carlyle y Chesterton. Y con la sola ayuda de un diccionario aprendió por sí mismo el alemán y escribió sus primeros versos en francés.
En 1921 regresa a la Argentina, donde empezaría a publicar sus poemas y sus ensayos en revistas literarias surrealistas. Será nombrado en 1955 director de la Biblioteca Nacional y profesor de literatura de la Universidad de Buenos Aires y, a los 55 años de vida, pierde definitivamente la vista, como su padre.
Entre las brumas del B.Q. Chicken Bar
Le conocimos una madrugada en el B.Q. Chicken Bar de Sabana Grande. ¿O fue en el “Callejón de la puñalada”, en el Paprika, en Al Vecchio Mulino o en el Tic Tac? Lo asociamos a la tristeza, el frío y a la sacudida encantatoria de leer por primera vez aquella frase: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”, desconcertados ante la imposible y provocadora adjetivación con que se iniciaban Las ruinas circulares, encontrado al abrir al azar el librito que nos acaba de pasar el poeta Freddy Salvador Hernández, cuyo título El jardín de senderos que se bifurcan es el homónimo del último relato que buscamos entusiasmados y devoramos en medio de la feroz algarabía, con el recital al fondo:
Je suis le ténébreux, – le veuf, – l’inconsolé,
Le prince d’Aquitaine à la tour abolie
Ma seule étoile est morte, – et mon luth constell
Porte le soleil noir de la Mélancolie,
Que seguro declama enardecido Alfonso Montilla o Caupolicán Ovalles, y es el himno de todas las noches de Nerval y disparador de burbujas maravillosas y de la eterna consagración y fiesta a Ramos Sucre, Darío, Cadenas y Gerbasi. O al mismo poeta de Luna de enfrente y Cuaderno San Martin que recuerdo ahora al pasar las páginas velozmente y volver al prólogo de J.L.B., que me dice bajo la luz del bar: “Las siete piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima —El jardín de senderos que se bifurcan— es policial; y sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo”.
Y el párrafo queda suspendido en la memoria para la eternidad, al descubrir que no estábamos solos, aislados como creíamos en el amor a ese “patito feo” de las letras. El policial. El propio Borges lo consumía (o le consumía) dándole carta de honestidad intelectual.
Desde luego, de inmediato me toparía con el deslumbrante y canónico relato del Borges policial, La muerte y la brújula, en el mismo libro, que décadas después celebraría con tal vez el mejor amigo “borgeano” conocido, Ricardo Piglia, para quien este relato constituye el Ulises del relato policial.
(y digo “amigo” al igual que al referirme a Borges, quien alguna vez al aludir a Stevenson lo describió como “uno de esos amigos que me dio la literatura”, y por los que se siente algo que —como dice otro amigo inolvidable— no puede ser descrito sencillamente como admiración o interés, sino que merece ser llamado amistad).
De Quincey y el “efecto” Piranesi
Según Baudelaire, Thomas de Quincey fue una de las mentes más brillantes de Inglaterra. Y Del asesinato considerado como una de las bellas artes —después de su famosísimo libro de memorias, Confesiones de un inglés comedor de opio (1821)—, impactó de forma definitiva a Borges. Uno de los escritores más excéntricos e inclasificables de toda Inglaterra —y probablemente el opiómano más célebre de todos los tiempos—, Thomas De Quincey era considerado por Borges como el autor de “una de las mejores prosas en lengua inglesa de todos los tiempos”. Un mentor.
Quizá sea De Quincey lo que explique en sus cuentos el uso de ese poder “para hundirse en su propio abismo infinito, no vaciándose sino quedando atrapado en alguna forma de pensamiento o experiencia mental que se repite para siempre”. Y el “efecto Piranesi”—expresión acunada por Hillis Miller para designar el modo de funcionamiento de la mente dequinceana.
En cuyo caso, no es la victoria lo que espera al corredor, sino hundirse en ilimitadas profundidades. “El límite superior de cada escalera pende sobre el vacío y, si Piranesi fuera a alcanzar el tope alguna vez, un ascenso infinito sería seguido por una infinita caída”. Escena que, como dice De Quincey, “es una exacta representación de las repeticiones de sus sueños del opio”.
Y es de este esquema que pasaría al policial de Poe, dotándolo de una dignidad esencial.
