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Oswaldo Páez-Pumar: La soberanía

 

De mucho tiempo atrás he querido abordar este tema y confieso que a pesar de todo el tiempo transcurrido – que no es poco – no me ha permitido alcanzar con claridad la idea que quiero expresar. La Revolución de Independencia Americana, o la Revolución Francesa, según el gusto de cada quien, depositó en el pueblo la soberanía despojando a los monarcas del derecho que les venía por obra de Dios. A partir de ese momento se me hizo difícil la comprensión.

Ese cambio se produjo en un momento de esplendor de lo que llamamos la Civilización Occidental o Judeo-Cristiana y afectó fundamentalmente a los reinos cristianos en Europa occidental por lo que también lo recibe América al tiempo de independizarse, ya que las civilizaciones precolombinas no habían dejado instituciones que sobrevivieran al impacto del encuentro.

No ocurrió así ni en el África mediterránea, ni en el llamado medio oriente y menos aún en el lejano oriente donde a pesar de que en esas tres áreas habían surgido civilizaciones con anterioridad a las europeas, el concepto de soberanía nunca reposó en el pueblo, sino en los conductores, fueran reyes, emperadores, faraones, hijos del cielo o cualesquiera que fuesen los nombres con los que se les designaban.

Cuando el poder soberano se desplaza de una persona a una comunidad la definición de lo soberano, de la soberanía misma, se torna compleja, porque no se trata de una voluntad que es perfectamente identificable, sino de un conjunto de voluntades que por su misma integración impide que sea singularizado y nos lleva, lo queramos o no, al concepto de la mayoría. Ya los maestros griegos nos previnieron contra la “demagogia” que es el gobierno de la mayoría en beneficio de esa particular mayoría. Pero la mayoría no puede asumir la autoridad que emana de la unidad, del pueblo como un todo. La mayoría es simplemente una parte de ese todo y en ella no puede radicar la soberanía que corresponde al todo. Obviamente tampoco puede corresponder esa autoridad soberana a la minoría, aunque confieso sí, simpatía por lo expresado por alguien con muchísima mayor autoridad que yo, Henrik Ibsen: “La mayoría no tiene razón nunca…La minoría siempre tiene razón.

Desde luego resulta de imposible realización la conducción de una comunidad, menos aún de una nación y muchísimo menos de la comunidad de naciones sobre la base de lo que sustente la minoría, porque tal planteamiento conduce, ya que siempre hay minorías de minorías, hasta la más escuálida: la opinión, la idea, o el ucase sostenido por una sola persona, que fue precisamente lo que hace aproximadamente dos siglos y cuarto quisimos superar al establecer que la decisión singular del soberano se trasladaba de su persona al pueblo, y por eso la descarto.

No se trata por lo tanto de establecer por quién, cuándo, dónde y cómo se definirá la soberanía, que es decidir lo que ha de ejecutarse, sino de respetar lo que cada quien define como su camino. La regla fundamental es la de la libertad individual por lo cual toda obra de cualquier gobierno debe estar orientada a hacer cada vez más libre y autónomo a cada uno de los integrantes de la comunidad que conforman ese Estado. Cualquier pretensión de imposición o tutela de la mayoría no puede aceptarse como legítima, sino como lo que es, usurpadora de la soberanía que por radicar en el pueblo, pertenece al todo y a cada uno de sus integrantes; y no a la mayoría, desde luego menos aún a la minoría, que ejerciendo el poder se atribuye la representación de la mayoría a la cual erige en autoridad suprema , es decir, soberana, para supuestamente en su nombre imponer la autoridad y el poder de mando, que le fueron negadas a los reyes hace dos siglos y medio. Por eso concluyo que el recto ejercicio de la soberanía, consiste en abrir camino para su propio desarrollo a las minorías, comenzando por la ínfima, cada persona; y siguiendo por la primera comunidad: la familia.

 

 

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