En el curso de las últimas semanas Nicolás Maduro ha hecho varios anuncios desesperados, porque la victoria electoral de Joe Biden no ha producido el cambio que él esperaba en la política exterior de Estados Unidos para Venezuela, sino que ha generado una muy ingrata situación. Por una parte, el fin del desencuentro de Donald Trump con Europa, cuyo primer efecto ha sido la aplicación de duras sanciones a 19 altos funcionarios civiles del régimen por parte de la Unión Europea, ha sido un mensaje muy contundente de lo que puede esperar al rojo optimismo chavista. De ahí la inmediata expulsión de la embajadora de la Unión Europea en Venezuela y la grosera advertencia que le hizo el propio Maduro a los gobiernos de España, Alemania, Francia y Holanda sobre lo que podría suceder si no se portaban bien.
La segunda novedad en esta materia de condenas, represalias y radicalización de las posiciones de Estados Unidos y de sus ahora renovados aliados de la otra orilla del Atlántico, son los indicios y las filtraciones que comienzan a circular en Estados Unidos sobre la puesta a punto de una alianza internacional compuesta por Estados Unidos, Canadá, Colombia, Brasil, Alemania, Francia, Reino Unido y Holanda, ocho países con poder político y económico suficientes para negociar con Rusia, Irán y Turquía su incondicional respaldo a Maduro y compañía. En el siempre áspero terreno de los hechos concretos, se trataría de una clara profundización de la política de sanciones iniciada por Barak Obama y ampliada por Trump, que de pronto se transforma en lo que pueden llegar a ser una serie de acciones conjuntas de las dos Américas y Europa para obligar a Maduro a considerar la conveniencia de imprimirle un radical cambio de rumbo al dramáticamente fracasado y ya demasiado rancio régimen chavista.
Esta nueva realidad tomó por sorpresa a los gobernantes venezolanos. Pensaban que a partir de lo que ellos creían que sería algo así como un tercer período presidencial de Obama, Biden asumiría de manera terminante la tesis europea en favor de una negociación con Caracas sin mayores condicionamientos. La decisión del nuevo gobierno norteamericano no solo ha desconcertado a los estrategas venezolanos, sino que la primera decisión de Biden como presidente de Estados Unidos fue ponerle fin a la política antieuropea de Trump con la reintegración del país a los Acuerdos de París sobre el cambio climático. Una decisión que a todas luces impulsó a la Unión Europea a aprobar esas nuevas sanciones, decisión que implicaba respaldar la posición norteamericana de apretar aun más el torniquete de las sanciones al régimen venezolano y a sus principales funcionarios civiles y militares.
Es en el marco de este brusco cambio en las coordenadas que parecían regular las relaciones entre Europa, Estados Unidos y Venezuela, el gobierno de Maduro anunció medidas que insinúan una cierta rectificación en materia de políticas económicas y financieras, al ofrecerle una cierta apertura al sector privado de la economía, extremadamente debilitado, pero que conserva, al menos formalmente, algo de su pasada entidad socioeconómica. ¿Su intención? Tratar de hacer ver la disposición del régimen a sostener negociaciones con sus presuntos opositores para avanzar, de común acuerdo, en la tarea de tejer los hilos que impulsen un pronto retorno de Venezuela a la “normalidad democrática.” Con este gesto de “buena fe”, los estrategas del régimen esperan atenuar estas nuevas amenazas. Como si a estas alturas esa quimérica aspiración a vender las mentiras de siempre como opciones reales de cambio, le facilitara a los sectores opositores que se abstuvieron de participar en la monumental farsa electoral del pasado mes de diciembre, dar un paso atrás y presentar candidatos para las programadas elecciones de gobernadores y alcaldes a celebrarse este año 2021; como si una vez más una leve capa de aguado barniz democrático le bastara a los jerarcas del régimen para ganar un poco más de tiempo.
Nada nuevo en el enrarecido clima político, económico y social que asfixia a Venezuela desde hace años, pero que de pronto le permite a algunos preguntarse si al fin estamos presenciando los últimos días de la llamada revolución bolivariana. Una pregunta que a su vez genera otra, mucho más esencial y determinante: ¿Es que acaso habido en Venezuela una revolución?
