Timothy Garton Ash: El futuro del liberalismo
Enfrentados a un autoritarismo creciente, los liberales necesitan construir una nueva agenda. Para ello, deben aprender de sus graves errores y evitar los señuelos y marcas narcisistas de la derecha y la izquierda.
Los escritores interpretan los fallos del liberalismo de diferentes maneras; la cuestión, sin embargo, es cómo cambiarlo. La autocrítica es una fortaleza liberal. El hecho de que haya ya numerosos libros que diagnostican la muerte del liberalismo es una prueba de que sigue vivo. Pero ahora tenemos que pasar del análisis a la prescripción.
Es algo urgente. La victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales en Estados Unidos inaugura una frágil renovación liberal, pero más de setenta millones de estadounidenses votaron por Donald Trump. En Reino Unido, el gobierno conservador populista se enfrenta a un Partido Laborista que tiene un nuevo líder liberal de izquierdas, Keir Starmer. En Francia, Marine Le Pen sigue suponiendo una seria amenaza para el líder liberal reformista en Europa, Emmanuel Macron. La Unión Europea tiene en Hungría a un Estado miembro cada vez más iliberal y antidemocrático. Las posibles consecuencias económicas de la pandemia –el desempleo, la inseguridad, el aumento de la deuda pública y quizá la inflación– alimentarán probablemente una segunda ola de populismo. China, que ya es una superpotencia, emerge fortalecida de la crisis. Su modelo de desarrollo autoritario desafía al capitalismo liberal democrático. Por primera vez en este siglo, entre los países con más de un millón de habitantes hay menos democracias que regímenes no democráticos.
Como el tridente de Neptuno, un liberalismo renovado tendrá tres puntas. La primera es la defensa de los valores e instituciones liberales clásicas, como la libertad de expresión y los tribunales independientes, frente a las amenazas tanto de los populistas como de los abiertamente autoritarios. La segunda implica afrontar los mayores errores de lo que se ha considerado liberalismo en los últimos treinta años: un liberalismo económico unidimensional, y en el peor de los casos un fundamentalismo de mercado que tenía tan poco contacto con la realidad humana como los dogmas del materialismo dialéctico o la infalibilidad papal. Estos errores han conducido a millones de votantes hacia los populistas. Debemos, por lo tanto, ser duros con el populismo y duros con las causas del populismo. La tercera punta implica afrontar, con una estrategia liberal, los abrumadores retos de nuestra época, como el cambio climático, las pandemias y el auge de China. Por eso nuestro nuevo liberalismo tiene que mirar tanto hacia atrás como hacia delante, pero también hacia fuera y hacia dentro.
Los valores e instituciones liberales que defendemos con la primera punta del tridente son bien conocidos, y son esenciales para cualquier liberalismo que se precie. Es una lucha constante en países como Polonia y la India. La bárbara decapitación de un profesor a las afueras de París nos recuerda que, incluso en las sociedades liberales más antiguas, la libertad de expresión tiene que enfrentarse no solo al veto del boicoteador sino también al del asesino. El populismo desprecia el pluralismo, así que nuestras instituciones pluralistas y contramayoritarias tienen que fortalecerse junto a unos medios diversos e independientes y una sociedad civil fuerte.
El rechazo de Trump a conceder la elección y el intento de Boris Johnson en 2019 de suspender la actividad del parlamento demuestran que no podemos depender tanto como en el pasado del autocontrol de lo que Alexis de Tocqueville llamó mores: la convención, la costumbre y las buenas maneras. Pero si algunas de esas amenazas son nuevas, las ideas y las instituciones son conocidas, y los liberales ya las han defendido en el pasado.
Para la tercera punta es necesaria una gran dosis de nuevo pensamiento. Antes de pasar a estos temas, he de explicar qué quiero decir cuando hablo de liberalismo.
No hay liberalismo sin libertad
El liberalismo es, según la brillante definición de Judith Shklar, una “tradición de tradiciones”. Hay una familia extensa de prácticas históricas, grupos ideológicos y escritos filosóficos que podrían legítimamente llamarse liberales. Todos comparten un compromiso central en defensa de la libertad individual. (Solo en el extraño universo semántico de la política estadounidense contemporánea es posible separar liberalismo de libertad.) Más allá de esto, como ha señalado John Gray, el liberalismo incluye elementos de individualismo, meliorismo, igualitarismo y universalismo. Estos ingredientes, sin embargo, aparecen en una gran cantidad de diferentes definiciones, proporciones y combinaciones.
Desde los años treinta, la palabra liberal se comenzó a usar de manera más amplia como un adjetivo en el compuesto “democracia liberal”, y formulaciones similares como sociedades liberales, mundo liberal y orden internacional liberal. En minúscula, distingue a las democracias liberales, empezando por aquellas que están en el núcleo del Occidente moderno transatlántico, de los regímenes totalitarios como la Alemania nazi y la Unión Soviética, y luego de los regímenes autoritarios como la China de Xi Jinping y la Rusia de Vladímir Putin. En un proceso bastante similar al que permitió que la lengua que hablaban los ingleses se terminara convirtiendo en un dialecto de sí misma a medida que el inglés se convertía en la lengua global, el liberalismo con mayúscula de los partidos liberales se convirtió en un dialecto de un idioma político más amplio, hablado también por los liberal-conservadores, los católicos liberales, los socioliberales y los liberales comunitaristas.
