Un país dividido y herido
Cuando los ciudadanos tienen que acudir a los tribunales para que los jueces determinen quién ha ganado realmente las elecciones, la democracia queda desnaturalizada
En un país tan profundamente dividido como Estados Unidos hay que valorar en su justa medida que el proceso electoral se haya desarrollado en las mejores condiciones de normalidad y ausencia de cualquier incidente destacable. A pesar de ciertos síntomas inquietantes -subrayados por los propios norteamericanos, como las carreras por la compra de armas-, la jornada electoral tuvo lugar dentro de los márgenes de la ley y la tradición estadounidenses. Por ello es doblemente injustificable que el presidente Donald Trump, desde su oficina de la Casa Blanca, invocara el espectro de un fraude al mismo tiempo que se proclamaba vencedor indiscutible antes de que hubiera finalizado el recuento, un gesto que no se corresponde con la reputación de un país que ha hecho de la expansión de la democracia y el respeto al Estado de Derecho una de sus señas de identidad. Todos y cada uno de los votos tienen el mismo valor, e incluso cuando las tendencias puedan parecer indiscutibles, constituye una falta de respeto hacia los electores menospreciar o ningunear el recuento hasta llegar a la más modesta de las urnas.
Otra cuestión es que Estados Unidos conserve un sistema electoral basado en las tradiciones de un modo de vida rural que desapareció hace mucho tiempo y en la autonomía discrecional de los estados, lo que se traduce en la persistencia de unos usos que a estas alturas resultan anacrónicos. Mantener varios días abiertas las urnas para recibir votos por correo, por ejemplo, es una regla poco razonable, porque puede dejar secuestrada la voluntad de todos los demás votantes y acabar suscitando suspicacias o malas interpretaciones en caso de que -como podría suceder en esta ocasión- un puñado de papeletas pueda acabar decantando el escrutinio. El país más poderoso del mundo, y en el que nacen las más avanzadas novedades tecnológicas, ha quedado durante horas en un limbo político porque varios estados -y no precisamente los más poblados- tienen un sistema de recuento de votos que no está a la altura de las circunstancias. Peor aún, la divergencia de normas electorales y procedimientos de votación puede provocar disputas que desembocarían inevitablemente en los tribunales, cuando por su propia naturaleza el proceso electoral debe ser predecible, neutral y, en la medida de lo posible, automático. Cuando los ciudadanos tienen que acudir a los tribunales para que los jueces determinen quién ha ganado realmente las elecciones, la democracia queda desnaturalizada. Sería un ejercicio razonable que demócratas y republicanos iniciasen una reflexión sobre las fórmulas más prácticas para mejorar el mecanismo electoral, al menos en aquellos aspectos en los que no es necesario modificar la Constitución, porque la experiencia demuestra que este tipo de situaciones de bloqueo van a ser cada vez más frecuentes.
En todo caso, lo sucedido en las últimas horas en Estados Unidos sirve para constatar que las encuestas de opinión, que de forma sistemática han infravalorado a Donald Trump y a sus seguidores, siguen muy lejos de detectar adecuadamente lo que se conoce como «voto oculto», lo que convierte ese ejercicio de predicción en un malabar voluntarista. Para saber lo que realmente piensan los ciudadanos hay que esperar al resultado final y todas las profecías, por bien planteadas que estén, acaban chocando con la realidad. Estados Unidos, y no solo su próximo presidente, tiene por delante muchas tareas pendientes para recomponer una democracia que sale herida de una campaña cainita y de una jornada electoral caótica.