Edgar Allan Poe y Borges
Borges siempre se referirá a “ese juguete riguroso que nos ha legado Edgar Allan Poe”, obligándole a interrogarse si existían o no los géneros literarios, para enseguida afirmar —citando a Croce—, que preguntar si un libro es una novela, una alegoría o un tratado de estética tiene, más o menos, el mismo valor que decir que tiene las tapas amarillas y que podemos encontrarlo en el tercer anaquel a la izquierda.
Observando personalmente que los géneros literarios dependían, quizá, menos de los textos, que del modo en que estos son leídos. Junto al añadido de que el hecho estético requiere la conjunción del lector y del texto. Sólo entonces existe.
“Poe se creía poeta, solo poeta —escribió Borges—, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales son su inmortalidad”. Esos cuentos de Poe le clarificarán un sorprendente espacio en que sus pasiones filosófico-metafísicas, se fundirán con la ficción, para producir en él, finalmente, un vivísimo goce intelectual.
Y un terror mutuo por los espejos.
Tal vez esta seducción por Poe y por el género, se debió a la misma fascinación de Borges por ese misterio —llamémoslo metafísico o policial— que afecta nuestra sensibilidad y nuestra razón. Y que aparece como un horrible desafío para que sigamos luego sin cansancio la pesquisa, ya sea del filósofo, o del detective.
Pero, ¿por qué esta seducción de Borges por Poe y más exactamente por el género? En un inestimable estudio, la investigadora y ensayista María Elena Arenas Cruz no encuentra esto sorprendente, si consideramos como Umberto Eco que “el patrón que rige las ficciones policiales es el más metafísico y filosófico de los modelos de intriga”. Borges, como sabemos, devoraba todo tipo de tratado de filosofía y teología. Y en el fondo —como sigue Eco—, la pregunta fundamental de la filosofía coincide con la de la novela policíaca: ¿Quién es el culpable?
Para saberlo (para creer que se sabe), hay que conjeturar —palabra muy de Borges— que todos los hechos tienen una lógica, la lógica que les ha impuesto el culpable. Y toda historia de investigación y conjetura nos cuenta algo con lo que vivimos desde siempre. Por lo que —sigue Eco—, “tanto la narración filosófica como el relato policial buscan descubrir la coherencia interna de unos hechos aparentemente inconexos, con la finalidad última de alcanzar, mediante deducciones, una Verdad que dé sentido definitivo al misterio y al relato en su totalidad”.
Y aquí Poe se encontrará en Borges con De Quincey.
Combinando esa encantatoria mezcla de la parodia, la traducción y los sueños con la crítica literaria, de estirpe dequinceana —“incluso los sonidos articulados o brutales del globo deben de ser otros tantos lenguajes y cifras cuya correspondiente clave se encuentra en alguna parte, que tienen su gramática y su sintaxis; de manera que los asuntos menores del universo deben ser espejos de los mayores”—, con los trazos enigmáticos del policial “puro” de Poe y el juego con las metáforas filosófico-metafísicas, aprendido en la biblioteca de su padre, conformará finalmente sus irrefutables objetos verbales que constituirán un hito en el desarrollo del policial en Hispanoamérica, y que Rodolfo Walsh precisa —en su prólogo a Diez cuentos policiales argentinos (1953)—, haciéndolo coincidir con la aparición de Seis problemas para don Isidro Parodi, el célebre conjunto de relatos policiales que escribirán a cuatro manos Borges y Bioy Casares, con lo que crearán literalmente un tercer escritor que algunos bautizarán bromeando “Biorges”, y ellos “H. Bustos Domecq”.
Y que tendrá un antecedente más lejano en el oscuro relato escrito por Borges, publicado en 1927, en la revista Martin Fierro, Leyenda Policial.
Es interesante referir la respuesta a una encuesta de 1961 que dan Borges y Bioy aludiendo a los escrúpulos de cierta crítica con respecto a este tipo de ficción: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde, solamente porque le falta el prestigio del tedio. Paradójicamente, sus detractores más implacables suelen ser aquellas personas que más se deleitan en su lectura. Ello se debe, quizá, a un inconfesado juicio puritano: considerar que un acto puramente agradable no puede ser meritorio”.
Del crimen como una de las bellas artes
A mitad de camino entre demasiadas circunstancias acechantes —como nos ocurre con el John Banville de El Mar y El libro de las pruebas, quien se desdobla en Benjamin Black para escribir una de las mejores zagas negras de hoy, la del entrañable médico forense Quirke, ambientada en el Dublín de los 50—, Borges es una rara avis de las letras, en el que la forma del relato policial alcanza a su cenit y se desintegra.
