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La feminización del mundo

Solo 10 países (de 193) están gobernados por mujeres y la gran mayoría de los puestos de poder y liderazgo en el mundo están ocupados por hombres. ¿Cómo sería nuestra sociedad (el mundo) si en el último siglo, digamos, hubiese gobernado una mayoría de mujeres? Difícil saberlo, pero probablemente sería mejor.

Los hombres y las mujeres son distintos. Los niños de tres o cuatro años, más que las niñas, fantasean con batallas victoriosas, venganzas implacables, honores merecidos y pueblos exterminados. Alguien dijo que si los niños de tres años no se matan entre sí es porque los adultos no les dan pistolas. En la mayoría de los casos la cultura consigue moderar a estos guerreros infantiles, pero no siempre lo logra o lo logra demasiado tarde, cuando ya son viejos. Buena parte de la violencia que ha padecido la humanidad, como la que padecen muchos mamíferos, sobre todo primates, se debe a las furias de sus machos jóvenes. Tal vez valga la pena investigar hasta qué punto, en Colombia, la gran cantidad de jóvenes varones solteros o separados de sus mujeres, sin trabajo, sin educación y sin mucho que perder, ha sido un catalizador de la reproducción de nuestras violencias.

Hay que decir, claro, que ser mujer no garantiza la benevolencia: también ellas pueden cometer actos atroces, promover la guerra o estimular los conflictos.

La gran mayoría de los movimientos feministas se resisten a aceptar que entre hombres y mujeres hay diferencias naturales. En este punto, dice Steven Pinker, hay que evitar dos extremos: 1) decir que los hombres y las mujeres no se pueden distinguir biológicamente y que sus diferencias provienen todas de la cultura, o 2) decir que son dos seres biológicamente diferentes. La verdad es algo intermedio: los contrastes entre hombres y mujeres resultan de la existencia de rasgos biológicos diferentes que interactúan con procesos culturales de socialización.

La desigualdad entre las personas es algo inevitable. Más aún, se encuentran diferencias mucho más marcadas entre dos individuos de un mismo sexo que, en promedio, entre los sexos. ¿El hecho de que seamos distintos debilita el principio de igualdad? No; al contrario, lo fortalece, lo justifica. A veces los movimientos feministas parecen caer en lo que se conoce como la “falacia moralista”, que consiste en decir que si algo “debe ser, es porque es”: si los hombres y las mujeres deben ser iguales, es porque de hecho lo son. Tal vez caen en esa trampa lógica por querer apartarse demasiado de la falacia contraria, la “naturalista”, según la cual del “ser se deriva el deber ser”: si los machos son dominantes en la naturaleza, es porque eso debe ser así.

Lo que quiero decir con todo esto es que no hay que tenerle miedo a que las mujeres sean distintas de los hombres, sobre todo cuando hoy sabemos que el innegable progreso moral de la humanidad en los últimos siglos se debe a la influencia de sus rasgos particulares, es decir, al triunfo parcial de una cultura favorable a la resolución pacífica de los conflictos, al fomento de los padres dedicados a la crianza de sus hijos, al control femenino de la natalidad y que contrasta con una cultura masculina del ennoblecimiento de los guerreros, de sus batallas y de sus venganzas. El progreso moral ha dependido, en buena medida, de la feminización del mundo.

Mi convicción de que el mundo debería estar gobernado por mujeres, o mayoritariamente por mujeres, no se funda en la idea de que ellas, en términos generales, son iguales a los hombres y por eso pueden gobernar tan bien como ellos, sino en la idea de que son distintas y por eso pueden gobernar mejor que ellos.

 

 

 

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