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Sobre la violencia, de Hannah Arendt : Las bases impensadas para glorificar la violencia

 

Qué es la libertad, según la filósofa Hannah Arendt - Cultura Inquieta

 

Un espejismo —enraizado en una larga tradición filosófica— une a las nociones de poder y de violencia porque, pese a la innegable relación entre ambas categorías, un exceso de violencia implicaría pérdida de poder. El análisis fenomenológico de la violencia que desarrolla Hanna Arendt propone ésta y otras paradojas sobre un asunto cuya explicación se ha vuelto acuciante en nuestros días.

 

On violence (1969) de Hanna Arendt es un escrito que suena a fenomenología. Su apelación al sentido común como el órgano mental para percibir, comprender y tratar la realidad (p.16/8), [1] o su invitación a atender debidamente nuestras necesidades cotidianas como un camino para recobrar la capacidad de acción (p.118/86), por ejemplo, deben ser leídas en clave fenomenológica si no se quiere caer en lecturas simplistas que no sólo no logran rozar el problema al que Arendt quiere aludir con estas nociones, sino que pueden usarse para prestar apoyo a aquello que ella precisamente quiere cuestionar. Pero la idea que innegablemente permite decir que On violence es un texto fenomenológico, es el explícito intento que en él encontramos de pensar la realidad desde aquello que ella misma nos muestra y no desde teorías apartadas de ella (p.16/8, 65/47, 107/78). Aunque ésta es una característica de toda fenomenología, no todos aquellos que son puestos bajo esta clasificación filosófica cumplen con ella. Esto es así porque, aunque a primera vista parezca relativamente fácil llevar a cabo un pensamiento «desde la realidad» (y algunos empiristas han aportado a este parecer), esta es una empresa extremadamente difícil. [2]

Sin intención de desmerecer los varios e interesantes temas y análisis que en distintas tangentes visten el esqueleto del texto, propongo aquí fijar la vista en este último, el cual está compuesto por dos temas que conversan de principio a fin a diferentes tiempos. Uno de ellos es el análisis crítico de los movimientos que glorifican la violencia en torno a la década del 60; el otro es el desarrollo del modo en que Arendt propone entender la violencia. El primer tema implica poner a la luz las teorías alejadas de la realidad que dan sustento a esta glorificación, entre las cuales encontramos distintos niveles de profundidad. Un ejemplo de teoría con poca profundidad (entendiendo por esto el hecho de que esta teoría a su vez necesita de otras teorías para sostenerse), es la sentencia sartreana —inspirada en Fanon— que dice que la violencia puede curar las heridas que ha infligido. Para Arendt, esta idea constituye un mito muy abstracto y muy apartado de la realidad (p.33/20).

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 Un ejemplo de teoría con poca profundidad (entendiendo por esto el hecho de que esta teoría a su vez necesita de otras teorías para sostenerse), es la sentencia sartreana —inspirada en Fanon— que dice que la violencia puede curar las heridas que ha infligido. Para Arendt, esta idea constituye un mito muy abstracto y muy apartado de la realidad.

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A la luz de esto, Sartre sería un ejemplo de un pensador a quien se le concede la categoría de fenomenólogo pero que no cumple —al menos en este punto— con el intento radical de pensar la realidad desde ella misma. Respecto al segundo tema creo no equivocarme al decir que todas las propuestas de Arendt acerca de la violencia son claras y fáciles de entender, siendo la diferenciación entre violencia y poder el núcleo central de ellas. La dificultad de este segundo tema radica más bien en visualizar el lugar desde el cual Arendt piensa sus propuestas, que es precisamente desde donde estas cobran, a mi parecer, su real dimensión.

Lo que haré a continuación es ofrecer un posible camino para apreciar la articulación de los presupuestos metafísicos que, a mi juicio, son los más profundos dentro de los que Arendt propone que están a la base de la glorificación de la violencia, a saber: (i) certeza, (ii) progreso, (iii) mal como ausencia de bien y (iv) el animal racional. Desde aquí mi objetivo es doble: mostrar que el lugar desde donde se puede dimensionar la propuesta de Arendt acerca de la violencia implica la puesta en cuestión de estos cuatro presupuestos y, en consonancia con esto, exhibir lo inmensamente impensado de la glorificación de la violencia.

