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Para entender la polarización

Polarización es la palabra de moda entre políticos y comentaristas de la política en buena parte del mundo democrático. En los últimos años se ha utilizado para describir casi cualquier conflicto político, desde la llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos hasta el surgimiento de los nuevos populismos en Europa o el Brexit. Sin embargo, hablar de polarización como un único fenómeno nos hace perder algunos matices importantes de los hechos históricos concretos a los que se refiere. Así, hablamos de polarización política entre partidos, entre élites de los partidos, entre votantes o ciudadanos, pero también hablamos de polarización ideológica y polarización afectiva, de polarización positiva y de polarización negativa o de partidismo, que también puede ser positivo y negativo. Por tanto, cuando usamos la idea de polarización deberíamos preguntarnos a qué nos referimos exactamente. En las siguientes líneas voy a intentar desgranar los cuatro elementos a los que deberíamos prestar atención cuando se habla de polarización afectiva.

I

El primer elemento es nuestra tendencia innata al conflicto grupal. No podemos entender la polarización política sin comprender que esta no es sino la explotación por parte de la política de uno de los rasgos fundamentales del ser humano: nuestro cerebro está programado para el tribalismo, la identificación con nuestro propio grupo y el rechazo a los que no pertenecen al mismo. Este rasgo evolucionó en un momento donde la lucha tribal constituía el eje de la supervivencia y, por tanto, forma parte de nuestras predisposiciones más básicas. Como veremos, esta predisposición irá manifestándose de un modo diverso en distintos momentos históricos, pero es importante no perderla de vista. En contextos concretos, se manifiesta a través de las identidades. Por ejemplo, desde pequeños los niños en el colegio tienden a establecer vínculos muy fuertes con sus compañeros de clase, aunque la configuración de esa clase generalmente es completamente arbitraria, por ejemplo, basada en los apellidos.

En realidad, es posible crear identidades de la nada que entren en conflicto, como mostró en los años setenta el psicólogo británico de origen polaco Henri Tajfel. En su experimento más famoso pedía a sus estudiantes que eligieran entre un cuadro de Paul Klee o uno de Vasili Kandinski y los asignaba a dos grupos distintos dependiendo del cuadro que habían elegido. Pues bien, esta agrupación totalmente arbitraria hacía que los estudiantes desarrollaran comportamientos positivos hacia su propio grupo y hostiles hacia el otro.

Este comportamiento ha sido encontrado en multitud de grupos en el último medio siglo. Por tanto, la primera idea es que resulta muy fácil, podríamos decir incluso natural, crear conflicto entre grupos y esto es independiente del momento histórico o el contexto concreto. Es importante resaltar que este conflicto es instintivo y, por tanto, más fácil de activar emocionalmente que una discusión acerca de los tipos de impuestos, por ejemplo, que requiere de aprendizaje y pensamiento racional. Esta es una de las claves de la polarización afectiva actual: al apelar a instintos, es un mecanismo mucho más eficaz de activación de identidades y comportamientos.

II

Nuestra tendencia innata a la identificación grupal también hace que las personas desarrollemos identidades múltiples. Yo tengo, entre otras, las identidades de hombre, marido, padre, sociólogo, hincha del Real Madrid y español al mismo tiempo y cada una de estas identidades puede ser activada en momentos concretos. Cuando veo un partido de mi equipo de fútbol la identidad relevante es la de hincha y es la que me produce respuestas emocionales, pero cuando intento resolver un problema con mis hijos es la identidad de padre la que se ve reforzada o amenazada. Pero al tener múltiples identidades, estas pueden estar en consonancia o en conflicto. Mis identidades de marido y padre se pueden reforzar; sin embargo, mi identidad de padre puede entrar en conflicto con la de hincha de fútbol cuando tengo que repartir tiempo entre ir al estadio o jugar con mis hijos.

Esto, que nos pasa constantemente en nuestra vida cotidiana, tiene una influencia importantísima en las dinámicas de polarización política. Esta es más frecuente en circunstancias donde las identidades están alineadas. Por ejemplo, es más fácil polarizar a alguien nacido en el pueblo de Guernica, con ocho apellidos vascos, cuya lengua familiar es el euskera, hincha del Athletic de Bilbao y de ideología nacionalista vasca, que a alguien de padre extremeños, nacido en un barrio obrero de Bilbao, hablante de castellano, hincha del Athletic y de ideología nacionalista vasca. En este segundo caso solemos hablar de identidades transversales, que suelen contribuir a reducir el conflicto político. Por tanto, para entender la polarización afectiva debemos prestar atención a qué identidades se están activando en cada momento y si estas identidades están perfectamente alineadas o son transversales.

III

La polarización no es extremismo sino encuadramiento en diferentes grupos e identidades. El ejemplo estadounidense nos puede ayudar a entender este proceso. En la primera mitad del siglo XX, en el sistema político estadounidense uno podía encontrar actitudes y comportamientos extremistas, como las leyes y acciones en contra del voto de los negros, dentro de un sistema que al mismo tiempo estaba muy poco polarizado. La baja polarización se debía a que las posturas más o menos extremistas se daban en los dos partidos. Así, el Partido Demócrata era una coalición de conservadores (y racistas) en el sur y de liberales progresistas en el norte. Esto se traducía en innumerables leyes y propuestas políticas votadas por miembros de los dos partidos. Sin embargo, como ha mostrado Sam Rosenfeld en The polarizers: Postwar architects of our partisan era, tras la Segunda Guerra Mundial, y especialmente a partir de los años sesenta, se da un proceso de polarización por el que los dos partidos políticos se van configurando en bloques más homogéneos ideológicamente, pero también geográficamente, y en características como la raza y la religión. Así, los negros e hispanos, liberales culturales y habitantes de zonas urbanas van concentrándose en el Partido Demócrata, mientras que los cristianos evangélicos y los que viven en zonas rurales se fueron decantando mayoritariamente por el Republicano.

