Marqués de Sade: la carta de odio del creador del sadomasoquismo a su suegra
El que fuera a la par filósofo, escritor y depravado, mantuvo durante su vida una relación turbia con la madre de su esposa. Esta se convirtió en su bestia negra y la mayor perseguidora de sus depravaciones
El joven Alphonse, más conocido como el Marqués de Sade, lo tenía todo: alto, robusto, bien parecido, rico, de noble cuna y culto. Podría haber pasado a la historia como un ilustrado de pluma cautivadora y prosa elevada. Sin embargo, por alguna razón que los expertos no llegan a comprender, su camino se torció y acabó perseguido por las autoridades acusado de perpetrar prácticas sexuales sadomasoquistas (bautizadas así, un siglo después, en su nombre). Desde entonces fueron muchos los enemigos que soñaron con que pasara su vida entre rejas, aunque ninguno de ellos lo intentó de una forma tan intensa como su suegra, a la que este controvertido personaje dedicó una carta de odio visceral desde prisión una vez que fue capturado.
Donatien Alphonse François de Sade vino al mundo en junio de 1740 y, a pesar de pertenecer a una poderosa familia de la nobleza francesa, no gozó de una infancia sencilla. Con un padre ausente (pues su trabajo como diplomático le obligaba a estar lejos de su familia), el futuro Marqués de Sade pasó de mano en mano a los cuatro años, cuando su madre le abandonó para hacerse monja. Una década después accedió a la academia militar, donde fue nombrado oficial y dirigido hasta los campos de batalla. Ya adolescente, volvió hastiado de la guerra y decidió que, como buen aristócrata que era, dedicaría su vida a leer, escribir y culturizarse.
Al menos así se lo expuso a su familia. Se le olvidó explicar, en cambio, que la mecha de la depravación había prendido en su interior. A partir de entonces, la vida del joven Alphonse estuvo marcada por las juergas, las orgías, las seducciones, el sexo violento y la sodomía con mujeres y hombres de todas las edades. Estas excentricidades, unidas al interés económico, hicieron que su padre le concertara un matrimonio con una joven de una familia burguesa adinerada, pero que carecía de títulos. ¿Qué mejor forma de enderezarle y, además, ganarse unas monedas?
Pero fue en balde. Sus continuas perversiones, entre ellas las perpetradas en el «Caso de Marsella» (donde fue acusado de drogar a varias chicas para llevar a cabo «actos contra natura») o el martirio sexual de una mendiga, le granjearon ser perseguido por las autoridades y transformarse en un proscrito. Así se convirtió en el personaje que describió la escritora Simone de Beauvoir en el siglo XX:
«Imperioso, colérico, impulsivo, exagerado en todo, con un desorden en la imaginación, en lo que atañe a las costumbres, como no hubo semejante; ateo hasta el fanatismo, heme aquí en dos palabras, y algo más todavía, matadme o aceptadme cual soy, pero no cambiéis».
Suegra perversa
Sade fue capturado en 1777. Con 37 años y una extensísima lista de depravaciones tras de sí, el rey dio órdenes directas de que fuese encarcelado. No se abrió ninguna causa contra él; tampoco hubo un juicio previo. Fue lanzado, sencillamente, a una jaula. Aunque no tanto por sus perversiones sexuales, algo habitual en mayor o menor grado entre la nobleza de la época, sino por su falta de discreción. Las 13 primaveras siguientes las pasó en tres lugares diferentes: el Chateau de Vincennes, la mitificada prisión de La Bastilla (a partir de 1784) y, cuando la tensión revolucionaria obligó a las autoridades a trasladarle, un sanatorio mental ubicado en la comuna de Charenton.
No se puede decir que perdiera el tiempo cuando se hallaba entre rejas. Con el apoyo de su esposa, que le hacía llegar comida y libros a decenas, durante los dos primeros años se dedicó a leer las obras de autores como Voltaire, Virgilio o Montaigne. Sus temas predilectos, como buen ilustrado, eran la historia y la filosofía. Pero su pasatiempo favorito siempre fue escribir. En Vincennes dio forma, por ejemplo, al «Diálogo entre un sacerdote y un moribundo», una suerte de alegato en favor del ateísmo. Aunque también al más popular «Las 120 jornadas de Sodoma», un libro de corte sexual, como quedaba claro en sus primeras páginas al describir al protagonista: «El duque se había habituado a la sodomía pasiva, y soportaba los ataques con el mismo vigor con el que los devolvía activamente».
Entre libro y libro, el Marqués de Sade dejaba siempre un rato para escribir cartas en las que se despachaba a discreción contra sus enemigos. Y no tenía uno mayor que su suegra, Madame de Montreuil, obsesionada con acabar de una vez con el matrimonio de su hija y definida por los historiadores como rencorosa y vengativa. Tras haberle salvado el cuello en varias ocasiones, se convirtió en su particular némesis.
Carta de odio visceral
Ejemplos los hubo a cientos: le persiguió cuando escapó de las autoridades en Marsella, intervino para que fuese juzgado por «desenfreno y pederastia» y, entre otras tantas cosas, insistió en que se revisaran una y otra vez las causas pendientes contra él. La última de sus tropelías fue la peor: engañarle para que se creyera a salvo y los agentes pudieran capturarlo.
