Democracia y Política

Armando Durán / Laberintos: Los extremismos españoles a la toma del poder

 

En su último libro, Appolo´s Arrow, Nicholas Christakis, catedrático de las escuelas de Sociología y Medicina de la universidad de Yale y ensayista de mucha influencia en los ámbitos intelectuales de Estados Unidos, reflexiona sobre el impacto que tendrá la pandemia del coronavirus en la vida de la humanidad una vez superada la pandemia, que según él será alrededor del año 2024, cuando “llegarán los años locos del siglo XXI.” Todo permite suponer, sin embargo, que España no tendrá que esperar a esta entonces para confundir los entusiasmos, alegrías, el desorden y la demencia de aquellos locos años 20 del siglo pasado.

 

Esta liebre saltó en España donde menos se esperaba. Para ser precisos, en Murcia, el 10 de este mes de marzo, cuando los 6 diputados de Ciudadanos (CS) al parlamento de esa comunidad rompieron el natural pacto de su partido con el Partido Popular para elegir y sostener a Fernando López Mira como presidente del gobierno regional. El primer efecto de esta imprevista y estruendosa ruptura del acuerdo murciano provocó un auténtico terremoto en el ayuntamiento y comunidad de Madrid y en la de León y Castilla, pues sus gobiernos también son el resultado del mismo pacto de los dos principales partidos de centro derecha. ¿Se reproduciría esa maniobra murciana, cocinada en el palacio de la Moncloa por Inés Arrimadas, líder actual de Ciudadanos, y Pedro Sánchez para arrebatarle ahora el poder a Isabel Díaz Ayuso? La respuesta de la controversial dirigente de PP en la capital española fue inmediata y contundente. Ante ese peligro, sorprendió a propios y extraños con anuncio de convocar elecciones autonómicas anticipadas para el próximo 4 de mayo. Dos días después, se produjo en Murcia un segundo terremoto: tres de los 6 diputados “traidores” de CS retiraban su firma de la moción de censura y pasaron a incorporarse a la bancada de PP, pero Díaz Ayuso, a sabiendas de que el PSOE no contaba con un candidato capaz de derrotarla en esos momentos, aprovechó para tomar la iniciativa y reiteró su convocatoria electoral.

Estalló entonces lo que bien puede terminar siendo una crisis mayor que la que muchos temían, cuando Pablo Iglesias, líder de Podemos y socio de Sánchez en un gobierno de coalición PSOE-Podemos, saltó de pronto al ruedo regional y sorprendió al país con el anuncio de que renunciaba a la vicepresidencia del gobierno para presentarle batalla electoral a Díaz Ayuso. Una forma de llenar el vacío, y una manera elegante de eludir el impase suscitado por las diferencias de criterios entre ambos dirigentes, llaga en la que Díaz Ayuso metió el dedo hasta el fondo al mencionar que Sánchez debía agradecerle haberlo liberado de Iglesias, y que remató al advertirle a los ciudadanos que el 4 de mayo tendrán que elegir entre votar por “el comunismo o por la libertad.” Una vuelta de tuerca ideológica que acerca su partido aun más al ultraderechista y ultranacionalista VOX, que cada día que pasa desdibuja un poco más el origen centrista de PP.

Como si esto fuera poco, en Cataluña de nuevo cobran fuerza los vientos de la tormenta independentista que a todas luces llegará a Cataluña el 26 de marzo, fecha prevista para que el Parlament catalán, dominado por los tres partidos nacionalistas, Esquerra Republicana Catalana, el derechista Junts y la CUP, coalición de fuerzas políticas catalanas antisistema, presidida por Laura Borrás, de Junts (Juntos por Cataluña), cuyo jefe simbólico sigue siendo Carles Puigdemont, el exiliado ex presidente de la Generalitat -ella es promotora radical e intransigente de la independencia unilateral de Cataluña- decida quién será el próximo presidente de la Generalitat. Todo indica que será Pere Aragonés, líder de ERC y actual vicepresidente y ministro de Hacienda de la Generalitat, a pesar de que el candidato más votado fue Salvador Illa, hasta hace pocos días ministro de Sanidad del gobierno de Sánchez. Nadie sabe con exactitud el rumbo que emprenderá el nuevo gobierno catalán, pero en medio de la crisis generada por la explosiva combinación del Covid-19 y el descrédito creciente de la institución monárquica a raíz de los escándalos de corrupción protagonizados por rey “emérito”, muchos piensan en el peor de los desenlaces posibles a mediano plazo.