Esto ayuda. Porque los cambios profundos necesarios para renovar los fundamentos de las sociedades liberales necesitarán una aplicación consistente que vaya más allá del alcance de cualquier grupo. Para que una democracia permanezca en constante cambio no sirve solo un partido, incluso si es el más impecable de los liberales con mayúscula. Un sistema liberal que solo tenga un partido es una contradicción en sus términos. Así que la renovación liberal exige un grado de consenso entre partidos, como el que existió cuando los democristianos colaboraron en la construcción de los Estados de bienestar después de 1945.
Pero el liberalismo también rechaza la noción de que todo el mundo debería estar de acuerdo, algo que eliminaría una vital batalla de ideas. El Occidente contemporáneo ofrece ejemplos de estos dos peligros opuestos: en los Estados Unidos de la hiperpolarización, hay muy poco consenso; en Alemania, se podría decir que ha habido demasiado. Como Ricitos de Oro, que quería la sopa ni muy caliente ni muy fría, necesitamos encontrar equilibrio entre un consenso necesario y un conflicto igual de importante.
Nada podría ser más absurdo que reducir el “liberalismo” tanto a la teoría de John Rawls como a las prácticas de Goldman Sachs. Bien entendido, el liberalismo ofrece la historia experimental de cuatro siglos, incomparablemente rica, en busca de una fórmula para que gente diversa viva en comunidad en condiciones de libertad. Es un tesoro oculto teórico y a la vez un banco de experiencias prácticas. Es muy revelador, por contraste, que el llamado “posliberalismo” no pueda dar con un nombre más apropiado para sí mismo; su propio apodo revela su carácter epigonal. El mejor de los libros recientes contra los fallos del liberalismo acaba argumentando, no que tenemos que abandonar el liberalismo sino que necesitamos un mejor liberalismo.
Igualdad y solidaridad
Si hubiéramos escuchado a Pierre Hassner. Ya en 1991 el brillante filósofo político francés, nacido en Rumania, avisó de que, por mucho que celebremos el triunfo de la libertad al final de la Guerra Fría, debemos recordar que la humanidad no vive solo de la libertad y la universalidad. Las aspiraciones que condujeron al nacionalismo y el socialismo seguramente volverían, predijo, y se dedicó a nombrarlas: el anhelo de la comunidad y la identidad, por una parte, y por la igualdad y la solidaridad por la otra. Uno puede catalogar bajo estas dos combinaciones tanto un diagnóstico sobre lo que ha ido mal en la mayoría de las democracias liberales como una solución. La comunidad y la identidad son valores (y necesidades humanas) que a menudo son enfatizados en el pensamiento conservador, mientras que la tradición socialista ha dado especial importancia a la igualdad y la solidaridad. Siguiendo con el espíritu medio en broma medio en serio del filósofo polaco Leszek Kołakowski en su célebre ensayo de 1978 “Cómo ser un conservador-liberal-socialista”, propongo que seamos conservadores-socialistas-liberales.
Empecemos con la igualdad y la solidaridad. Es un lugar común señalar el dramático aumento de la desigualdad en muchas sociedades desarrolladas. La brecha cada vez más amplia en las oportunidades de vida comienza con la propia vida. En una esquina frondosa de Londres, Richmond upon Thames, un hombre de 65 años puede tener una esperanza de vida de otros 13.7 años, que es más del doble que los 6.4 años de su equivalente en la otra punta de la misma ciudad, en Newham. Desde los años noventa, en Estados Unidos la tasa de mortalidad para hombres blancos con un título universitario de edades comprendidas entre los 45 y los 54 años se ha reducido un 40%, pero ha aumentado un 25% entre los hombres blancos del mismo grupo de edad sin título universitario. No puedes ser libre si estás muerto.
Para reducir la desigualdad de oportunidades vitales, empezando por esa oportunidad tan básica como es continuar viviendo, los liberales deben enfrentarse a diversas desigualdades simultáneamente: las más obvias son las de riqueza, salud, educación y geografía (el cinturón de óxido comparado con las costas de Estados Unidos, el norte de Inglaterra frente al Gran Londres), pero también las intergeneracionales y algunas desigualdades menos visibles de poder y atención. Para revertir esta desigualdad multidimensional es necesario tomar medidas más radicales de lo que muchos liberales estaban dispuestos a asumir en los treinta años que han pasado desde 1989.
Una estrategia liberal no empieza con el techo sino con lo que Ralf Dahrendorf llamó “la base común” desde la que cualquiera puede, con su propia energía y habilidades, ascender hasta llegar al mismo nivel que quien empieza la vida en el último piso del rascacielos. Las medidas que pueden ayudar a esto son un impuesto de la renta negativo (como propuso hace mucho tiempo Milton Friedman); una renta básica universal (apoyada por un sorprendente 71% de europeos en una encuesta diseñada por mi equipo de investigación en la Universidad de Oxford); una herencia mínima universal subvencionada con impuestos (algo especialmente deseable en los lugares, como Reino Unido y Estados Unidos, donde la brecha definitoria es la que hay entre la riqueza acumulada y no tanto la que hay entre salarios); y servicios públicos básicos como sanidad, alojamiento y seguridad social. Hay muchas variaciones nacionales del capitalismo liberal democrático, así que la mezcla apropiada de estas medidas será diferente en cada país.
