Veintidós años con Charlot: la leyenda y sus mitos
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Verdad o mito, es el propio Chaplin quien, en My Autobiography, publicada en 1965, relata de este modo el nacimiento del celebérrimo Charlot, el personaje que lo haría inmortal:
No tenía idea sobre qué maquillaje ponerme. No me gustaba mi personaje como reportero (en Charlot periodista). Sin embargo, camino al guardarropa pensé en usar pantalones bombachos, grandes zapatos, un bastón y un sombrero hongo. Quería que todo fuera contradictorio: los pantalones holgados, el saco estrecho, el sombrero pequeño y los zapatos anchos. Estaba indeciso entre parecer joven o mayor, pero recordando que Sennett quería que pareciera una persona de mucha más edad, agregué un pequeño bigote que, pensé, agregaría más edad sin ocultar mi expresión. No tenía ninguna idea del personaje pero, tan pronto estuve preparado, el maquillaje y la vestimenta me hicieron sentir el personaje, comencé a conocerlo y cuando llegué al escenario ya había nacido por completo.
Eran los primeros meses de 1914 y Kid Auto Races at Venice –conocido en español en algunos países como Carreras sofocantes–, un filme de sólo seis minutos de duración, era apenas la segunda de las ochenta y una películas en las que, durante poco más de seis décadas, participó Charles Spencer Chaplin, nacido el 16 de abril de 1889 en el londinense barrio de Walworth. (A propósito de mitos, hay otro referente al lugar donde nació: según cierto documento dado a conocer treinta y cuatro años después de la muerte de Chaplin, éste habría nacido en las inmediaciones de Birmingham, no demasiado lejos de Walworth, pero con la particularidad de haberlo hecho en la casa rodante de un campamento gitano ahí establecido a finales del siglo XIX; realidad o leyenda, el caso es que la bisabuela paterna de Chaplin en efecto había sido gitana, de lo cual el actor, director, productor, guionista, compositor y editor solía hablar con gran orgullo.)
Volviendo al cine, Kid Auto Races… no era la primera, sino la segunda vez que Chaplin le prestaba rostro, cuerpo y alma a Charlot; la cita refiere el momento en que se preparaba para coprotagonizar Mabel’s Strange Predicament –en español, rebautizada primero como Aventuras extraordinarias de Mabel y más adelante como Charlot en el hotel–, filmada previamente pero estrenada después, si bien con sólo dos días de diferencia: Mabel’s Strange… fue presentada al público el 9 de febrero de 1914, mientras que Kid Auto Races… lo hizo el 7 de ese mismo mes.
El perfil del alma
Con el entrañable vagabundo no sólo nació el personaje que le daría identidad e inmensa fama a su creador, sino el que con toda seguridad es, desde su aparición y hasta nuestros días, el icono más memorable de toda la cinematografía: el brevísimo bigote, no más ancho que la nariz; el sombrero bombín, la chaquetilla estrecha, los pantalones enormes y repletos de pliegues, el infaltable bastón y los enormísimos zapatos, que lo obligaban a caminar a la manera de los zambos, pueden ser reconocidos en cualquier rincón del planeta. A esa imagen estrambótica, extravagante, una suerte de combinación imposible entre gentleman, payaso, pordiosero y buscabullas, su creador le añadió nobleza de espíritu, un candor irresistible, generosidad sin medida y, como resultado –se ignora si a sabiendas o por la pura fuerza del azar y la intuición–, obtuvo algo así como el perfil ideal del alma humana o, al menos, de la que todos quisiéramos tener: ligera, juguetona, solidaria, empática, y sobre todas las cosas, feliz a pesar de los pesares.
Cifras y concidencias
Exactamente hoy, domingo 7 de febrero de 2021, se cumplen 107 años desde que Charlot apareciera por primera vez en una pantalla de cine.
El chico (The Kid), primer largometraje de Chaplin/Charlot tras una muy larga lista de películas cortas –sólo en 1914, apenas nacido, el vagabundo protagonizaría treinta y tres más–, fue estrenado hace precisamente cien años y un día: el 6 de febrero de 1921.
La última película de Charlot –que no de Chaplin, quien como director e histrión se mantuvo activo hasta 1967– fue Tiempos modernos, otra obra maestra chapliniana junto a Luces de la ciudad y La quimera del oro, por mencionar sólo dos. Era 1936 y la industria cinematográfica vivía lo que, de cualquier manera, todavía no era un recurso demasiado añejo: la sonoridad. Chaplin se rehusaba a sucumbir a una tecnología que, desde su perspectiva, en buena medida desnaturalizaba al cine mismo, por lo cual porfiaba en seguir filmando sí con sonido, pero no con diálogos –más adelante en el tiempo, también añadiría música a algunas de sus viejas cintas.
No lo dice él en My Autobiography, pero la idea es tentadora: quizá Chaplin decidió que Tiempos modernos fuese la despedida cinematográfica del adorable y adorado Charlot, precisamente para no obligarlo a decir jamás ni una sola palabra, o una entendible al menos: es de sobra conocida la ironía finísima de Chaplin, que se sirvió del sonido para hacer que Charlot cante, en una jerigonza incomprensible, mientras baila al centro del salón de un restaurante, para un público que no entiende absolutamente nada de lo que dice pero puede captar –o inventar, cada espectador para sí mismo– de qué habla Charlot por la gestualidad y el movimiento corporal. “Si quieren saber de qué se trata esto no tienen que escucharme, sólo mírenme”, pareciera sugerir Chaplin/Charlot, en la que sería una clase magistral de actuación y, al mismo tiempo, una síntesis inmejorable de las diferencias entre el cine silente y el sonoro. También conocida de sobra es la forma en que Charlot se despide de ambos –no cuenta, por no tratarse del papel protagónico, su brevísima aparición en El gran dictador–: al final de Tiempos modernos, vemos al vagabundo inmortal, de espaldas, cómo se aleja caminando.
Así pues, veintidós años menos dos días duró la vida de Charlot: desde el 7 de febrero de 1914 y hasta el 5 de febrero de 1936, fecha de estreno de Tiempos modernos.
Por su parte, la de Charles Chaplin transcurrió desde mediados de abril de la penúltima década del siglo XIX, hasta tres años antes de la antepenúltima del siglo XX, con un detalle paradójico en extremo: dejó de respirar en diciembre de 1977, precisamente el día de Navidad, fecha que no le gustaba en absoluto dada la naturaleza de su infancia, que bien cabría considerar dickensiana al haber estado, como también es de dominio público, plagada de infortunios.