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Sorayda Peguero Isaac: Sobre el coraje

Amanda Gorman ha contado de sí misma que tartamudeaba cuando era pequeña. Ha dicho que es una descendiente de esclavos, una amante de la lectura y la escritura que fue criada por una madre soltera. Vi su participación en la investidura presidencial de Estados Unidos un día después de que se celebrara. Esa misma tarde escribí la primera parte de estas notas. Tras los aplausos y vítores de bienvenida, Amanda Gorman empezó a recitar los versos de La colina que ascendemos, el poema que escribió para la ocasión: “Cuando llega el día nos preguntamos, ¿dónde podemos hallar luz en esta sombra que nunca termina?”.

Al escucharla recordé a otra escritora descendiente de esclavos que fue criada por su abuela en un pueblo segregado del sur de Estados Unidos, y que fue violada a los ocho años por el novio de su mamá. Aquel hombre apareció muerto un día. Y la niña, creyéndose culpable de la misteriosa muerte, enmudeció. No habló en mucho tiempo, hasta que una amiga de su abuela la invitó a su casa para agasajarla con una merienda. Al final de la visita le prestó un libro de poesía. La invitada podía llevárselo con una condición: le recitaría un poema la próxima vez que volviera a verla. La niña rompió su silencio con un tímido: “Sí, señora”.

Amanda Gorman terminó su intervención diciendo que “siempre hay luz, si somos lo suficientemente valientes para verla, si somos lo suficientemente valientes para encarnarla”. Hace 27 años, la escritora que recordé mientras escuchaba a Amanda Gorman estuvo en ese atril del Capitolio recitando un poema, cumpliendo con la misma tarea que se le asignó esta vez a la joven poeta de California. Esa escritora se llamaba Maya Angelou, una mujer que muy pronto tuvo que enfrentarse a las tinieblas, y que muy pronto tuvo la valentía de aceptar la luz que se le dio.

Retomo estas notas mientras veo un documental en el que Norman Mailer cuenta que una tarde llegó con Truman Capote a un bar del barrio en el que ambos vivían. “Truman entró contoneándose como un príncipe marica —dice Mailer—. De repente pensé: «¡Dios mío!, ¿qué he hecho? He entrado en este antro de mala muerte y lleno de hombres borrachos con alguien como Truman»”. Imaginen cómo fue la cosa: en ese bar había medio centenar de machos irlandeses asqueados de la vida y al borde del coma etílico. Y llega Truman Capote con su voz de pito y esa risa estruendosa que le brotaba del pecho como un eco feroz. Mailer visualizó lo que vendría después de las miraditas burlonas: una tanda de trompadas y botellazos de la que ellos saldrían muy mal parados. Pero nada de eso ocurrió. Los dos escritores estuvieron bebiendo y conversando sin que ningún irlandés se pasara de la raya. “Si yo fuera él, estaría en un sinvivir —pensaba Mailer—. Moriría de un ataque al corazón. Me sorprendió tanto lo que le había costado llegar a ese punto, a esa actitud”.

Los antiguos egipcios creían que, cuando morían, el dios Sol los llevaba en un barco a donde se celebraba el juicio de las almas. Había una balanza de dos platos: uno para el corazón y otro para la pluma de avestruz que adorna la cabeza de Maat, diosa de la verdad y la justicia. El peso del corazón debía ser igual o inferior al de la pluma, de lo contrario no había posibilidad de entrar en el paraíso. He pensado que, para encarnar la luz que se nos da en esta vida terrenal, el corazón debe despojarse de la pesada carga que le impide bailar al compás de su propio ritmo. Una periodista me preguntó hace unos días: “¿Qué le dirías a la niña que fuiste si la tuvieras delante?”. Pensé contestarle: “Que no sea pendeja”. Tantas veces escuché decir a los ancianos de mi isla que los pendejos no alcanzarán la gloria… Pero cambié de opinión. Le diría que esté dispuesta a pagar el precio de vivir una vida con coraje. El riesgo de ser uno mismo no es gratuito.

 

 

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