Una escalera crucial para subir puestos es la educación. Los liberales de mediados del siglo XX consideraban que la extensión de la educación universitaria aumentaría las oportunidades vitales y la movilidad social, y sin embargo hoy las grandes universidades estadounidenses cada vez parecen más una herramienta de las élites existentes para perpetuarse. Las universidades estadounidenses líderes admiten a más estudiantes del 1% más alto de la renta que del 60% más bajo. La revista The Economist ha acuñado el concepto “meritocracia hereditaria” para describir esta nueva clase que se autoperpetúa. Universidades como las dos en las que tengo el privilegio de trabajar tienen por lo tanto la responsabilidad de ampliar sus criterios de acceso, pero no pueden promover la movilidad social por sí solas. También necesitamos escuelas públicas de calidad, desde los años cruciales, una mejor educación vocacional y, en mitad de la revolución digital, un aprendizaje para toda la vida.
Una redistribución del respeto
Más allá de la educación hay un problema más amplio que podría describirse como una disparidad de estima. La población sin educación superior, que a menudo vive en antiguas ciudades industriales ahora en decadencia, se considera ninguneada, desdeñada o ignorada por aquellas a las que los populistas llaman “élites liberales”. Podemos encontrar un profundo resentimiento cultural incluso en los lugares, como en Alemania del Este, donde no hay mucha precariedad material. El filósofo del derecho Ronald Dworkin dijo que una comunidad política liberal debe mostrar “un respeto y preocupación por igual” a cada uno de sus miembros. ¿Podemos los liberales cosmopolitas afirmar con sinceridad que, en las décadas posteriores a 1989, hemos mostrado respeto y preocupación por la población del cinturón de óxido en Estados Unidos, o por las comunidades abandonadas del norte de Inglaterra? Hasta que, claro, la ola populista provocó que periodistas de la metrópoli viajaran en taxi a visitar, como si fueran safaris domésticos, las antiguas minas de carbón de Yorkshire o los montes Apalaches.
Serán necesarios programas amplios para elevar los niveles de vida de regiones y ciudades abandonadas. El localismo es tan vital para el liberalismo como para el conservadurismo. Recordemos el credo de Thomas Jefferson: “divide los condados en distritos”. Una respuesta liberal al eslogan del Brexit, “Recuperar el control”, puede ser dar más control a la gente en el nivel más bajo posible, revirtiendo la excesiva centralización característica de Reino Unido y de Inglaterra en particular.
Un cambio sostenido en las actitudes es tan vital como en las políticas públicas. Los populistas polacos no se equivocan cuando hablan de la necesidad de una “redistribución del respeto”. En los primeros meses de la pandemia vimos algo parecido, cuando los políticos alabaron como “héroes” a los doctores y enfermeros, pero también a los conductores de ambulancias, los repartidores y los basureros. Pero esto parece que está desapareciendo.
Al liberalismo tecnocrático de las últimas décadas le faltaba urgentemente un ingrediente vital: la imaginación liberal. Martha Nussbaum ha escrito sobre una imaginación “curiosa y compasiva” que es suficientemente grande como para “reconocer a la humanidad en trajes extraños”. Esa simpatía imaginativa la encontramos en su esplendor en obras de poetas y novelistas. En su libro Bleak liberalism [Liberalismo lúgubre], Amanda Anderson señala la emocionante reflexión que hace Charles Dickens en Casa desolada sobre la muerte del barrendero analfabeto Jo:
Empujado, arrojado y movido de un lugar a otro; y realmente sintiendo que parece algo completamente normal no tener derecho a estar aquí, o allí, o allá o en ningún lugar; y sin embargo me siento perplejo por la consideración de que de alguna manera también estoy aquí, y que todo el mundo me ignoró hasta que me convertí en la criatura que soy.
Ojalá una pluma como la de Dickens hoy hiciera que los banqueros detengan sus pasos antes de pisar con sus caros zapatos de cuero al mendigo acurrucado a la puerta de su banco, y, sí, también hiciera detenerse al profesor con plaza de camino a su universidad bien equipada.
La virtud cívica que está detrás de esta simpatía imaginativa es la solidaridad, un ideal que la izquierda ha hecho suyo desde siempre, pero también un valor que muchos conservadores aprecian y que extraen de las enseñanzas cristianas. Estas dos tradiciones, de izquierda a derecha, se unieron y combinaron en Polonia en los años ochenta a través del movimiento de liberación nacional llamado Solidaridad. Los liberales tienen que unirse tanto a los conservadores como a los socialistas para asumir completamente el valor de la solidaridad. Y tenemos que entender que sus aspectos emocionales, culturales y subjetivos son tan importantes como los más objetivos, sociales y económicos. Solo la combinación de ellos puede crear una verdadera “base común”.
Controlando la “liberalocracia“
Mucho de lo que he escrito hasta ahora puede encajar en una rúbrica muy amplia denominada “nivelar al alza”. ¿Qué ocurre con “nivelar a la baja”? Teóricamente, un liberal dirá que si todo el mundo tiene suficientes oportunidades entonces no hay problema con que unas pocas personas tengan mucho más que suficiente. En la práctica, es un argumento que falla al menos por tres razones. Nivelar al alza es algo caro y no puede pagarse sin quitarles dinero a los superricos, que han tenido un éxito excepcional gracias a la globalización, pero también a los que están en una “condición holgada”, como suele decirse, esto es, a la clase media como yo. La desigualdad extrema en la cima es en la práctica incompatible con la igualdad de oportunidades porque, a través de la educación y otras formas de privilegio, se perpetúa la “meritocracia hereditaria”. Y, por último, esta extrema concentración de riqueza tiene como resultado una grave desigualdad de poder.
