Editorial: Exhibición china
El gigantesco desfile militar con el que Pekín ha celebrado el 70º aniversario del final de la II Guerra Mundial dice mucho más del futuro de China que del pasado que en teoría se estaba conmemorando. La participación de miles de soldados con todo tipo de armamento de última generación —incluyendo misiles balísticos intercontinentales, aviones fantasma y dispositivos capaces de destruir portaviones— es una demostración de fuerza dirigida tanto a sus vecinos, con los que mantiene numerosos litigios territoriales, como a Estados Unidos.
Pekín está decidida a disputar con los estadounidenses la supremacía en el sudeste asiático y probablemente en otras partes del mundo. La presencia de buques de guerra chinos frente a las costas de Alaska y Sudán mientras los soldados marchaban por la Plaza de Tiannamen constituyen toda una declaración de intenciones, pese a que el presidente, Xi Jiping, aseguraba que ama la paz y que no busca la expansión. No puede sorprender el escepticismo con que han sido recibidas estas palabras en Vietnam, India, Filipinas y Japón. Por no mencionar en Taiwan y entre los representantes de Tíbet en el exilio.
Es necesario no confundirse. La reducción de 300.000 efectivos del Ejército anunciada por el mandatario no supone una disminución del potencial militar chino —que lleva 20 años incrementado su gasto militar en cifras de dos dígitos— sino una modernización.
El incuestionable éxito económico chino y su gran influencia en los mercados mundiales no puede servir de cortina de humo que oculte el reverso de un régimen que figura en todos los informes de organismos internacionales como responsable de graves violaciones de los derechos humanos. Desde la libertad de expresión a la libre circulación pasando por el derecho a juicios con garantías a China le queda aún un largo camino.