Para el diccionario de la Real Academia de la Lengua esta cuestión sencillamente carece de sentido. Según sus redactores, revolución es “un cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de un país”, algo que ciertamente no es el caso venezolano, que no es producto de una acción violenta, como ocurrió en Cuba con la insurrección armada contra la dictadura del dictador Fulgencio Batista, sino como resultado de un evento electoral irreprochablemente pacífico y democrático. Una disparidad de origen que le permitió a Fidel Castro aprovechar la victoria política y militar de su guerrilla para introducir violentamente, los cambios profundos del Estado y la sociedad. En cambio, el poder de Hugo Chávez tuvo su origen en las elecciones generales de diciembre de 1998, una circunstancia que muy a pesar suyo condicionó sus pasos y lo obligó a reducir la velocidad del desarrollo de su proyecto a lo que era posible hacer en la Venezuela de entonces, sometida a los alcances de una democracia representativa que de ninguna manera le permitiría hacer por las buenas los cambios políticos, económicos y sociales que hicieran posible reproducir en Venezuela la experiencia cubana, que sí fue revolucionaria gracias a la violencia.
Lo interesante de esta precisión es que el diccionario de la RAE, a la hora de caracterizar el significado de “contrarrevolución”, define el fenómeno repitiendo las condiciones que le señalan a un hecho para ser revolucionario: que se trate de un cambio político, económico y social violento, “en sentido contrario de otro cambio próximamente anterior.” Es decir, que a la hora de despejar los enigmas que encierran las palabras, los especialistas encargados de esta tarea no toman en cuenta el factor ideológico para distinguir el significado de los términos revolución y contrarrevolución. Para ellos, los que en verdad definen ambas acciones, es la violencia con que se acompañan los cambios que se proponen y se realizan.
Desde este punto de vista, la conquista del poder en Cuba por la vía violenta de la lucha armada, la invasión de Bahía de Cochinos y la instalación en la isla de un masivo arsenal nuclear soviético fueron actos revolucionarios y contrarrevolucionarios, no por su orientación ideológica, sino porque la naturaleza de todos ellos era la violencia. De igual manera puede decirse que el origen no violento del régimen chavista, le impidió a Chávez reproducir en Venezuela la experiencia cubana pacíficamente. De ahí la activación cívica de la sociedad civil y el pronunciamiento de un sector de las fuerzas armadas el 11 de abril de 2002. Chávez salió airoso de ese contratiempo porque aquella intentona no fue una auténtica contrarrevolución, pero fue aviso suficiente para que Chávez moderara la velocidad de sus pasos, cuidando de no romper del todo ni prematuramente los hilos que lo vinculaban a las formalidades del régimen de democracia representativa que él había decidido sustituir por otro de hegemonía socialista. Por otra parte, el no poder impulsar su proyecto en los términos que él deseaba, lo indujo a crear una oposición que en lugar de emplear la violencia como medio de lucha para enfrentarlo, asumiera los mecanismos esenciales de la democracia en versión del antiguo régimen. Valga decir, el diálogo, las negociaciones y las consultas electorales entre el gobierno de turno y la oposición.
Una relación extravagante, porque ni Chávez ni su régimen eran democráticos ni revolucionarios, ni sus adversarios tenían la capacidad y la voluntad para desplazarlo del poder política y pacíficamente, ni estaban dispuestos a intentarlo empleando la violencia contrarrevolucionaria. El presente confuso y desconcertante de la actual Venezuela es el resultado de aquella relación imposible y condena a los millones de venezolanos que sufren sin remedio aparente las consecuencias devastadoras de la crisis, y a los asombrados espectadores extranjeros que no se explican cómo a pesar de todos los pesares nada parece que pueda alterar la inmovilidad del proceso político, en un estado de total desamparo y resignación. Sin presente ni futuro. Sin revolución, pero también sin contrarrevolución. ¿Sin otra solución venezolana a la vista?