La desconfianza hacia cualquier concentración de poder es uno de los ingredientes esenciales del liberalismo, que quiere que todos los tipos de poderes estén limitados, dispersos y controlados mediante rendición de cuentas. Pero en las últimas décadas el liberalismo anglosajón, aunque ha seguido cuestionando enérgicamente el poder público, ha sido demasiado indulgente con el poder privado. Este fallo es aún más abyecto porque estos dos tipos de poder no están separados de manera limpia: una “puerta giratoria” entre el servicio público y puestos lucrativos en el sector privado aumenta el peligro de la captura de los reguladores. El comentarista político Mark Shields ha elaborado una concisa “regla de oro” de la política estadounidense: ¡viva el oro! El grotesco poder de distorsión que tiene el dinero en la política estadounidense está bien documentado, pero el problema no se limita a Estados Unidos.
Todas nuestras sociedades están marcadas por el extraordinario poder de empresas e individuos superricos, por los grandes bancos, las empresas de energía, los imperios mediáticos como el de Rupert Murdoch o gigantes digitales como Amazon, Apple, Facebook y Google. El resultado perverso de que liberales como los Clinton o Tony Blair pasen a formar parte de la oligarquía plutocrática de los “hombres de Davos” es que el liberalismo acaba identificado como una ideología de los ricos, los establecidos y los poderosos. En su polémico libro antiliberal ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, el escritor católico y conservador Patrick Deneen acuña un concepto provocador y a la vez útil: “liberalocracia”.
Las medidas prácticas para resolver estas inequidades implican perseguir los billones de dólares que hay escondidos en paraísos fiscales en todo el mundo; un impuesto a la riqueza; impuestos más altos y efectivos a las empresas digitales como Facebook; y un impuesto a la propiedad, que tiene el gran mérito de resolver no solo desigualdades verticales sino también horizontales (geográficas).
También podemos volver a lo que más interesó a John Stuart Mill sobre el socialismo: permitir a los trabajadores participar en las decisiones de la empresa, lo que les hará sentir que su trabajo tiene sentido. Hay otros elementos de este “capitalismo de las partes interesadas” [stakeholder capitalism] que ayudarían a corregir la fijación actual y unilateral por el valor de los accionistas en la vida empresarial británica y estadounidense.
Uno de los efectos de la globalización ha sido el fortalecimiento del poder del capital en relación con el del trabajo en las economías desarrolladas. La sindicalización de los trabajadores, un aspecto casi olvidado de la izquierda, tiene que ser otra parte de la respuesta. Necesitamos una nueva generación de políticas en favor de la competencia, lo que en Estados Unidos se llama antimonopolio o antitrust. Empresas como Google o Facebook son casi monopolios en una escala sin precedentes. Aquí, los friedmanitas y hayekianos deberían –si son fieles a sus principios– estar más interesados que cualquier radical de izquierdas por restaurar un mercado realmente competitivo. Y, para ser claros, los mercados regulados de forma adecuada siguen siendo una parte indispensable de la creación de libertad.
Por último, pero igual de importante, es necesario un gran cambio ético, tanto entre los ricos como en la actitud hacia los ricos. En una charla sobre “el problema de la libertad”, impartida en el Congreso del pen Internacional en 1939, Thomas Mann habló de la necesidad de una “autolimitación voluntaria, una autodisciplina social de la libertad”. ¿Dónde ha estado esa autodisciplina social en los últimos años? Cuando el gobierno de Obama propuso aumentar el impuesto al “interés devengado” (que es normalmente una parte significativa de los ingresos de los directivos y altos cargos de fondos de inversión y de capital privado, pero que tiene unos impuestos mucho más bajos que sus otros ingresos), Stephen Schwarzman, uno de los individuos más ricos de Estados Unidos, declaró que “esto es la guerra, es como cuando Hitler invadió Polonia en 1939”. Cuando el coronavirus se cobraba vidas y estilos de vida de millones de trabajadores, dependientes y dueños de pequeñas empresas, el Financial Times informaba de que, “siguiendo una tendencia de congelación o reducción de salarios”, los banqueros más importantes de Estados Unidos recibieron salarios de entre veinticuatro (Mike Corbat de Citigroup) y 31.5 millones de dólares (Jamie Dimon de JP Morgan Chase) en un solo año. Es obsceno.
Los políticos (que necesitan dinero para presentarse a elecciones), burócratas (que buscan un trabajo tras sus jubilaciones anticipadas), los museos, orquestas, universidades, centros filantrópicos e incluso las ONG de derechos humanos ahora se arrodillan, se arrastran y adulan a los millonarios como Schwarzman, y alaban sus magníficas contribuciones a la filantropía.
Esto lo capta mejor que nadie Dickens con su retrato, en La pequeña Dorrit, de cómo la buena sociedad londinense se degradó ante el poderoso financiero Merdle. Sí, hay individuos ricos y poderosos, como George Soros, que se han ganado realmente nuestro respeto. Pero en general necesitamos una verdadera “redistribución del respeto”: menos hacia el banquero Merdle, más hacia el barrendero Jo.
