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Hermes en la alcantarilla

La noticia estaba en el Facebook del alcalde de Atenas, Kostas Bakogiannis, el sábado pasado: durante la reparación de una alcantarilla en la céntrica calle Eolo, a solo 1,3 metros de profundidad, había sido hallada una cabeza del dios Hermes. El post mostraba la foto de la cabeza del dios esculpida en mármol, de unos 40 centímetros de alto, en un estado de conservación sorprendentemente bueno. El breve texto terminaba con una exclamación: “¡Atenas es única!” ¿Y quién lo discute?

La calle Eolo es una vía peatonal que corre paralela a la avenida Atenea (así son los nombres de las calles del centro de Atenas), desde la plaza Omonia (“La Concordia”) hasta Monastiraki, en pleno centro de la ciudad. Allí comienza el barrio de Plaka, repleto de turistas, cafés (también hay un Starbucks) y restaurantes típicos, aunque es de suponer que no haya tantos turistas por estos días de pandemia. Desde Plaka se pueden contemplar muchas de las mejores vistas de la Acrópolis. Desde allí también se inicia el camino por el que ascienden los emocionados turistas a la Roca Sagrada. El hallazgo tuvo lugar a la altura de la plaza de Santa Irene, muy cerca de Monastiraki, a solo tres cuadras de la Biblioteca de Adriano.

Pero, ¿qué hace Hermes metido en una alcantarilla? O mejor, ¿qué estuvo haciendo allí por tanto tiempo? El suelo en el centro de Atenas es, siempre lo he imaginado así, como esas gelatinas de capas de colores. Allí se han acumulado estratos de escombros y sedimentos durante más de cuatro mil años, de modo que, calculan los arqueólogos, las ruinas de la ciudad clásica están unos tres metros bajo la actual superficie, pero más abajo aún hay más. Y también arriba: sobre la Atenas clásica se erigió la ciudad helenística, con importantes edificaciones, y después los romanos hicieron importantes reformas urbanísticas, derribando no pocas de las antiguas casas y edificios. En los siglos siguientes, al declive del mundo clásico, muchos templos paganos fueron demolidos y sobre sus cimientos se erigieron iglesias y capillas cristianas. Desde entonces, muchos materiales, especialmente el mármol, han sido reciclados para construir nuevos edificios, afectando las ruinas antiguas, de lo que ya se quejaban hace siglos los viajeros, incluido nuestro Francisco de Miranda. Después de Roma, Atenas, aunque no fue la cabeza del mundo bizantino, continuó manteniendo parte de su prestigio cultural, de modo que la huella de la arquitectura de Bizancio quedó también bajo su suelo. Y después fue la ciudad otomana, destruida a su vez con la llegada de la independencia. La Atenas moderna es, pues, la ciudad mandada a construir sobre las ruinas de todas las Atenas que la precedieron. Fue levantada después de que Grecia alcanzara su independencia, a partir de 1832, cuando el rey Otón I mandó a establecer allí la capital, mudándola desde su primer asiento en Nauplia. Otón I designó entonces un equipo de arquitectos y urbanistas alemanes, encabezados por Eduard Schaubert, para que diseñara una ciudad según los estándares modernos (planta reticular, avenidas anchas, plazas espaciosas, estructura paisajística que converge en la Acrópolis). Sin embargo, bajo la ciudad moderna, el subsuelo de Atenas no solo es una golosina para los arqueólogos, sino también un libro de historia.