Cultivador de formas breves como el relato corto y el poema, especie de nihilista cosmopolita, Borges administra literariamente una dosis de frío y oscuridad. De un horror escondido, recóndito, tras sus policiales de cristal. “Hay en su mueca algo del espanto de quien ha visto profundidades”, dice de él el filósofo y astrofísico Juan Arnau Navarro. El eterno retorno de ruinas circulares, la nadería de la personalidad, copia de una copia (que diría Plotino).
“Es el ciego que ha visto y por eso teme a los espejos. Pero no se arranca los ojos para pensar. Como el matemático, sabe que la apariencia es verdadera. En su actitud hay algo de filosófico, aunque, claro está, él lo niega. Él es un simple amante de los libros, de las mitologías nórdicas —continua Arnau—, de ciertos ensueños acaecidos en Babilonia o en el Ganges. Como un tahúr, baraja relatos de épocas y lugares lejanos, inclinado sobre el escritorio de un arrabal de Buenos Aires”.
“Creador de unos relatos imposibles e inasequibles a cualquier intento de clasificación genérica (genética) y de una significativa densidad y belleza deslumbrante”.
Ya en la reseña de la primera aparición de El jardín de los senderos que se bifurcan, Bioy insinuaba la cercanía entre el ensayo frío y la narrativa como característica esencial de su autor: “Borges, como los filósofos de Tlön, ha descubierto las posibilidades literarias de la metafísica”.
A mitad de camino entre lo fantástico y lo real, sus cuentos cortos (género considerado por él esencial) configuran unos organismos híbridos extravagantes y perfectos.
El pasado 2 de septiembre en el Hay Festival de Querétaro, un encandilado Mario Vargas Llosa le dedicaba loas como el escritor que lo deslumbró desde que lo leyó por primera vez. Pues se trata, decía, sin escatimar atributos, de un autor “extraordinario, original y fascinante” que causó una revolución sin precedentes en el español al crear una obra refinada gracias a su conocimiento de la literatura universal. “Fue un shock para mí encontrarlo”, admite el Nobel de Literatura.
Una conmoción similar a la que otros experimentan al descubrir que, entre las esencias disparadoras de este universo formidable, para ese “patito feo de las letras”, la ficción policial, ocupaba un sitio determinante.
De El jardín de los senderos que se bifurcan a los Seis problemas para Don Isidro Parodi”
Llama la atención que Borges en 1944 en su prólogo de Ficciones aclarara que de todos los cuentos El jardín de los senderos que se bifurcan era el “policial”, cuando quizás de alguna u otra manera todos lo son. No obstante, aceptemos que con este relato se inicie lo “policíaco” en él que, como hemos visto, informa toda su desconcertante producción. Porque además se trata de uno de los cuentos más bellos. En él conoceremos la insensata declaración de un tal doctor Yu Tsun, que acaba de colgar el teléfono en el que la voz del capitán británico Richard Madden, desde el departamento del espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg, le anuncia que Runeberg había sido arrestado o asesinado y que antes de que declinara el sol, ese día, él correrá la misma suerte.
Procediendo el protagonista según el principio de que “el ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”, prevé, arguye y se interna en la búsqueda de la casa del enigmático doctor Stephen Albert y su recóndito jardín y tomar un camino a la izquierda, so pena de perderse y, en cada encrucijada, volver a doblar hacia la izquierda, dentro de un laberinto de laberintos —el jardín de su antepasado Hsi P’êng—, por un camino que se bifurca hasta el infinito.
Pero es en La muerte y la brújula, donde Borges introduce al detective Erik Lönnrot, “un razonador puro, un Augusto Dupin” según el narrador, en una innominada Buenos Aires, donde se comete una serie de crímenes en puntos cardinales distintos, y en los que el asesino ha dejado inscripciones que ligan cada crimen a con cada una de las letras de un nombre.
Ahí veremos cómo los tres elementos prioritarios —la historia del asesinato de Yarmollinsky, la de la indagación de Erik Lönnrot, junto al culpable Red Scharlach, el dandy—, se entrecruzan y se establece entre el detective y el asesino una especie de enfrentamiento intelectual como en una competencia de ajedrez, buscándose que la construcción del relato de misterio se articule como la más pura geometría.
Sin embargo, alguna vez Borges lo encontró incompleto: “Ese es un lindo cuento policial. Pero yo tengo que reescribir ese cuento. Para que se entienda que el “detective” ya sabe que la muerte lo espera, al fin. No sé si he recalcado eso. Pero si no, queda como un tonto el detective. Sería mejor que él ya supiera todo eso, ya que el otro es él, ya que el que lo mata es él. Discurren del mismo modo, piensan igual”.