Pero esto no es exclusivo del caso norteamericano. En la última década hemos visto en España un proceso similar, donde los partidos tradicionales de ámbito nacional (especialmente el Partido Popular) han retrocedido enormemente en Cataluña y el País Vasco. Otro proceso de polarización clásico en España es el alineamiento de la izquierda con posturas federalistas o incluso soberanistas y la derecha con propuestas centralistas. Por tanto, no es necesario que aumente el extremismo, incluso podría disminuir, para que aumente la polarización.

IV

La polarización se hace, es decir, no aparece por generación espontánea, sino que podemos identificar en cada momento y contexto histórico a los agentes polarizadores. De nuevo, el caso de Estados Unidos es el que ha recibido más atención y sabemos que en la década de los cincuenta hubo discusiones concretas, que han quedado reflejadas en actas de congresos y discursos políticos, donde el Partido Republicano propone polarizarse, es decir, convertirse en un bloque ideológico y social más homogéneo y no en una plataforma electoral heterogénea. En Europa hemos visto el mismo patrón en sistemas políticos multipartidistas donde han surgido nuevos partidos como escisiones o transformaciones de partidos anteriores, pero cuya característica común es que suponen versiones más “puras” de los valores que los viejos partidos representaban. En España, los dos partidos que ocupan actualmente los extremos del espectro político, Unidas Podemos y Vox, son partidos mucho más homogéneos que los partidos de los que provienen sus máximos dirigentes, Izquierda Unida y el Partido Popular. El caso de Unidas Podemos es muy esclarecedor a este respecto, pues en su escasa historia ha sufrido ya varios procesos de homogeneización en torno a una corriente central y expulsión de las voces críticas. Esto es polarización y, como argumentaba al hablar de las identidades múltiples, cuanto más homogéneo es un partido más alineadas están las distintas identidades y más fácil es, por tanto, polarizar al electorado. Algunos han llamado a estas identidades alineadas, que son utilizadas por los partidos para polarizar, superidentidades.

Ahora nos encontramos con partidos de izquierda que no solo defienden postulados feministas, sino una definición muy concreta de feminismo; no solo defienden la redistribución de la riqueza, sino una forma muy concreta de redistribución, por ejemplo, a través de la renta básica. Pero también nos encontramos con partidos de derechas donde ya solo quedan conservadores sociales y que no permiten otras posturas, como un libertarismo moral, que sí eran posibles en los grandes partidos anteriores. Por tanto, la polarización se hace y existen “herramientas de polarización”, como son la raza y la religión en Estados Unidos o la memoria histórica en España. La idea de “las dos Españas” que se fue desarrollando a lo largo del siglo xix y que desembocó en la Guerra Civil del 36 sigue siendo una de las herramientas de polarización en España. Pero, como ha ocurrido en otros países, la definición exacta de las identidades que componen los grupos ha ido cambiando, siendo la cuestión territorial la que más peso tiene en los últimos años, una vez que las identidades religiosas y de clase han perdido fuerza con la modernización y secularización del país.

V

La polarización afectiva es un problema para la democracia no porque empuje hacia posturas ideológicas extremas o antidemocráticas, sino porque produce bloqueo institucional. Si los partidos solo están dispuestos a defender un conjunto estrecho de postulados, que son totalmente inasumibles por los adversarios políticos, la posibilidad de llegar a acuerdos parlamentarios disminuye considerablemente. Esto es lo que explica los cierres de la administración en Estados Unidos y la ausencia continuada de presupuestos generales en España. La democracia, simplemente, se paraliza y los problemas sustantivos no se abordan. Esto es especialmente preocupante porque las diferencias entre los votantes de los distintos partidos sobre políticas sustantivas de, por ejemplo, impuestos, inmigración o sanidad son mucho más pequeñas que las diferencias identitarias basadas en cuestiones territoriales o de identificación con un determinado bloque “rojo” o “azul”.

Por último, la dificultad para romper la dinámica de la polarización es que esta supone un círculo vicioso entre el comportamiento de los partidos y las instituciones. Los partidos se han ido convirtiendo en grupos cada vez más homogéneos que no son capaces de hablar entre sí y esto se traslada al bloqueo institucional que afecta a todos los poderes del Estado: imposibilidad de acuerdos legislativos, bloqueo en la formación de gobierno o en la renovación de cargos en el poder judicial. Pero el bloqueo hace que los partidos se afanen en cambiar las mayorías existentes y, por tanto, la competición electoral comienza el primer día del ciclo político, convirtiendo a los partidos en máquinas electorales que prestan relativamente poca atención a la formulación de políticas sustantivas y a tejer acuerdos que las puedan llevar a efecto. En otras palabras, los partidos reclutan principalmente a polarizadores para competir por un espacio muy restringido del electorado y no a tejedores de acuerdos que puedan desarrollar un programa de gobierno. Romper el círculo de la polarización probablemente requerirá actuar al mismo tiempo sobre las normas formales e informales que regulan la dinámica institucional a la vez que sobre los mecanismos de selección de élites de los partidos. Algo que se antoja lejano en el panorama político actual. ~

 

Luis Miller: es doctor en sociología y vicedirector del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en España.

 

 

 

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