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I. La arbitrariedad de la violencia opacada por la certeza de la ciencia

La violencia, dice Arendt, «se distingue por su carácter instrumental. Fenomenológicamente está próxima a la potencia [propiedad inherente a un objeto o persona y perteneciente a su carácter], dado que los instrumentos de la violencia, como todas las demás herramientas, son concebidos y empleados para multiplicar la potencia natural hasta que, en la última fase de su desarrollo, puedan sustituirla» (p. 63/46).

En línea con su carácter instrumental, la sustancia de la acción violenta es regida por la categoría medios-fin. En los asuntos humanos, destaca Arendt, la principal característica de esta categoría radica en que el fin está en peligro de verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo. «Como la finalidad de la acción humana, a diferencia del fin de los bienes fabricados, nunca puede ser fiablemente prevista, los medios utilizados para lograr objetivos políticos son más a menudo que lo contrario, de importancia mayor para el mundo futuro que los objetivos propuestos. Además, como los resultados de la acción del hombre quedan más allá del control de quien actúa, la violencia alberga dentro de sí un elemento adicional de arbitrariedad» (pp. 10–11/4). De aquí que Arendt sostenga que el papel de la Fortuna es crucial en el campo de batalla. Esta intrusión de lo «profundamente inesperado» (utterly unexpected) es para ella connatural a la violencia y no desaparece por el hecho de que algunos «especialistas científicos» la denominen «hecho de azar» y la encuentren «científicamente sospechosa». Tampoco puede ser eliminada por situaciones, guiones, teorías de juegos y cosas por el estilo. Hay por tanto una «imprevisibilidad absolutamente penetrante» (all-pervading unpredictability) cuando nos acercamos al dominio de la violencia. «No existe certidumbre (certainty) en estas materias» (p.11/4).

A la luz de esto, Arendt propone que hay «pocas cosas más aterradoras que el prestigio siempre creciente de los especialistas científicos en los organismos consultivos del Gobierno» (p. 14/6). Lo malo, dice ella, no es que tengan sangre fría como para pensar lo impensable, sino que no piensan. [3] ¿En qué radica el no pensar de estas ciencias para Arendt? En que «se dedican a estimar las consecuencias de ciertas configuraciones hipotéticamente supuestas sin, empero, ser capaces de probar sus hipótesis con los hechos actuales… lo que en un principio aparece como una hipótesis… se convierte en el acto… en un “hecho” y entonces da nacimiento a toda una sarta de no-hechos, quedando así olvidado el carácter puramente especulativo de toda la empresa» (p. 14/6–7). Recurriendo a Chomsky, Arendt destaca que el peligro de esta clase de teoría estratégica no es su limitada utilidad, sino que el hecho de que nos conduzca a creer que poseemos una comprensión de los acontecimientos y un control sobre su fluir que no tenemos.

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II. El paradojal rol de la noción de progreso en la glorificación de la violencia

«La idea de Marx, tomada de Hegel, según la cual cada sociedad antigua alberga en su seno las semillas de sus sucesores de la misma manera que cada organismo vivo lleva en sí las semillas de su futura prole es, desde luego, no sólo la más ingeniosa sino también la única garantía conceptual posible para la sempiterna continuidad del progreso en la Historia; y como se supone que el movimiento del progreso surge de choques entre fuerzas antagónicas, es posible interpretar cada “regreso” como un retroceso necesario pero temporal» (p. 41/26). [4]