Relatos que, en fin, devuelven al vértigo lógico del policial, pero para reinventarlo y convertirlo en fantástica parodia, dándole dos vueltas de campana a su lectura, plegándose, como el poeta de El Cuervo a la razón, aunque como en él se imponga a veces el “brillante abandono del genio”.
“Todo lo que el hombre de genio demanda para exaltarse es materia espiritual en movimiento”, dirá Poe. No le interesa hacia dónde tiende el movimiento —sea a favor o en contra—, y la materia en sí carece por completo de importancia.
Idea en la que anidan los relatos de Borges. Sobre todo, en su convicción de que ningún detalle de su creación debía asignarse al azar o a una intuición, sino que —como en Poe— debe desenvolverse paso a paso “con la precisión y el rigor lógico de un problema matemático”.
En los celebérrimos Seis problemas para don Isidro Parodi —escritos a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares—, Borges conspira contra la ineludible rigidez del género. Conoció a Bioy hacia 1940 en casa de sus amigas Victoria y Silvina Ocampo. Tenía 40 años y Bioy unos veinticinco. La distancia generacional no importó y la simpatía preexistió al trato personal hasta el fin de la vida de ambos. Y cuando Bioy publica en 1955 su primera novela La invención de Morel, Borges la prologa y la considera un “objeto artificial”, y un libro portentoso que al mismo tiempo que resulta una ficción científica, policíaca o fantástica, será sobre todo amorosa.
Ya es leyenda lo que ambos imaginaban al unirse para escribir los Seis problemas para don Isidro Parodi. “Nosotros pensamos —explicaba Borges en Sevilla—, Adolfo Bioy y yo, que el detective tiene que ser ante todo un intelectual en las ficciones, y elegimos ese nombre, Parodi. ¡Qué raro! No pensamos en parodia, ni en paródico; pensamos en un apellido italiano, y vacilamos entre Molinari y Parodi, y luego Parodi quedó”.
Querían que fuera intelectual, es decir, que no fuese el violento personaje de los policiales americanos en que se confundían los detectives con los criminales. No, querían alguien que simplemente meditara. Y qué mejor lugar para meditar los problemas que una cárcel; el sitio desde donde este pintoresco detective resuelve los problemas.
Porque el policial es en Borges una “operación de la mente, no del espíritu”. El espacio de la “imaginación razonada”. Que es lo que encontraremos en este Isidro Parodi “cuarentón, sentencioso, obeso, con cabeza afeitada y ojos singularmente sabios” que reside en su celda 273 de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires.
Y entre los dos autores —Borges y Bioy—engendrarían un tercero, Honorio Bustos Domecq. “Bustos —explicará Borges—, por parientes míos cordobeses; Domecq, por parientes suyos del sur de Francia”. Posteriormente publicarían con el mismo seudónimo Un modelo para la muerte (1946), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).
Con los que se cierra el ciclo que Borges había iniciado aquel incierto día de su precoz infancia tras leer su primera línea, o internalizar su primera imagen. O aquella primera idea del desmesurado cosmos del que se abstrae. Y dispara en su mente ese número de combinaciones laberínticas e infinitas que tanto le embelesan.
Diremos sumariamente que, así como Dashiell Hammett (Chandler dixit) “arrancó el asesinato de su vaso veneciano y lo arrojó a la calle”, glosando a nuestra inestimable Cristina Parodi, “Borges lanzó un género literario modesto y periférico al rango de la literatura noble, con las virtudes propias del clasicismo”.
Constituyó un prototipo del relato criminal como juego de la mente, como explícita ficción formal (despojada de elementos psicológicos y de excesivas concesiones al efecto de realidad). Desplazó el punto de mira de las tramas colocándolo en la creación de un nuevo lector, el cual suspende la credulidad y acepta el texto como un desafío intelectual. Desplazó, así mismo, la trama del enigma, de lo anecdóticamente policial, a las variadas conjeturas de la metafísica.
Y ya cerrado este recorrido, de la obra de Borges se puede decir lo que él dijo de Bioy en su prólogo a La invención de Morel: “He discutido con su autor —nosotros no lo hemos hecho, no hemos discutido nada, por Dios—; la he releído —sí, eso sí lo hemos hecho ¿toda la vida?—; y no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.
Como la esfera de Pascal.
O el escalofrío.
Ese estremecimiento esencial que sólo Borges nos ha provocado y del que es un ejemplo el párrafo final de su There are more things: “Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”.