Identidad y comunidad
Esto nos lleva al segundo par de valores de Hassner, que los liberales no deberían olvidar por su bien: comunidad e identidad. La infelicidad que se ha acumulado en las últimas tres décadas tiene que ver en parte con un equilibrio defectuoso entre el individuo y la comunidad, cuyo resultado es un individualismo hipertrofiado. Pero tiene también que ver tanto con el tipo de comunidades que los liberales han fomentado como con las que han olvidado. Aunque prestamos mucha atención a la otra mitad del mundo en las últimas décadas, los liberales cosmopolitas prestamos muy poca atención a las otras mitades de nuestras propias sociedades. Hablamos mucho de “comunidad internacional” y menos de comunidades nacionales. Al centrarnos en el deseo legítimo de diversas minorías por el reconocimiento de sus complejas identidades, no fuimos capaces de ver que algunos individuos que los multiculturalistas consideramos que pertenecían a las mayorías seguras estaban comenzando a sentirse inseguros y amenazados en sus propias identidades. Esto desembocó en la “política de la identidad blanca” de Trump y demás. El resentimiento de una mayoría sintiéndose como una minoría aumentó gracias al desprecio epistocrático de las élites hacia la mitad de la población sin educación superior, especialmente cuando esa otra mitad expresaba opiniones simplistas y políticamente incorrectas. Basta con recordar la famosa frase condescendiente de Hillary Clinton sobre “la cesta de los deplorables”.
También subestimamos el impacto traumático que tuvieron en la vida diaria de la gente los cambios rápidos y profundos que trajeron la globalización y la liberalización posterior a 1989. A principios del siglo XXI, el capitalismo financiarizado y globalizado estaba más cerca que nunca de la descripción inolvidable que hace Karl Marx en el Manifiesto comunista sobre el impacto revolucionario del capitalismo:
Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire.
A medida que lo conocido desaparece, la gente grita: “¡Basta! ¡Demasiados cambios! ¡Demasiado rápido!” Y a menudo añaden un melancólico: “Ya no reconozco mi país”, un sentimiento que los populistas explotan y redirigen hacia los inmigrantes y las diferencias étnicas, religiosas y culturales. Estos sentimientos son profundos en los países de Europa central y del este, a pesar de que su mayor problema es la emigración masiva, y no la inmigración. Los alienados culpan de su alienación a los extranjeros. Aunque hay obviamente elementos significativos de xenofobia y racismo, estos sentimientos también tienen origen en una reacción mucho más amplia contra la velocidad y profundidad de unos cambios revolucionarios que están afectando a la vida de mucha gente.
Los liberales no supimos identificar la observación protoconservadora que hace Mary Shelley cuando dice que “nada es más doloroso para la mente humana que el cambio repentino y profundo”. El filósofo conservador Roger Scruton definió el conservadurismo como
la visión política que surge del deseo de conservar las cosas existentes, consideradas como buenas en sí mismas o mejores que sus probables alternativas, o al menos seguras, conocidas y objeto de nuestra confianza y afecto.
Lo que sigue de este análisis es que, cuando sea posible, tenemos que ralentizar la velocidad de los cambios para que la naturaleza humana pueda soportarlos, mientras preservamos una dirección liberal en general. Joachim Gauck, el expresidente alemán, resume esta disyuntiva en dos palabras: zielwahrende Entschleunigung (desaceleración intencionada). Esto significa, por ejemplo, limitar la inmigración, proteger las fronteras y fortalecer un sentido de comunidad, confianza y reciprocidad dentro de ellas.
El Estado nación
Este es un territorio incómodo para los liberales contemporáneos. Algunos están descontentos con la obstinada persistencia de las naciones. Pero en vez de reunir a nuestras maltrechas tropas en una pantanosa línea del frente donde pueda leerse “el internacionalismo contra la nación”, necesitamos reagruparnos en el terreno más defendible y ventajoso de la nación definida en términos liberales. En una de las últimas conferencias que dio, Scruton preguntó dónde encontramos “la primera persona del plural de confianza mutua” y propuso una moderna respuesta conservadora a esta cuestión política central no en los términos de “fe y parentesco”, sino de “barrios y ley laica”.
Sin duda estos son términos que los liberales pueden asumir y defender, no la necesidad de una comunidad política nacional –que era, después de todo, una de las principales exigencias de los liberales de 1848, el año en que Marx publicó su manifiesto– sino la definición y el carácter de esa comunidad. Como han demostrado de nuevo los cierres de fronteras repentinos y las respuestas de gobiernos nacionales a la pandemia de covid, la nación es demasiado importante, y demasiado fuerte desde el punto de vista de su atractivo emocional, como para dejársela a los nacionalistas.
Mucho antes de que nos golpeara la ola nacionalista, el multiculturalismo liberal había empezado a apartarse de los arrecifes del relativismo moral y cultural –“liberalismo para los liberales, canibalismo para los caníbales” en la gloriosamente provocativa formulación de Martin Hollis– tras un acercamiento peligrosamente próximo en el cambio de siglo. Pero en su necesaria crítica de la “política de la identidad”, los liberales deben tener cuidado de no tirar al bebé con el agua sucia. El feminismo, prefigurado en liberales del siglo xix como Mill, su compañera Harriet Taylor y la novelista George Eliot, ha efectuado en los últimos tiempos uno de los mayores avances de la historia hacia la igual libertad para todos. La exploración de las experiencias, necesidades y perspectivas de toda clase de grupos sociales, sean étnicos, religiosos, sexuales o regionales, ha enriquecido nuestra idea de cómo podemos combinar mejor la libertad y la diversidad en las sociedades multiculturales.