La gran ventaja de esta idea, señala Arendt, es que el progreso no sólo explica el pasado sin romper el continuum temporal, sino que puede servir como guía de actuación en el futuro. Esta inversión hacia el futuro es lo que hizo Marx con Hegel. «El Progreso proporciona una respuesta a la inquietante pregunta ¿Y qué haremos ahora? En su más bajo nivel, la respuesta señala: vamos a trocar lo que tenemos en algo mejor, más grande, etc. (La fe, a primera vista irracional, de los liberales en el desarrollo, tan característica de todas nuestras actuales teorías políticas y económicas, depende de esta noción). En un nivel más complejo de la Izquierda, la respuesta nos indica que desarrollemos las contradicciones presentes en su síntesis inherente. En cualquier caso, tenemos la seguridad de que no puede suceder nada nuevo y totalmente inesperado, nada que no sean los resultados “necesarios” de lo que ya conocemos» (p. 43/27–28).

Arendt piensa que nuestras experiencias en este siglo, que nos ha enfrentado siempre con lo «profundamente inesperado», se hallan en flagrante contradicción con estas nociones y doctrinas, cuya popularidad parece debida al hecho de que ofrecen un refugio confortable, especulativo o pseudocientífico, fuera de la realidad. Para ella, el progreso es un serio y complejo artículo ofrecido en la feria de supersticiones (superstition fair) de nuestra época (p. 45/29). La creencia irracional decimonónica del siglo XIX en el progreso ilimitado, sostiene, ha sido aceptada principalmente por el enorme desarrollo de las ciencias naturales. La ciencia y su certeza de la prescripción de lo por venir está vinculada, en un nivel fundamental, con la noción de progreso.

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Para Arendt, el progreso es un serio y complejo artículo ofrecido en la feria de supersticiones (superstition fair) de nuestra época (p. 45/29). La creencia irracional decimonónica del siglo XIX en el progreso ilimitado, sostiene, ha sido aceptada principalmente por el enorme desarrollo de las ciencias naturales. La ciencia y su certeza de la prescripción de lo por venir está vinculada, en un nivel fundamental, con la noción de progreso.

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Sobre este fondo quiero traer a la luz la respuesta de Arendt a la pregunta por la causa del giro hacia la violencia —en distintos grados— de los «movimientos de rebelión estudiantil» que ella examina críticamente y que vincula con las teorías de la Nueva Izquierda de aquella época (las cuales son, según ella, portadoras de mitos, ignorancia y contradicciones). Su respuesta, válida para estos movimientos a nivel global, piensa, parece más vigente hoy que entonces: «El simple hecho de que el “progreso” tecnológico está conduciendo en muchos casos al desastre» (p. 27/16). Esta es una amenaza a toda la humanidad. Citando a Stephen Spender, Arendt pone ante nuestra vista una imagen aterradora: el futuro es como una enterrada bomba de relojería que hace tic-tac en el presente. La nueva generación es la que oye el tic-tac del reloj.

Si la respuesta de Arendt es acertada, nos encontramos ante la siguiente paradoja: por un lado, la noción de progreso, en su articulación fundamental con la ciencia, nos ayuda a tener certeza del fin, jugando así un rol crucial en la validación del uso de la violencia en tanto medio para alcanzar el fin. Pero, por otro, esta misma noción de progreso —en tanto nos está conduciendo al desastre— es cuestionada. En breve: la noción de progreso que da sustento al uso de la violencia, es puesta en cuestión y sujeta a la misma violencia a la que da sustento.

Una de las tareas más evidentes ante este escenario es la necesidad de repensar la noción de progreso. Arendt da indicios claros de visualizar esta necesidad: «El progreso puede no servir ya como la medida con la que estimar los progresos de cambio desastrosamente rápidos que hemos dejado desencadenar» (p. 47/30). ¿Cómo repensar la noción de progreso? Una breve indicación en lo que viene.

