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Ángeles Mastretta: Yo hice lo que ustedes

¿Qué más puedo decir? Llevo en esto cincuenta años.

Ser feminista no es para mí ninguna novedad. Lo sigo equiparando con ser libre. Quizás lo fui de chica, por eso me consternó la adolescencia.

Crecí tratada como una igual entre parientes de todas las edades, subiéndome a los árboles o ganando en las carreras, enseñando los calzones y besando a los demás porque así era quererse. Nunca sentí a los hombres de mi alrededor como un problema ni un agravio ni una traba.

Para mi asombro, toda esa tranquilidad se terminó de golpe cuando empecé a tratar con los hombres de afuera, con los hombres en celo y la sociedad que los propiciaba. Con ellos había que esforzarse para ser aceptada y en el aire sentí siempre que al tratarlos iba pasando por un examen de admisión a un mundo en el que la vida no sería tan fácil. Era cosa de aprobarlo consiguiéndose, entre más rápido mejor, un esposo, sin antes darle demasiado a cambio. La profesora de moral nos había dejado clarísimo que la virginidad era un tesoro. Lo que no dijo nunca es que los hombres entre los que creceríamos la consideraban un botín.

Esos extraños que me provocaban sorpresa y deseos tenían que ser tratados con distancia y decoro, para que nuestro modo de actuar no se prestara a confusiones, porque ya estábamos en edad de saber lo que quienes nos custodiaron la infancia, prestándonos la libertad, sabían perfectamente: con las mujeres de la calle no se casaba la gente de respeto. Y esa gente, como nuestro mundo, tenía dos caras. Las de los hombres, que tenían dos lados, y las de las mujeres, que sólo podían tener uno.

Mientras ellos crecían libres, nosotras oíamos a escondidas las historias de sus viajes a la zona roja y todo eso de que allá se hacían cosas sólo tolerables en lugares prohibidos. ¿Quiénes eran ellos? Los que después de un rato de calentar la mano con una niña boba se iban corriendo a viajes de paga en los que desfogar lo que tenían adentro. Un palo, habrán dicho, presumiéndose el tamaño de sus cosas desconocidas.

No me entendí con ese mundo. Engordé comiendo azúcar, chocolates y todo eso que se puede comparar con el erotismo permitido. De pronto mi físico, que siempre había sido flexible y frágil, se volvió tosco. Y yo decidí ser tímida. Yo indecisa, yo perdida de mí. Como si hiciera falta, un día tuve la primera crisis bestial de una epilepsia descontrolada, justo en mitad del baile de una ceremonia matrimonial con todas las de la ley, a la que fui invitada en calidad de la probable novia del hermano de la novia.

Fracaso completo en ese examen. Pero, corrido el rumor, también para las reglas de la casa ciudadana me volví un asunto perdido. Con esa certidumbre llegué a estudiar a la Universidad Nacional Autónoma de México.

¿Qué quería entonces? Lo de siempre: ser libre. Besar sin apuros, sin tamiz, con todas mis ganas y a quien se me diera la gana. Y quería tener un trabajo y otro y otro para ganar con qué comprarme los zapatos e ir con ellos a donde quisiera ir. Cargando luego con las consecuencias de mi andar —de preferencia con alegría— sin muchas quejas y con muchas fuerzas.

Algo así era y es, para mí, el feminismo. Sé que para desentrañar este deseo se han escrito tratados, tesis, licenciaturas, doctorados; se han creado, escuelas, universidades, agrupaciones, movimientos. Admiro y acompaño a quienes viven entregadas a este trabajo. Gracias a ellas, lo que fue mi sencilla pretensión de libertad es ahora sólo el primer paso. Pero de aquel primer paso vienen estos de hoy. Estas marchas, este canto, incluso esta furia.

Nosotras éramos pocas y cada una haciendo, desde donde podía, lo que podía. Ahora hay agrupaciones especializadas en acompañar a las mujeres que necesitan abortar. Nosotras íbamos como podíamos a llevar a quien podíamos con la audaz doctora que ayudó a tantas y que pagó con cárcel haberlo hecho. Y eso con el aborto. Más arduo aún, como se ve ahora, era denunciar a un violador. Comprobarlo ante un juez, casi siempre imposible.

No quiero parecer una vieja sentenciosa, pero sí creo que se vale recordar que este movimiento empezó antes de ahora, mucho antes de los setenta, y que para muchas de nosotras no es nuevo aunque siga siendo urgente, porque hemos conseguido poco. Recordarles a las bravas mujeres entre las que caminé el año pasado, sola, otra vez, porque me uní al primer grupo que encontré en el Monumento a la Revolución, que hubo un antes y que ellas tienen consigo una herencia importante aunque les parezca exigua.

Me gustó caminar entre esas mujeres muy jóvenes. Eran desafiantes, enardecidas, ambiciosas de lo mejor de sí mismas. Siguen siendo. Yo a su edad estaba buscando cómo deshacerme del ridículo fardo de la virginidad. Para ellas, al menos en sus cantos, todo eso era historia. Una historia callada, supongo que al parecer boba, indigna ya de contarse y cantarse.

Han creado una hermosa canción junto a la que caminé estremecida sin saberme los movimientos que la acompañan. Eran tantas. Se me perdía la vista y ya estaban en el Zócalo las primeras. Cómo me hubiera gustado contarles cosas. Nosotras íbamos a las marchas que hacíamos nuestras. Pero no teníamos marchas para nosotras. Y los hombres de entonces, los que quisieron considerar el caso, lo vieron como algo inocuo, como otro modo de bordar. Ya no crecimos ocultas tras los visillos, pero tardamos mucho, quizás hasta ahora mismo, en dar con la comprensión y la compañía de algunos hombres.

Aunque parezca poco, después de muchos años, ahora las mujeres de la calle somos todas. La calle es también nuestra. Y la gente de bien sale a cantar con nosotras. “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos.

 

 

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