Su propia hija llegó a admitir que destilaba un odio visceral contra Alphonse: «No es un criminal a quien ella persigue, sino un hombre a quien ella considera rebelde a sus órdenes y voluntades». En parte llevaba razón, aunque también influyó que Madame de Montreuil hubiera aceptado casarla con Sade para disfrutar de su título de noble y subir varios peldaños en el escalafón social. Que se relacionara a su familia, burguesa y rica, con un depravado de tal calibre no le beneficiaba en absoluto. En todo caso, lo que está claro es que el aborrecimiento era mutuo, como demuestra la carta que, desde el Chateau de Vincennes, escribió el marqués en 1783 (poco antes de ser trasladado a La Bastilla) a «a los estúpidos malvados que me atormentan»:
«En Vincennes.
Viles esbirros de los vendedores de atún de Aix, rastreros e infames sirvientes de los torturadores, a ver si inventáis para mí torturas de las que pueda resultar al menos algún bien. ¿Cuál es el efecto de la inacción en la que vuestra ceguera espiritual me mantiene, salvo maldecir y lacerar a la indigna alcahueta que con tanta mezquindad se las ingenió para venderme a vosotros? Como ya no puedo leer ni escribir más, esta es la centésima undécima tortura que invento para ella. Esta mañana, mientras yo sufría, la vi, a la ramera, la vi desollada en vida, arrastrada sobre cardos y, por último, arrojada a un barril de vinagre. Y le dije:
¡Execrable criatura, esto por vender a tu hijo político a los torturadores!
¡Toma, alcahueta, esto por poner en alquiler a tus dos hijas!
¡Toma, esto por haber arruinado y deshonrado a tu yerno!
¡Toma, esto por hacerle odiar a los hijos por cuya causa se supone que le has sacrificado!
¡Toma, esto por haber destrozado los mejores años de su vida cuando tú eras la única que podía ayudarlo después de su condena!
¡Toma, esto por haber preferido, antes que a él, a los viles y detestables descendientes de tu hija!
¡Toma, esto por toda la maldad con la que lo has abrumado durante trece años, con la intención de hacerle pagar por tus estupideces!
E incrementé sus torturas y la insulté en su dolor, y olvidé el mío.
Se me cae la pluma de la mano, debo sufrir. Adieu torturadores; os tengo que maldecir».
Triste final
Si hubo alguien a quien venció Sade, esa fue a su suegra. Caída la Bastilla, y con la llegada de la Revolución Francesa, el marqués fue liberado después de que el nuevo gobierno anulara todas las condenas ordenadas por el monarca en las que no hubiera habido un juicio. Aunque es seguro que la buena señora se hubiera relamido de gozo al conocer cómo acabó sus últimos días… Alphonse malvivió con una actriz acechado siempre por los dos bandos que se disputaban el poder. Los unos, más conservadores, le consideraban un depravado libertino; los otros, revolucionarios hasta el extremo, le acusaban de pertenecer a la nobleza. Y eso, a pesar de que trabajó para el nuevo sistema. De esta forma lo dejó claro él mismo:
«No estoy, en realidad, a favor de ningún partido y soy un compuesto de todos ellos. Soy anti-jacobino; los odio a muerte. Adoro al rey, pero detesto los antiguos abusos; amo un gran número de artículos de la constitución, pero otros me revuelven. Quiero que se devuelva a la nobleza su esplendor porque quitárselo no conduce a nada; quiero que el rey sea el jefe de la nación; no quiero Asamblea Nacional sino dos cámaras como en Inglaterra, para que el rey posea una autoridad mitigada, equilibrada por el concurso de una nación necesariamente dividida en dos órdenes (el tercero es inútil, yo lo suprimiría). He ahí mi profesión de fe. ¿Qué soy en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo diréis, si os place… porque yo no lo sé»
Al final, y como cabía esperar, fue encerrado de nuevo en 1801 en un manicomio. Desde allí escribió al mismo Napoleón pidiendo clemencia.
«El señor de Sade, padre de familia, en el seno de la cual ve para su consuelo a un hijo distinguido en los ejércitos, arrastra desde hace nueve años, en tres prisiones consecutivas, la más desgraciada vida de este mundo. Septuagenario, casi ciego, abrumado de gota y de reumatismos en el pecho y el estómago que le hacen sufrir horribles dolores».
No funcionó. El Sire, que afirmó haber leído en una de las novelas de Sade «el libro más abominable que haya concebido la imaginación más depravada», le mantuvo preso. Con Luis XVIII tuvo igual suerte. Falleció el 2 de diciembre de 1814 en el manicomio de Charenton. Su cuerpo fue enterrado bajo el más estricto secreto por uno de sus hijos; el mismo, por cierto, que quemó todos los manuscritos sin publicar que su padre guardaba celosamente en su celda. Así terminó la vida de este curioso y controvertido personaje. Del pequeño Alphonse al que, un día, su madre había abandonado y del que su padre no pudo hacerse cargo. Pero el mismo adulto que se había dejado llevar por su voracidad sexual.