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III. La relación entre violencia y poder y su vínculo fundamental con la relación entre el bien y el mal

Llevando la violencia al terreno político, Arendt piensa que hay acuerdo entre todos los teóricos políticos, de la izquierda a la derecha, en entender la violencia como la más flagrante manifestación de poder. Bajo esta óptica, el poder es un instrumento de mando y el mando debe su existencia al instinto de dominación. Este modo de ver las cosas es respaldado por una larga tradición: no sólo se deriva de la antigua noción del poder absoluto que acompañó a la aparición de la Nación-Estado soberana europea (Bodin, Hobbes, por ejemplo), sino que también coincide con los términos empleados en la antigüedad griega para definir las formas de gobierno como el «dominio del hombre sobre el hombre». Arendt destaca las influencias del cristianismo y de convicciones científicas y filosóficas más modernas acerca de la naturaleza del ser humano que han reforzado esta visión.

Para Arendt, la convicción de que la cuestión política más crucial es ¿quién manda a quién? ha hecho que las palabras poder, potencia, fuerza, autoridad y violencia se entiendan simplemente como medios por los que el hombre domina al hombre. Ella sugiere que «sólo después de que se deje de reducir los asuntos públicos al tema del dominio, aparecerán o, más bien, reaparecerán [5] en su auténtica diversidad los datos originales en el terreno de los asuntos humanos» (p. 60/43–44).

El poder, propone Arendt, «corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien que está “en el poder” nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo, del que el poder se ha originado (potestas in populo, sin un pueblo o un grupo no hay poder) desaparece, “su poder” también desaparece. En su acepción corriente, cuando hablamos de un “hombre poderoso” o de una “poderosa personalidad”, empleamos la palabra “poder” metafóricamente; a la que nos referimos sin metáfora es a “potencia”» (p. 60/44).

Son varias las características de violencia y poder que se pueden desplegar a la luz de las definiciones dadas por Arendt. Por ejemplo: el poder necesita legitimidad y la violencia requiere justificación. Mientras que la máxima expresión de poder es «todos contra uno», la máxima expresión de violencia es «uno contra todos». El poder es la esencia de los gobiernos, pero la violencia no puede ser la esencia de nada (en tanto requiere justificación).

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Son varias las características de violencia y poder que se pueden desplegar a la luz de las definiciones dadas por Arendt. Por ejemplo: el poder necesita legitimidad y la violencia requiere justificación. Mientras que la máxima expresión de poder es «todos contra uno», la máxima expresión de violencia es «uno contra todos». El poder es la esencia de los gobiernos, pero la violencia no puede ser la esencia de nada (en tanto requiere justificación).

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Como se puede apreciar, estas características están orientadas a diferenciar entre violencia y poder (aunque Arendt reconoce que en la realidad es muy común la combinación de ambos) y así poner en cuestión la tradición que comprende la violencia como la más flagrante manifestación de poder. Pero para Arendt, la violencia no es sólo distinta del poder, sino que son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. «La violencia aparece donde el poder está en peligro, pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer el poder. Esto implica que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye una redundancia. La violencia puede destruir el poder; es absolutamente incapaz de crearlo» (p. 77/56).

Sin embargo, Arendt piensa que es aún insuficiente pensar la violencia y poder como opuestos para separarlos, pues sobre estos opuestos puede operar el dialéctico «poder de negación» de Marx, en virtud del cual los opuestos no se destruyen, sino que se desarrollan mutuamente porque las contradicciones promueven y no paralizan el desarrollo. Arendt rechaza esta dialéctica y propone que «la fe» en ella se funda en el prejuicio filosófico (philosophical prejudice) que indica que «el mal no es más que un modus privativus del bien, que el bien puede proceder del mal; que, en suma, el mal no es más que una manifestación temporal de un bien todavía oculto» (p. 77/56). Se sigue de aquí que un camino posible para repensar la noción de progreso —en tanto vinculada fundamentalmente con esta dialéctica— implica hacerse cargo de este problema filosófico-teológico de talla no menor.

Si la violencia y el poder son opuestos y está descartada la posibilidad de que uno se genere del otro, ¿de dónde proviene la violencia?

