Llegaron de madrugada y en muchos casos se llevaron hasta las fotos familiares. Era marzo de 2003 y la noticia se fue completando a retazos en la medida en que los registros policiales se prolongaron y los vecinos comenzaron a dar la voz sobre las patrullas, los uniformados y los arrestos. Aquellas jornadas se conocerían más tarde como la Primavera Negra, una ola represiva que dejó profundas heridas pero también moldeó el rostro actual de la disidencia en la Isla.
Eran tiempos en que el oficialismo cubano estaba envalentonado. Con un Fidel Castro todavía activo a la cabeza y una entrada constante de petrodólares desde Venezuela, el régimen cubano creía que podía tocar el cielo con las manos y controlar cada nube. Desde inicios de siglo había lanzado una tras otra ofensivas energéticas y sociales con el reclutamiento de miles de jóvenes que lo mismo despachaban gasolina en los servicentros, repartían refrigeradores o lanzaban golpes en un acto de repudio. Se habían frenado también las reformas económicas a las que obligó la crisis del Período Especial.
La guerra de Irak comenzaba y a Castro le pareció que las miradas internacionales iban a estar solo atentas al conflicto que nacía en Oriente Próximo. A fin de cuentas, se había salido con la suya en ocasiones anteriores en que la complicidad, el miedo a incomodar a La Habana o las simpatías ideológicas callaron más de una condena por arrestos de disidentes o excesos en las cárceles. La ofensiva represiva de aquel marzo era una forma de decir que los tiempos del control absoluto dentro del país estaban de vuelta aunque ya no se contara con el respaldo del temido oso soviético. El «máximo líder» quería mandar un mensaje contundente.
Aquel año fue la fecha de uno de los más importantes pinchazos en el globo de las ilusiones de quienes seguían creyendo que en el Caribe se había instalado una revolución justa y hermosa
Pero la razia no salió como calculaba el autócrata. La repulsa internacional fue unánime. Hasta viejos aliados de la Plaza de la Revolución, como el escritor portugués José Saramago, dejaron claro que la paciencia y la connivencia habían llegado a su fin. «Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo», declaró el premio Nobel de Literatura a raíz de las detenciones de 75 opositores y periodistas independientes, una frase que nunca se publicó en los medios oficiales de la Isla, donde se seguía hablando de respaldo «irrestricto» en la ofensiva «contra el enemigo».
Aquel año fue la fecha de uno de los más importantes pinchazos en el globo de las ilusiones de quienes seguían creyendo que en el Caribe se había instalado una revolución justa y hermosa. A los que les quedaba alguna duda de que aquellos barbudos bajados de la montaña terminaron construyendo una dictadura en la que disentir era sinónimo de traicionar, hallaron en aquella primavera una evidencia más poderosa que cualquier otro argumento. No hacía falta decir mucho, bastaba leer las actas judiciales contra los detenidos donde se describía como crímenes tener ciertos libros, contar con una máquina de escribir o haber recibido correspondencia del extranjero.
Pero aquellos arrestos y las posteriores condenas no solo influyeron de manera definitiva en cómo el mundo veía al sistema cubano, sino en el posterior movimiento disidente que se conformó en la Isla. La repulsa y la exigencia de liberación de los 75 se volvió una bandera que unió, como pocas causas anteriores, a la oposición cubana. El Movimiento Damas de Blanco jugó un papel definitorio en esa confluencia y los nuevos grupos que nacieron bajo el calor de la demanda llevaron un sello menos partidista y más centrado en los derechos humanos. La prensa independiente se multiplicó. El castrismo había sembrado el árbol donde se levantó la soga de su propio desprestigio internacional y de la inconformidad social que hoy lo tiene en jaque, rodeado por las críticas y despojado de toda grandeza.
Dieciocho años después, el régimen cubano ha tenido tiempo de reconocer que aquel golpe de intolerancia solo le trajo problemas. Creó decenas de héroes, aglutinó voluntades y dio pie a la aparición de un sector crítico mucho más amplio y plural que el existente antes de aquel marzo de 2003. Aunque la Ley Mordaza -bajo la que fue juzgado el grupo- sigue vigente, el brazo del poder está frágil, desacreditado y sin apenas aliados. Ahora necesitaría decenas o cientos de madrugadas como aquellas para encerrar a todas las voces que se le oponen.