En estos momentos, el vaticinio de Christakis no es más que eso, una predicción. Nada más. Sin embargo, las señales que transmiten estas tres crisis simultáneas que estremecen los cimientos del escenario político español, esos augurios sobre el futuro del mundo, cobran de repente categoría de posibilidad real. Sobre todo por el hecho de que los factores políticos y nacionalistas de extrema izquierda y extrema derecha apartan a España de ese centro de equilibrios y entendimientos que hicieron realidad sostenible la transición pacífica de la dictadura franquista a una democracia estable, moderna y europea. Aquel feliz tránsito se inició inmediatamente después de la muerte del anciano dictador, y el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en julio de 1976. A pesar de ser figura de importancia dentro de la estructura de la Falange, Suárez asumió plenamente la tarea que le fijó el rey Juan Carlos de impulsar la democratización de España. Fruto de ese compromiso fue, en primer lugar, la aprobación de la actual Constitución de España, aprobada el 31 de octubre de 1978 en sesión conjunta del Congreso de los Diputados y del Senado.

En las elecciones celebradas en marzo del año siguiente, Suárez, como candidato del recientemente constituido partido de la Unión de Centro Democrático (UCD), derrotó a Felipe González, secretario general del PSOE, y revalidó, ahora sí a punta de votos, su posición como presidente del Gobierno, hasta que en enero de 1981, debilitado por las pugnas y divisiones internas de su partido, renunció a las jefaturas de su partido y del gobierno, y reafirmó su deseo de que el experimento democrático y convivencia que él había contribuido tanto a poner en marcha, no fuera otra vez más un simple paréntesis en la historia de España.

Así ha sido desde entonces y desde que en las elecciones generales celebradas en octubre de 1982, el PSOE conquistó 202 de los 350 escaños del Congreso y Felipe González asumió la Presidencia del Gobierno durante los 14 años siguientes, una victoria que él había impulsado poderosamente con la moderación de su discurso después del verano de 1979, cuando condicionó su permanencia al frente del PSOE a que el partido renunciara al linaje marxista-leninista de su ideología. Gracias a ese profundo cambio ideológico, el PSOE terminó convertido en un cabal representante de la social democracia europea, un hecho que hizo posible el ingreso de España a la OTAN y su incorporación a lo que terminaría siendo la actual Unión Europea. En la otra orilla del siempre tumultuoso universo político de España, la UCD se disolvió, y su lugar lo ocupó Partido Popular, coalición de factores políticos que se identificaban con un centro derecha a la manera alemana. De este modo, el nuevo menú de opciones políticas dejó de ser lo que a fin de cuentas había provocado el fin de la monarquía, el estallido de la guerra civil y 40 años de dictadura feroz. A partir de ese momento, la elección de los votantes españoles era entre un PSOE que nada tenía que ver con el de antaño, es decir, de centro izquierda, y la contraria, una alianza identificada con la corriente europea de centro derecha. Suerte de modelo bipartidista, con la muy minoritaria opción comunista como conveniente válvula de escape para drenar vapores e impaciencias políticas de la izquierda radical.

Este equilibrio terminó por romperse con la aparición y desarrollo de Podemos como ruptura de ese equilibrio por la izquierda y la que recientemente representa VOX como fórmula rediviva de una ultraderecha de indiscutible origen franquista. En la práctica, la sustitución de aquel bipartidismo desideologizado de la alternancia del PSOE y PP en el poder, y la acelerada conformación de dos bloques cada día más ideologizados, bloque de derecha, conformado por el desarrollo silencioso pero real de PP y VOX, y otro de izquierda, conformado por la alianza del PSOE y Podemos, en un primer momento para darle piso parlamentario a Pedro Sánchez, y a partir de ahora, quién sabe con qué fin. En el fondo, una radicalización de los sectores de derecha e izquierda, acentuada por la crisis catalana, que no cesa, y la asfixiante situación causada por una pandemia, ahora en vísperas de su cuarta ola. Como se decía hace años, para coger palco.

 

 

 

Botón volver arriba