El punto en que los liberales deben por tanto insistir es que la identidad no es “o una cosa u otra” sino un “y también”. Por supuesto, hay choques reales entre las identidades particulares, pero no hay contradicción en principio entre tener identidades subnacionales, nacionales, transnacionales y supranacionales, del mismo modo que tampoco la hay entre tener identidades religiosas, políticas, institucionales y culturales, como hace la mayor parte de la gente. Los liberales no defendemos una fantasía cosmolibertaria de ciudadanos desarraigados e incorpóreos habitantes “de ninguna parte”, sino que debemos defender el derecho de la gente a estar arraigada de más de una forma y en más de un lugar.
El nuestro será por tanto un patriotismo lo bastante inclusivo, liberal, capaz y compasivamente imaginativo como para abrazar a ciudadanos de identidades múltiples. La pertenencia a la nación se define en términos cívicos, no étnicos o völkisch; esto no es una nación Estado, en un sentido estrecho, sino un état-nation, un Estado nación. Esa versión abierta, positiva, cálida de la nación puede atraer no solo a la seca razón sino también a la profunda necesidad humana de pertenencia y al imperativo moral de la solidaridad. Aunque la pandemia de coronavirus produjo de entrada un brote de aislamiento nacional, también nos ha mostrado lo mejor del espíritu comunitario y la solidaridad patriótica. El patriotismo liberal es un ingrediente esencial de un liberalismo renovado.
El desafío de lo global
Pero el patriotismo no es suficiente. Aunque el impacto del capitalismo específicamente globalizado es una de las principales causas de la crisis del liberalismo, los remedios que he comentado hasta ahora han sido domésticos. Son prescripciones de un Estado nacional territorialmente limitado, liberal y democrático, y en algunos sentidos fortalecerían las fronteras en torno al Estado nación así como los vínculos en su interior. Esto sugiere una pregunta gigantesca: ¿y qué pasa con todos los demás? ¿Qué puede ofrecer el liberalismo a la mayor parte de la humanidad, que no tiene la suerte de ser ciudadana de países como el Reino Unido, Estados Unidos, Alemania o Nueva Zelanda? Esto incluye, en un área gris, a millones de personas que residen en esos países sin ser ciudadanos de los mismos.
Es a la vez una cuestión moral y muy práctica. Cierta versión del universalismo es, como ha señalado John Gray, un elemento nuclear del liberalismo. Pero el liberalismo tiene la desventaja de que durante siglos llegó a la mayor parte del mundo en la forma del imperialismo. Recordemos que John Stuart Mill trabajaba en la East India Company y pensaba que los pueblos colonizados en su “minoría de edad” no estaban preparados para libertades refinadas. El universalismo occidental era, en la práctica, cualquier cosa salvo universal. Algunos de los peores horrores que los seres humanos han infligido a otros seres humanos –la conquista violenta, la tortura, el genocidio, la esclavitud– se justificaban por su referencia a los más elevados ideales de libertad, civilización e ilustración. Países como el Reino Unido –y los ingleses en particular– han hecho una faena notable para olvidarlo; el resto del mundo, no.
Ese recuerdo de la opresión colonial se ha visto reforzado, en nuestra época, por lo que podría llamarse de forma laxa las guerras liberales de Occidente, como las de Afganistán, Libia e Irak. Los motivos de los actores históricos para apoyar esas guerras eran diversos, y muchos de ellos se hallaban lejos de ser liberales, pero en cada caso las intervenciones militares estaban parcialmente justificadas por su referencia a fines liberales. Aunque en los casos de Kosovo o Sierra Leona uno podría defender que los objetivos liberales fueron al menos parcialmente alcanzados, es difícil decir lo mismo de Irak o Libia. El camino al infierno puede estar pavimentado de intenciones liberales.
Aprender de esas experiencias desoladoras no exige que abandonemos las aspiraciones universalistas de que otras personas alcancen las libertades que nosotros disfrutamos, pero requiere un saludable escepticismo acerca de lo que pueden conseguir intervenciones armadas para fines liberales y una apertura poscolonial a las experiencias, valores y prioridades de otras culturas. Esto, así como la realidad desnuda de que el poder relativo de Occidente está en declive, sugiere un sobrio realismo acerca del grado hasta el cual las potencias liberales pueden o deberían aspirar a transformar otras sociedades.
Sin embargo, aunque uno fuera a asumir la visión más egoísta y estrecha del nuevo liberalismo –una concepción que tratara en exclusiva de defender la libertad en países actualmente (más o menos) libres– fracasaría si no abordara algunos asuntos muy importantes más allá de nuestras fronteras.
“El orden liberal internacional” es un término que ha ganado prominencia en el preciso momento en que lo que describe está amenazado. Al recordar el deseo de Roger Scruton de “conservar las cosas existentes, consideradas como buenas en sí mismas o mejores que sus probables alternativas”, podríamos reflexionar que ahora los liberales tienen una tarea sustancialmente conservadora: defender las instituciones y prácticas de la cooperación internacional construidas desde 1945.
Durante dos siglos, la influencia de las ideas liberales estaba –más de lo que nos gustaría pensar– unida al predominio del poder occidental. Ahora la influencia del liberalismo se desvanece a medida que la agenda de la política mundial está cada vez más establecida por grandes potencias que no son parte de un Occidente tradicionalmente decidido o que, como Rusia, son ambivalentes acerca de si pertenecen a Occidente. De lejos, el Estado más importante de esos es China, que ya es una superpotencia.
