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La moralina de nuestra izquierda

Parecemos una feliz sociedad de ciudadanos tutelados ya no por la Iglesia, sino por un partido

El truco por excelencia de la intelligentsia progresista ha sido la idea de que ser de izquierdas es moralmente superior. Esto explica esa normalidad con la que se señala a Isabel Díaz Ayuso desde las tribunas y las instituciones como una candidata inmoral. Los platós de TV, las redes y algunos periódicos se han convertido en tribunales donde se emiten juicios morales sobre el político de turno. Ayer mismo leíamos en el diario oficialista que “las palabras de Ayuso (…) pueden entenderse como ecos de otros líderes postfascistas». El ciudadano que lee estas cosas cada mañana con su café y sus magdalenas lleva semanas aprendiendo, cada día, a identificar el fascismo en cada frase, en cada decisión política de Ayuso.

Cuando la propaganda se reduce al mercadeo de tópicos como fascista y ultraderecha o derecha ultra, toda conversación conduce a la formación o al refuerzo de una moral de lo políticamente correcto. El plumífero, tras sortear el peligro de depreciación social, se dispone con ojos húmedos de obediencia, a abrazar la virtud resolutoria de la izquierda beata. Parecemos una feliz sociedad de ciudadanos tutelados ya no por la Iglesia, sino por un partido. En esa pajarera política, a menudo se expresa desdén por el debate de ideas; por el contrario, todos parecen manejarse bien con el lenguaje moralista y además nos ahorra a todos la tarea de informarnos debidamente. El terreno del debate ya no es la discusión argumentada, racional, sino el juicio moral.

En España, para una determinada izquierda beata, ser de derechas o de centroderecha implica exponerse a la acusación de ser fascista, lo cual nos convierte a algunos ciudadanos en malas personas y en una auténtica nulidad

La izquierda no se puede equivocar, la izquierda siempre representa el bien, mientras que sobre la derecha siempre pesa una sombra de sospecha moral. En España, para una determinada izquierda beata, ser de derechas o de centroderecha implica exponerse a la acusación de ser fascista, lo cual nos convierte a algunos ciudadanos en malas personas y en una nulidad. Por el contrario, lo que caracteriza a la izquierda es su ‘buena conciencia’. Así, el candidato Gabilondo se nos presenta como esa buena persona con sello de calidad moral, sobrio funcionario que sirve como cobaya de turno. Su primera misión es moralizar al votante madrileño, lo cual se consigue responsabilizando a Ayuso del «efecto llamada” del turista galo y del “desmadre” de Madrid.

Quizás uno de los retos de algunos ciudadanos sea desarrollar el pensamiento crítico, adoptar la actitud del pobrecito hablador, romper con la tendencia hacia el acusado moralismo de nuestra política porque es un anacronismo, y desaprovecha el peso de la batalla intelectual para lograr consensos. Hay múltiples posiciones válidas siempre que respeten las leyes y la democracia, pero ahora algunos han aprendido que no todas son moralmente aceptables, y hay un placer secreto en señalar la innobleza del candidato de la oposición. Se percibe un ensañamiento curioso que consiste en crear una imagen inmoral de la candidata y arrojar esta imagen a la cabeza de los votantes. Lo llamativo es que este tono sentimental, solemne, de paternalismo moral que busca simplificar el mundo en “buenos y malos” se denomine ahora “gobernar en serio”. Aburrir a las audiencias con el prestigio de su moral y su personal sobriedad, y no, desde luego, deslumbrar con el fundamento de sus ideas significa, para algunos, gobernar en serio.

Esto nos conduce a sociedades de ciudadanos tutelados que solo repiten vaciedades sin ningún tipo de escrúpulo, y conduce a un tipo de política de tono inquisitorial

Defender unas determinadas ideas de la política, la sociedad, la economía o la gestión de la pandemia no autoriza a nadie para imponer una calidad moral y unos agravios contra quien expresa una opinión contraria u ofrece un modelo de gestión diferente. Cuando el individuo asume que solo hay unas ideas moralmente aceptables, una única etiqueta de buen ciudadano que el partido de la buena gente le otorga, está renunciando, alegremente, a su autonomía moral. Esto nos conduce a sociedades de ciudadanos tutelados que solo repiten vaciedades sin ningún tipo de escrúpulo, y conduce a un tipo de política de tono inquisitorial.

La malignidad de la política es un tema poco comentado, pero cada vez más patente, y se incrementa mediante el abuso de una propaganda moralizante. Junto a una fe en declive, surgen otras religiones seculares que poseen la misma o mayor pretensión de imponer sus principios morales. La ética del Gran Inquisidor, que supone que los ciudadanos son incapaces de cargar con el peso de su propia moral y libertad de opinión, es un anacronismo en una sociedad democrática, libre y moderna. Debemos preservar la “autonomía moral” del ciudadano y superar la ‘moral de la obediencia’, ya que esta autonomía es básica para el fundamento de toda sociedad libre.

 

 

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