A principios de 1817, un hombre llamado Bill Walton recibió en Londres una misión de parte de un encumbrado aristócrata, militar de dilatada hoja de servicios en las guerras contra Napoleón y ahora miembro del Parlamento británico.
El aristócrata había hecho la llamada “guerra de la Península”, que es como los británicos llaman su participación en la Guerra de Independencia española, librada contra la invasión napoleónica. Bill Walton, por su parte, combatió en España a las órdenes del general Hill, y en 1815 vio acción en Waterloo. ¿La misión de Walton? Pagar muy discretamente una fianza y sacar de la prisión de King’s Bench a un impecune sexagenario caraqueño llamado Luis López Méndez.
La prisión de King’s Bench fue uno de los más célebres establecimientos penales de la época donde muchos purgaban una pena infamante: la cárcel por deudas.
El aristócrata representaba a un pool de traficantes de armas y exigía permanecer en el más absoluto anonimato. Del propio Walton se supone con bastante fundamento que pudo ser hijo de algún funcionario colonial inglés destacado en las Indias Occidentales. El hecho probado es que Walton se expresaba muy bien en español, tanto hablado como escrito. Era impresor y periodista y desde hacía tiempo abogaba por la intervención británica en pro de los independentistas de la América española.
Walton, pues, sacó a López Méndez de la cárcel, le compró una comida caliente y lo llevó directamente a su alojamiento habitual desde 1810, el N° 58 de Grafton Way, hogar de la señora Sarah Andrews, ya para entonces viuda del generalísimo Francisco de Miranda. Para irnos entendiendo, sépase que Bill Walton y López Méndez se conocían desde hacía ya siete años.
López Méndez llegó a Londres en 1810, formando parte de un trío de enviados políticos del movimiento juntista que el 19 de abril de aquel año destituyó al capitán general Vicente Emparan. Los otros dos enviados eran los veinteañeros Andrés Bello y un tal Simón Bolívar; López Méndez, distinguido profesor de filosofía, era el mayor de los tres: tenía 53 años bien cumplidos. La idea general era recabar apoyo británico para la causa independentista.
Ahora, en 1817, Walton y López Méndez iban a convertir la casa de Grafton Way en el cuartel general de una sostenida operación de reclutamiento de mercenarios que, a su vez, serviría para liquidar gran parte del enorme inventario de mosquetes Brown Bess y de los preciados rifles Baker, saldo de las guerras napoleónicas.
Puede decirse del rifle Baker que era el AK-47 de las guerras napoleónicas. Un arma de devastadora precisión que en muchas ocasiones hizo la diferencia. Colocar un buen lote de rifles Baker formaba parte de los tejemanejes de Walton y López Méndez en la mejor apuesta que el Imperio Británico podía hacer en el apogeo de la Revolución Industrial por abrir los mercados de Hispanoamérica.
Después de Waterloo, Inglaterra desmovilizó su Ejército y puso a media paga a los oficiales excedentarios. Son los oficiales en quienes se inspira la figura de Richard Sharpe, el rudo oficial de fusileros protagonista de la exitosísima serie británica que lleva su nombre.
Su segundo, el imaginativo sargento mayor Patrick Harper, natural de Donegal, Irlanda, evoca para mí y le pone rostro a la centena de mercenarios irlandeses e ingleses que hace 200 años perecieron en la batalla de Carabobo, acribillados inmisericordemente por la mortífera mosquetería española. Carabobo fue la batalla que aseguró la independencia de Venezuela y que el estrafalario Nicolás Maduro y sus narcogenerales se proponen re-escenificar en junio de este año.
Tengo a la vista la nómina de participantes extranjeros en la batalla “de a de veras”, con sus muertos y heridos. Fue publicada por el Dublin Evening Post en diciembre de 1821. El predominio irlandés en el conteo de bajas es sobrecogedor. De los 340 combatientes de uno de los regimientos que entraron en acción, perecieron en cosa de dos horas 11 oficiales y 97 individuos de tropa. Se apellidan Callahan, Doyle, Kelly, Kilpatrick, McGyll, Mullaly, O’Connel, O’Reilly, Sandes…
He usado la voz “mercenarios”, consciente de los remilgos de quienes preferirían llamarlos “legionarios”, palabra ésta menos cargada de desprecio y más frecuente en los manuales de Historia patria. Sin embargo, el diccionario de la Real Academia da como primera acepción un adjetivo: “Dicho de una tropa: Que por estipendio sirve en la guerra a un poder extranjero”.
Me ciño a esa descripción del cargo porque ese, justamente, fue el trabajo de Bill Walton: de embarcar (¿embaucar?) mercenarios, mosquetes Brown Bess, rifles Baker y otros pertrechos hacia Angostura. López Méndez firmaba y ponía en los contratos el “sello de goma” de una Costaguana llamada República de Colombia.
La expresión “legión británica” es descaminadora en extremo y no deja ver que el grueso de las bajas registradas eran jóvenes irlandeses, muchos de ellos depauperados labriegos, solo en muy pocos casos veteranos de guerra y reclutados todos por los agentes de Bolívar en Londres con engañosas promesas más tarde incumplidas.
En esto no estoy torciendo la historia en lo más mínimo. El profesor Matthew Brown, distinguido historiador militar británico, catedrático de la Universidad de Bristol, ha escrito un libro que recoge su exhaustiva investigación de años sobre el tema. Se titula Adventuring through Spanish colonies: Simón Bolívar, foreign mercenaries and the birth of new nations (Aventurándose en las colonias españolas: Simón Bolívar, los mercenarios extranjeros y el nacimiento de nuevas acciones, Liverpool, 2006).
La base de datos acopiada por el profesor Brown acude al registro de miles de irlandeses de los de abajo, atraídos por los afiches y volantes impresos por Walton y López y enviados a morir a nuestras tierras. Se funda en documentación recabada en Inglaterra, Escocia, Irlanda, España, Ecuador, Venezuela y Colombia.
Entre 1810 y 1825 –nos dice Brown–, casi 7.000 mercenarios británicos e irlandeses zarparon de Inglaterra rumbo a Venezuela. Sus motivos eran diversos: muchos lo hicieron por dinero que nunca llegaron a ver; otros, los menos, anhelaban gloria militar. La mayoría, sin discusión, eran irlandeses que murieron en duras condiciones de combate o a causa de las fiebres tropicales.
Pienso en Achaguas, remota población del llano venezolano que fue centro de operaciones de la caballería llanera del general José Antonio Páez y donde llegaron los primeros rifleros extranjeros. Allí es aún posible apreciar a simple vista un gen dominante en la población: los ojos grises que los lugareños viejos llaman de antiguo “el paso del inglés”. ¿Doscientos años ya?