Los periodos de ascenso y relativo declive de las grandes potencias han sido históricamente tiempos de creciente tensión y, por lo común, de guerra. ¿Cómo podemos manejar esta tensión, preservar cuanto sea posible del orden liberal internacional y evitar la guerra? La influencia china ahora alcanza el interior de las democracias liberales, distorsionando nuestros procesos democráticos e intentando utilizar el peso financiero y la intimidación para imponer la autocensura en periodistas y académicos, un proceso que se ve de manera especialmente dramática en Australia. Eso nos llama a defender, en el corazón de nuestras sociedades, valores liberales primarios como la libertad de expresión y la independencia académica.
La inédita versión china capitalista leninista del autoritarismo de desarrollo es ahora un rival sistémico de la democracia liberal, al igual que lo fueron los regímenes comunistas y fascistas durante buena parte del siglo XX. Ofrece a las sociedades en desarrollo de Asia, África y América Latina un camino alternativo a la modernidad. Lo más importante que hizo el mundo liberal para vencer en la Guerra Fría fue mantener sus sociedades prósperas, dinámicas y atractivas. Debemos intentar hacer lo mismo, seguir fieles a la causa de convencer a los demás de que las sociedades liberales ofrecen una mejor forma de vida y, crucialmente, mantener la fe de aquellos que comparten nuestros valores en sociedades no libres. Pero, de manera realista, también debemos reconocer que nos espera un buen trecho de coexistencia competitiva con regímenes autoritarios.
Necesitamos cooperar con ellos para evitar la guerra, para alejar las pandemias y para afrontar la amenaza decisiva de la era del Antropoceno: el cambio climático. La lucha planetaria para detener el calentamiento global también exigirá que limitemos la influencia de las todopoderosas corporaciones que explotan el carbono, por medios que van desde la desinversión hasta la regulación. Pero eso solo es el principio. Necesitamos una reducción importante en nuestro consumo general de carbono, y ahí cuentan no solo nuestras emisiones sino el carbono consumido en la producción de bienes que importamos de otros lugares. El costo para nuestro estilo de vida será especialmente elevado si nos tomamos en serio los argumentos de la justicia histórica e intergeneracional: implicaría que el Norte Global, que ya había consumido una parte mayor del capital ecológico de la tierra, y las generaciones actuales deben hacer sacrificios por aquellos que aún no han nacido en un mundo que padece los efectos del calentamiento global.
¿Es posible garantizar un consentimiento de esos sacrificios, a través de la política liberal democrática? Respondiendo otras encuestas de mi equipo de investigación, en 2020 un asombroso 53% de jóvenes europeos decía que, a su juicio, los Estados autoritarios estaban mejor equipados que las democracias para afrontar la crisis climática. Nuestra tarea consiste en demostrar que esos jóvenes están equivocados.
Mientras tanto, el nivel de calentamiento que ya es inevitable aumentará bruscamente los ya significativos flujos de migrantes desde el empobrecido Sur Global hacia el Norte Global. La reacción ante la llegada a Europa de millones de personas de África y el Oriente Medio ha desestabilizado sólidas democracias liberales europeas. Culpar a los migrantes de América Latina de una miríada de males sociales fue un elemento central del trumpismo.
El economista del desarrollo Paul Collier argumenta que limitar la inmigración puede beneficiar a las sociedades de las que vienen los inmigrantes. Hay, escribe, más médicos sudaneses en Londres que en Sudán. No es bueno para ningún país que una gran proporción de sus ciudadanos más jóvenes, enérgicos, educados y emprendedores busque una vida mejor en otra parte. No es bueno para la libertad en esos sitios que muchos liberales del lugar prefieran cambiar de país a cambiar su país.
Nada de eso absuelve a los liberales de la obligación de dar un trato humano a todos aquellos que buscan desesperadamente entrar en nuestros países. Tampoco nos absuelve de preguntar lo que deberíamos hacer a favor de una gran parte de la humanidad a la que no vamos a dejar entrar en nuestros países. Como mínimo, necesitamos dedicar más atención a entender qué ayuda de verdad a que los países se desarrollen y cómo podemos contribuir positivamente al proceso. Cualquier democracia próspera que gaste menos del 0.7% del PIB en ayuda al desarrollo –el objetivo avalado por la ONU– debería avergonzarse de ello (y el populista gobierno conservador del Reino Unido debería cambiar su reciente decisión de abandonarlo).
Solo esbozar los rasgos desnudos de esos desafíos globales es apreciar que la agenda externa por un nuevo liberalismo resulta todavía más abrumadora que la interna. El mayor desafío, sin embargo, es hacer todas esas cosas a la vez, especialmente cuando hay tensiones entre las medidas que se necesitan en las tres áreas. ¿Cómo, por ejemplo, evitas que el calentamiento global se eleve por encima de los dos grados sobre las temperaturas preindustriales sin imponer fuertes restricciones a la libertad individual? ¿Cómo afrontas los miedos que genera la inmigración y a la vez respetas por completo los derechos humanos de los migrantes? ¿Cómo defiendes los derechos de la gente de Hong Kong y Taiwán mientras buscas una cooperación profunda con China para combatir el cambio climático, las pandemias y un desorden económico global?
Hacia un nuevo liberalismo
Hace poco leí un texto interesante de un escritor alemán, Arnold Ruge, titulado “Autocrítica del liberalismo”. Se publicó en 1843. El liberalismo lleva mucho tiempo y la autocrítica es su camino característico de renovación. Incluso el “nuevo liberalismo” es un término viejo. Empezó a circular ampliamente a comienzos del siglo XX para describir una nueva ola de pensadores que enriquecían el liberalismo con una dimensión social más fuerte. Los siguió un giro más explícitamente socialdemócrata en el liberalismo, con el New Deal de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos y la construcción de los Estados del bienestar en Europa occidental después de 1945. A partir de 1980, tuvimos el giro neoliberal –es decir, nuevo liberal– hacia los mercados libres y lejos del inflado Estado “socialista”. Ahora necesitamos un nuevo “nuevo liberalismo”.