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IV. El animal racional y las raíces y naturaleza de la violencia

Si bien Arendt no es explícita en decir que las nociones «instinto de dominación» y «dominio del hombre sobre el hombre» se nutren en última instancia de lo que ella denomina «antigua presunción» (old assumption) (p. 83/62) del hombre como animal racional, el texto permite establecer esta relación sin mayor dificultad.

A partir de la comprensión del ser humano como animal racional, se suele decir que el origen de la violencia está en nuestra «parte» bestial o irracional. Arendt piensa que las ciencia naturales y sociales parten a la ligera de esta comprensión del ser humano y tienden a considerar el comportamiento violento como una reacción más natural de lo que estaríamos dispuestos a admitir sin tales resultados (para ella es muy peligroso el uso de la tradición de pensamiento orgánico en cuestiones políticas, por las que el poder y la violencia son interpretados en términos biológicos). Tal como otros fenomenólogos, Arendt toma distancia del modo tradicional-simplista de comprensión del ser humano como animal racional, lo cual es evidente en su breve pero iluminador abordaje de que lo emocional no es lo opuesto a lo racional (p. 85–88/63–65). En la época de esta pensadora, ya se contaba con serios trabajos orientados tanto a mostrar las peligrosas limitaciones de esta comprensión de nosotros mismos como a desplegar otros modos de comprendernos (o a recobrar el sentido más complejo y rico del zoon logon echon de Aristóteles). Un ejemplo de estas limitaciones se ve en el hecho de que, siguiendo la línea argumentativa aquí propuesta, habría que decir que aquellos que intentan invalidar el uso de la violencia al decir que es «irracional» o «emocional», están asumiendo la comprensión tradicional-simplista del ser humano como animal racional y, por tanto, validan la visión de la política como el dominio del hombre sobre el hombre y la subsecuente comprensión de la violencia como la más flagrante manifestación de poder.

Para Arendt la violencia y el poder no son un fenómeno natural, es decir, una manifestación del proceso de la vida, sino que pertenecen al terreno político de los asuntos humanos, cuya calidad esencialmente humana está garantizada por la capacidad de acción. «Lo que hace de un ser humano un ser político, es su capacidad de acción; le permite unirse a sus iguales, actuar concertadamente y alcanzar objetivos y empresas en los que jamás habría pensado, y aun menos deseado, si no hubiese obtenido este don para embarcarse en algo nuevo» (p. 111/82). Filosóficamente hablando, propone Arendt, actuar es la respuesta humana a la condición de natalidad. Por virtud del nacimiento, somos capaces de comenzar algo nuevo. Esta capacidad (junto con el lenguaje) es, según ella, lo que nos distingue más radicalmente de las demás especies. «Sin el hecho del nacimiento, ni siquiera sabríamos qué es la novedad, toda “acción” sería bien mero comportamiento, bien preservación» (p. 112/82). De aquí que la violencia, en tanto acción, sea parte de ser un ser humano.

La racionalidad de la violencia —que necesita de una adecuada emocionalidad—, está en que resulte efectiva para alcanzar el fin que deba justificarla. Y, dada su arbitrariedad, la violencia tiene mayor posibilidad de ser racional en tanto persiga fines a corto plazo. Como toda acción humana, sostiene Arendt, la práctica de la violencia cambia el mundo, pero en el posible escenario de que no se obtenga el fin rápidamente, el cambio más probable es originar un mundo más violento. La violencia, por tanto, puede ser antipolítica, pero no inhumana o «simplemente» emocional (p. 86/64). La violencia no es, por tanto, ni bestial ni irracional (p. 84/63).

