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Margaret Atwood la mujer y sus otredades: ‘Penélope y las doce criadas’

Prolífera novelista, cuentista, poeta y ensayista, por lo demás curtida en la experimentación estilística y las posturas políticas contestatarias, no por ello deja de sorprender la capacidad de Margaret Atwood (Canadá, 1939) para reinventar su discurso literario, como se hace patente con la relectura de ‘Penélope y las doce criadas’, novela corta publicada originalmente en 2005 y que, reeditada quince años después, revalida su habilidad técnica y la aguda precisión de su crítica social.

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Maestra de la ficción especulativa, en Penélope y las doce criadas (traducción de Gemma Rovira Ortega. Penguin Random House. México, 2020, los fragmentos aquí reproducidos provienen de dicha edición), la narradora canadiense Margaret Atwood exacerba dicho recurso cuando propone su relato como contraparte de la Odisea, doble que cuestiona, desde su silencio e inmovilidad, la grandeza de Odiseo, el héroe fecundo en ingenios –que no por nada el título original del libro es La penelopiada–, equiparando así la guerra interior de la solitaria reina Penélope con la sangrienta guerra cantada en la Ilíada.

Equiparando, pero también contraponiendo, toda vez que, en tanto que la Ilíada refiere el transcurso de los días previos a la caída de Troya desde la perspectiva de los guerreros, Penélope y las doce criadas reseña la vida íntima de las mujeres, cantada y contada por ellas mismas, tanto la señora como las esclavas. La vida íntima, recalco, porque Penélope y sus cautivas develan sus existencias sometidas, desde el nacimiento, a figuras masculinas (padres, amos, esposos):

Sabía que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni me contara mentiras. ¿Acaso yo no había sido fiel? ¿No había esperado y esperado pese a la tentación –casi la inclinación– de hacer lo contrario? ¿Y en qué me convertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante: un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podían ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas como yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los contadores de historias. “¡No sigáis mi ejemplo!”, me gustaría gritaros al oído. ¡Sí, a vosotras! Pero cuando intento gritar parezco una lechuza.

Más allá de ser las narradoras en primera persona, Penélope y las criadas rompen la pared, toda vez que se dirigen a las lectoras, porque la esposa de Odiseo y sus criadas descubren su intimidad a otras mujeres, las únicas que pueden profundizar en las limitaciones sociales que vigilan y acosan sus pensamientos y sentimientos. De ahí, quizá, la impresión (al menos en lo personal) de que los hombres, más que lectores, devenimos voyeristas, fisgoneando en un mundo interior que estamos lejos de comprender.

La reescritura del mito

Para dar paso a la expresión de estas mujeres, Atwood nos presenta una novela que echa mano de la poesía, el teatro, el ensayo falso y el relato testimonial, multiplicidad que convierte a Penélope y las doce criadas en una negación de la novela tradicional, tal como las protagonistas niegan el relato de la mitología canonizada. Por ello, esta reescritura del mito de Penélope emprendida por Atwood, es una gozosa subversión de la autodeificación masculina, a la que Penélope exhibe en su ordinariez:

Alguno explicaba que había obligado a sus hombres a ponerse cera en los oídos cuando navegaban cerca de las seductoras sirenas –mitad mujeres, mitad pájaros– que atraían a los hombres a su isla para luego devorarlos, y que él mismo se había hecho atar al mástil para no saltar por la borda al oír su irresistible canto; otro aclaraba que no había habido tal isla, sino un burdel siciliano de lujo cuyas cortesanas eran famosas por su talento musical y sus extravagantes vestidos de plumas.

Al develar la “historia detrás de la historia”, Penélope y las criadas se desentienden de la condición estatuaria a que las restringe el mito, recuperando su condición humana y, por ende, la voz propia, de modo que su testimonio acerca del férreo control masculino sobre sus cuerpos y mentes deviene crítica de los cimientos mismos del patriarcado. Crítica aguda y mordaz, que evidencia la endeblez moral de una masculinidad miope, adicta a la autocompasión y la mitomanía:

–Es la flecha de tu amor, divina Penélope, la más bella e inteligente de las mujeres –me contestó–. Aunque salió del famoso arco de Odiseo, fue el implacable Cupido quien la disparó en realidad. La llevo en memoria de la gran pasión que sentía por ti y que me llevó a la tumba. –Y así siguió un buen rato, diciendo tonterías: para algo practicó sin descanso mientras vivía.

–Venga, Antínoo, ya estamos muertos –repliqué yo–. No hace falta que sigas haciéndote la víctima: no te va a servir de nada aquí abajo. Ahórrate la hipocresía y quítate esa flecha que sólo hace que te veas aún más feo.

Prolífera novelista, cuentista, poeta y ensayista, por lo demás curtida en la experimentación estilística y las posturas políticas contestatarias, no por ello deja de sorprender la capacidad de Margaret Atwood (Canadá, 1939) para reinventar su discurso literario, como se hace patente con la relectura de Penélope y las doce criadas, novela corta publicada originalmente en 2005 y que, reeditada quince años después, revalida su habilidad técnica y la aguda precisión de su crítica social.

La rebelión silenciosa

Habilidosa, en Penélope y las doce criadas Atwood equilibra, con singular fortuna, la atmósfera misógina externa que las rodea con sus mundos interiores, en los que se agazapa una rebelión silenciosa, irreductible a la paranoica vigilancia patriarcal. De hecho, tal equilibrio le concede a la autora la posibilidad de un retrato, a un tiempo irónico y comprensivo, del ser masculino, que tiene su mejor momento en la descarada forma en que Penélope reconoce las mentiras de Odiseo, pero las acepta por el gozo secreto de saber que ha engañado al hombre que, pueril y autocomplaciente, cree engañarla:

El modo en que Odiseo me narró la historia me hizo sospechar que no me lo había contado todo. ¿Por qué el jabalí había atacado salvajemente a Odiseo, pero no a los otros? ¿Sabían los demás dónde estaba escondido el jabalí y le habían tendido una trampa a mi futuro esposo? ¿Pretendían matar a Odiseo para que el tramposo de Autólico no tuviera que entregarle a su nieto los regalos que le debía? Es posible.

A mí me gustaba pensar que había sido así.

Hablé antes de las mujeres y sus mundos interiores porque, si bien se expresan en colectivo, enuncian tragedias anónimas, pero no delebles en las memorias individuales. Tragedias que, por otra parte, cobran una dimensión más dolorosamente íntima, a través del humor cruel que Atwood imprime a los cantos-testimonios de las criadas en el coro: “Y todo es alegría y bondad,/ nunca hay lágrimas ni dolor,/ todo es siempre esplendor/ en nuestro reino de tranquilidad.// Pero llega la mañana y nos despierta:/ hemos de volver a trabajar,/ levantarnos la falda, abrir las piernas,/ y dejarlos hacer sin rechistar.”

Siempre de manera original y renovada, en Penélope y las doce criadas Atwood pulsa una vez más la cuerda de la universalidad en los sucesos particulares, develando cómo el mito de la reina de Ítaca y sus esclavas se replica en las vidas y muertes de tantas mujeres que, al igual que Penélope y las criadas, sólo tienen sus otredades, que resguardan y mantienen vivas sus individualidades. Revuelta silenciosa contra un orden patriarcal que las desdibuja y las masifica. Silenciosa, pero ensordecedora.

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