Aquí he ofrecido solamente unas notas hacia la renovación del liberalismo. Me baso en el trabajo de muchos otros, y espero que otros partan del mío. No pretendo elaborar una teoría normativa. Tampoco propongo un amplio programa de políticas. No hay, nos dice Mill, “una necesidad de una síntesis universal”. De hecho, la búsqueda de soluciones maximalistas, válidas para todo, forma parte de la hybris racional del liberalismo tecnocrático de los últimos treinta años. Se alejó demasiado de la “ingeniería gradualista” de Karl Popper. El liberalismo no debería ser nunca un sistema cerrado sino más bien un método abierto, una combinación de realismo basado en la evidencia y aspiración moral, siempre listo para aprender de los errores de los demás y de nosotros mismos.
Este nuevo liberalismo será firme en la defensa de lo esencial del liberalismo, como los derechos humanos, el Estado de derecho y el gobierno limitado, y las epistémicas libertades de expresión e investigación, indispensables para el liberalismo como método en vez de como sistema. Será experimental, avanzando a base de ensayo y error, abierto a aprender de otras tradiciones, como el conservadurismo y el socialismo, y equipado con la compasión imaginativa que necesitamos para ver con los ojos de los demás. Valorará la inteligencia emocional además de la científica. Y reconocerá que en muchos países relativamente libres tenemos algo parecido a un control empresarial plutócrata y oligárquico sobre el Estado. Eso debe romperse, por medios democráticos, o los procedimientos electorales de la democracia seguirán siendo explotados para subvertir el liberalismo, cuando los populistas (que a veces son también plutócratas) agiten a las minorías descontentas contra la “liberalocracia”.
Este nuevo liberalismo seguirá siendo universalista, pero con un universalismo sobrio y matizado, atento a la diversidad de perspectivas, prioridades y experiencias de culturas y países fuera de la corriente principal del Occidente histórico, y conocedor del cambio en el poder mundial que se aparta de Occidente. Seguirá siendo individualista, dedicado a alcanzar la mayor libertad del individuo compatible con la libertad del Occidente histórico, pero será un individualismo realista y contextual. En su mejor versión, el liberalismo siempre ha entendido que los seres humanos nunca son lo que Jeremy Waldron ha llamado “átomos hechos a sí mismos de una fantasía liberal”, sino que viven dentro de muchos tipos de comunidades, lo que habla de profundas necesidades psicológicas de pertenencia y reconocimiento. Este nuevo liberalismo seguirá siendo igualitario: buscará la igualdad de oportunidades en la vida, pero también entenderá que los aspectos culturales y sociopsicológicos de la desigualdad son tan importantes como los económicos. Finalmente, y no menos importante, seguirá siendo meliorista, aunque con un meliorismo escéptico, conocedor de la historia, consciente de que esta tiene ciclos así como líneas, retrocesos igual que avances, y que el progreso humano, en el mejor de los casos, solo se parece a la trayectoria ascendente de un sacacorchos, con virajes hacia abajo en el camino.
Grandes escritores y líderes de habilidad retórica serán llamados a mezclar todo eso para crear un relato más atractivo a nivel emocional que aquellos que usan los demagogos simplificadores y terribles para seducir a millones de corazones infelices hoy en día. Este será un liberalismo del miedo (en la celebrada expresión de Judith Shklar) pero también habrá de ser un liberalismo de la esperanza. Como en una doble hélice, el miedo a la barbarie humana que siempre puede regresar estará entretejido con la esperanza de una civilización humana que en parte tenemos y de la cual podemos construir más.
¿Y si es demasiado tarde? ¿Y si la influencia del liberalismo declina inexorablemente, así como el poder relativo de Occidente? ¿Y si el antiliberal Deneen tiene razón cuando se regodea en un “experimento filosófico de quinientos años que ya ha terminado”? Por lo que a mí respecta, espero que en ese caso yo me hunda con el noble barco Libertad, afanado con las bombas en la sala de máquinas mientras intento mantenerlo a flote. Pero mientras respiro mi última bocanada de agua salada –glup, glup– encontraré consuelo reflexionando en una última y peculiar cualidad de Libertad. Algún tiempo después de que el barco parece haberse hundido, vuelve a la superficie. Aún más extraño: adquiere la fuerza para reflotar precisamente porque se ha hundido. No es ningún accidente que las voces más apasionadas en favor de la libertad lleguen hasta nosotros, como el coro de prisioneros en el Fidelio de Beethoven, desde aquellos que no son libres.
Porque la libertad es como la salud: la valoras más cuando la has perdido. El mejor camino hacia delante, sin embargo, para las sociedades libres y los individuos, es conservar la salud. ~
Timothy Garton Ash (nacido el 12 de julio de 1955) es un historiador, editorialista y periodista británico. Es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y Senior Fellow del Instituto Hoover, en la Universidad de Stanford. Sus ensayos aparecen regularmente en el New York Review of Books, y escribe una columna semanal en The Guardian que se distribuye por multitud de publicaciones en Europa, Asia y América.
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Traducción del inglés de Ricardo Dudda y Daniel Gascón.