Metro de Atenas. Estación «Acrópolis»

 

De modo que no es extraño que cada rincón de Atenas esté lleno de vestigios arqueológicos, no solo del período clásico sino de los otros muchos de su larga historia. Tanto, que a veces se convierten en obstáculo para el crecimiento y mantenimiento de la ciudad. De hecho, durante la construcción del Metro de Atenas, inaugurado para las Olimpíadas de 2004, fueron encontrados cerca de 50.000 objetos arqueológicos, de modo que casi todas las estaciones tienen su propia exhibición. El Metro de Atenas, por cierto, tiene una gran profundidad, debido a que los ingenieros debieron excavar mucho más los túneles para así evitar los restos arqueológicos, y aún así. Lo mismo ocurre con el yacimiento del Cerámico, que tiene un depósito anexo para almacenar todo lo que se desentierra. En cuanto a las obras, el Eforato de Antigüedades de Atenas, organismo dependiente del Ministerio de Cultura y encargado de velar por el tesoro arqueológico de la ciudad, se encarga de controlar y reglamentar todo lo concerniente a los hallazgos. No hay construcción ni reforma, ni mucho menos excavación que no sea supervisada por los arqueólogos oficiales. Esto trae una consecuencia negativa, pues los constructores prefieren ocultar los hallazgos, e incluso taparlos con concreto, antes que reportarlos a los arqueólogos. Ello significaría meses con las obras paralizadas, y por tanto mucho dinero perdido.

Es de imaginar que los arqueólogos ya no se sorprenden por cada cosa que aparece en el centro de Atenas. Sin embargo, la cabeza del Hermes encontrada el pasado sábado se muestra especial. En primer lugar porque se trata de un vestigio original de la época. La mayoría de las estatuas griegas que han llegado hasta nosotros ha sido a través de copias romanas. La cabeza de este Hermes parece ser original del siglo IV o comienzos del III a.C. En segundo lugar porque se trata de una representación poco usual del dios. Hermes es generalmente representado como un joven con sandalias doradas y rostro lampiño. A menudo aparece pintado en las antiguas cerámicas con un amplio sombrero, propio de los viajeros. El Hermes que nos ocupa es de edad madura, con una barba poblada y cabellos rizados. Estos atributos hacen que lo ubiquemos en época tardía, probablemente salido de la escuela del Alcámenes, que vivió en el siglo V, si bien de una generación más joven que Fidias. Alcámenes es conocido por ser el autor de la Atenea y el Heracles que decoraban el Heraclión de Tebas, según cuenta Pausanias en su Descripción de Grecia (IX 11, 6), y probablemente del llamado Ares “Borghese” que se conserva en el Louvre. Es, pues, de las pocas veces que podemos fechar un hallazgo y atribuirlo a un autor o a su escuela.

Ahora bien, ¿por qué Hermes? Lo hemos dicho ya en otro artículo. Con la segura excepción de Atenea, pocos dioses fueron tan cercanos al cariño de los atenienses; pocas veces el culto de un dios fue tan popular. Hermes, “el mensajero de los dioses”, era también el dios de los viajeros y de los comerciantes y, cosa curiosa para nuestra mentalidad cristiana, también el dios de los ladrones y de los mentirosos. Uno de sus apelativos es el de psykhopompo, pues acompaña al infierno a las almas de los muertos. Como dios de los viajeros, su estatua solía alzarse en los cruces de los caminos; como dios de los tramposos, su imagen solía cuidar de los linderos. Las gentes sencillas las adornaban con flores y guirnaldas, y los viajeros colocaban a sus pies tortas de miel para algún otro caminante que pudiera pasar hambriento. Estas estatuas, las llamadas hérmai, eran sumamente sencillas. Consistían en una simple pilastra de base cuadrangular, a cuya mitad se esculpía un pene (quizás como símbolo de la virilidad del dios) y en cuya parte superior estaba la cabeza. Los arqueólogos se han aventurado a conjeturar que la cabeza de este Hermes coronaba una de las muchísimas hérmai que marcaban los linderos y caminos de la antigua Atenas. Durante siglos estuvo oculta entre escombros y ruinas bajo la ciudad, hasta que el sábado pasado salió a la luz para recordarnos que el mundo antiguo está siempre allí, bajo los cimientos de nuestra cultura, aguardando para revelársenos en el momento menos esperado, en el lugar menos pensado.

 

 

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