América Latina: Más caudillistas que institucionalistas
Una de mis definiciones favoritas de democracia la ofrece Ralf Dahrendorf, al afirmar que la democracia es un conjunto de instituciones tendientes a legitimar el ejercicio del poder político, brindando una respuesta coherente a tres preguntas clave: ¿Cómo podemos producir en nuestras sociedades cambios sin violencia? ¿Cómo podemos mediante un sistema de vigilancias y equilibrios (checks and balances) controlar a quienes están en el poder de modo que tengamos la certeza de que no abusarán de él? ¿Cómo puede el pueblo –todos los ciudadanos- tener voz en el ejercicio del poder?
Cuatro conceptos sobresalen de dicha definición: la escogencia de quienes detentan el poder por decisión libre y soberana de los ciudadanos, y no por vías violentas o impuestas; la necesaria arquitectura institucional; el que dichas instituciones sean plurales y que permitan e incluso impulsen el cambio, un cambio sin violencia, o sea por vía del diálogo; y que la voz del pueblo sea oída, es decir que los ciudadanos –vale decir, individuos conscientes no sólo de sus derechos sino también de sus deberes y responsabilidades personales y públicas- puedan participar activamente en las decisiones de la política.
Elecciones, instituciones, diálogo y participación. Conceptos nobles, pero que los totalitarismos y autoritarismos de izquierda han sido hábiles en apropiarse –para ultrajarlos- junto a otros conceptos caros al pensamiento democrático en general: comunidad, justicia social, solidaridad.
Podría afirmarse, grosso modo, que el extremo contrario a la institucionalización estatal es el caudillismo, de lo cual, en América Latina, tenemos ejemplos para repartir. Ello ha llevado al hecho concreto de que, a mayor caudillismo, mayor debilidad del sistema de partidos, componentes importantes de una democracia. Un dato a tomar en consideración: ninguno de los estudiosos venezolanos que aplaudían la constitución chavista del 99 se dieron cuenta que en dicha carta magna no se menciona ni una sola vez la palabra “partido”. Así, se abrían las compuertas para una democracia centrada en el líder, más que en las instituciones –como los partidos- encargadas de pavimentar el camino democrático.
Es un hecho a destacar que cuando se habla de la existencia de democracia en nuestras tierras por alguna razón se prefiere hacer mención prioritaria a la posibilidad de realización de eventos electorales públicos; el muy fundamental respeto por los mecanismos institucionales plurales al parecer no posee tanta importancia. Sin embargo, una consecuencia concreta del proceso de destrucción institucional es la “creciente dificultad para configurar el espacio público, ante el debilitamiento del sentido de lo común (…). La preocupación por el espacio público, por lo común, por el mundo, está en el corazón de la acción política.” ( Daniel Innnerarity).
La creación institucional democrática implica reducir la distancia entre pensamiento y política, entre teoría y praxis. Es reconocer que la política es mucho más que la mera gestión gerencial y tecnocrática, y que implica fundamentalmente una idea de la sociedad, de los cambios en ella, y de los modos de consultar y debatir sobre dichos cambios. Es asimismo promover reglas de juego –o sea, instituciones- que impulsen el debate de ideas y no la pereza ideológica; promover la meritocracia y no el clientelismo y el paternalismo.
Una prueba fehaciente de institucionalización estatal la constituye una real división de poderes (fundamental para los “checks and balances” de la definición de democracia según Dahrendorf). Aquí también los latinoamericanos en general, y los venezolanos en particular, mostramos graves déficits históricos. ¿Alguien se atrevería a afirmar que en nuestras sociedades políticas presidencialistas latinoamericanas el ejecutivo no ha controlado o no ha buscado casi siempre controlar, de alguna manera, los poderes legislativo y judicial?
Más aún: viendo el debilitamiento de los valores de la democracia y la libertad en las actuales arquitecturas institucionales regionales –OEA, Mercosur, CELAC, etc.-, así como los intentos de todo tipo de forzar las constituciones nacionales para permitir la reelección de los que están en el poder, o el olvido de la carta democrática -todo ello mientras se observa el permanentemente agresivo ataque a la democracia por parte del castro-chavismo-madurismo ¿alguien podría defender a rajatabla que América Latina vive en realidad un momento de esplendor democrático? ¿Sólo porque hay elecciones en la mayoría de los países? ¿O será porque hace décadas la situación, con tantas dictaduras militares, era peor?
América Latina se debate hoy entre dos modelos, uno pasivo y el otro muy activo. El pasivo, lo conforman las supuestas democracias electorales, mayoría hoy en el continente. Presidentes electos en procesos electivos plurales, pero bajo plataformas en las cuales lo sustantivo del hecho institucional democrático se diluye en las afirmaciones de costumbre: somos participativos, queremos diálogo, defendemos los derechos humanos, etc. Pero, en política exterior, cómo se alegran y se avispan a la hora de ponerse sus mejores galas, sus uniformes de vasallos, para ir a retratarse con el cadáver de Fidel en Cuba.
Es grave que los países democráticos posean unos presidentes que actúan más como vendedores ambulantes de sus productos, que como estadistas con valores, defensores de la democracia más allá de sus fronteras. Lo que le acaba de pasar hace un par de semanas a Santos en la OEA es una pequeña muestra de lo que le viene pasando hace años a los demócratas venezolanos: los intereses prevalecen sobre los principios.
En conclusión, me perdonará el amigo lector, pero en la OEA hoy actúan sólo dos democracias con mayúsculas: Estados Unidos y Canadá. Son en estos momentos los únicos países que respetan en la práctica los valores y las instituciones democráticas señaladas en la definición de Dahrendorf mencionada arriba.