A la luz de esto, Arendt puede profundizar en su diagnóstico de la razón tras el giro hacia la violencia en los movimientos que analiza en este escrito: es la capacidad de acción del ser humano la que ha sufrido por el progreso —tal como hemos llegado a concebir esta noción hasta ahora—, y «parte considerable de la actual glorificación de la violencia es provocada por una grave frustración de la facultad de acción en el mundo moderno» (p. 113–114/83). En la esfera política-pública, el progreso ha significado la intensificación de la burocracia: «Cuanto más grande sea la burocratización de la vida pública, mayor será la atracción a la violencia. En una burocracia completamente desarrollada no hay nadie con quien discutir, a quien presentar agravios o sobre quien puedan ejercerse las presiones de poder. La burocracia es la forma de Gobierno en la que todo el mundo está privado de libertad política, del poder de actuar, porque el dominio de Nadie no es la ausencia de dominio, y donde todos carecen igualmente de poder, tenemos una tiranía sin tirano» (p. 110/81). Citando a Herbert Gans, Arendt destaca el hecho de que los disturbios de los guetos y de las universidades, logran que los seres humanos sientan que están actuando unidos en una forma que rara vez les resulta posible. No sabemos, añade, si estos acontecimientos son los comienzos de algo nuevo —el «nuevo ejemplo» que contrarreste la imagen del ser humano como un mono supercivilizado o convertido en un pollo o rata—, o los estertores de una facultad que la Humanidad está a punto de perder. Y si hoy, ad portas de la tercera década del siglo XXI, nos quisiéramos hacer cargo de pensar esta disyuntiva, sin duda habría que incorporar en el análisis el crucial advenimiento de internet y las redes sociales. Pero sí sabemos, o deberíamos saber, dice Arendt, que «cada reducción de poder es una abierta invitación a la violencia; aunque sólo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir la tentación de sustituirlo por la violencia» (p. 118/87).

 

 

[1] Citaré el texto de Arendt por su paginación en español, seguida de su paginación en inglés. He intervenido mínimamente la traducción al español, sólo cuando consideré que era absolutamente necesario.  Arendt, H. (2006) [1970]. Sobre la Violencia. Traducción de Guillermo Solana, Madrid: Alianza Editorial.

Arendt, H. (1970). On Violence. San Diego; New York: Harcourt, Brace, Jovanovich Publishers.

[2] ¿Qué es la realidad?, ¿cómo se entiende lo real?, es un problema que ha inquietado a grandes pensadores a lo largo de la historia —imposible no reconocer el magnífico aporte de Kant en este campo— y, por muy abstracto que pueda parecer su abordaje y tratamiento, sin duda éste es el problema más «real» de todos. Hoy son muchas las áreas de la filosofía que convergen en el estudio de la realidad. La fenomenología, la filosofía de la mente y la filosofía de la percepción, entre otras, conversan entre ellas y también con áreas del mundo de las ciencias tales como la neurobiología con el fin compartir, comparar y nutrirse de sus distintas aproximaciones a este estudio. Por razones evidentes, este es un campo que a veces cuesta «aterrizar» en la contingencia, pero si lo que se quiere es tener una comprensión profunda de esta misma, es un campo que conviene mirar.

[3] En este punto es imposible no recordar la conocida y controversial frase de Heidegger «la ciencia no piensa». Si bien Arendt sigue esta línea de pensamiento, mantiene con Heidegger algunas diferencias importantes en este respecto. Sin embargo, creo no equivocarme al sugerir que uno de los marcos teóricos desde el cual se puede entender el sentido de la frase de Heidegger, a saber, la distinción entre pensar reflexivo y pensar calculador, sirve también para hacer sentido de la crítica de Arendt a la ciencia.

[4] Arendt sostiene que en sus orígenes (que ella sitúa en el siglo XVII) la noción de progreso llevaba consigo la idea de una limitación, pero que en el siglo XIX esta limitación desaparece.

[5] Arendt usa la palabra «reaparecerán» pues ha hecho alusión a que, tanto en Atenas como en Roma, hubo un modo de entender el concepto de poder y la ley cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia.

 

 

Cristina Crichton: Licenciada en Filosofía por la Universidad de Chile, MSt in Theology y DPhil in Philosophy por la Universidad de Oxford. Actualmente es profesor asistente de la Universidad Adolfo Ibáñez, donde se desempeña como profesora e investigadora del Departamento de Filosofía de la Facultad de Artes Liberales. 

 

 

 

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