No hay agua sin sed. De vez en cuando aparece la figura de Jorge Eliécer Gaitán por las calles de América Latina. A veces vivo, a veces muerto, a veces como olvido.
Asesinado por un loco o una conjura, yace proscrito en un billete de mil pesos en el que reza, cual epitafio, una de sus frases lapidarias: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo. El pueblo es superior a sus dirigentes”. Resucita y vuelve a morir.
Para 1948 se había convertido en el más importante dirigente, del hoy venido a menos, Partido Liberal Colombiano. Era caudillo de inmenso poder sobre la masa urbana de su natal Bogotá, bella, friolenta y lloviznosa. Su asesinato fue vivido cual trágica frustración que trajo consigo un mar de violencia que aún dura y que cambió la historia de Colombia como él no lo hubiera deseado. A los sucesos que ocurrieron seguidamente se les conoce con el nombre de “El Bogotazo”. No hay inferencia histórica entre uno y otro, aunque sí relación secuencial.
Se han escrito cientos de páginas para recrear esos dos eventos, uno solo en el tiempo, que ameritan ser estudiados por separado. Me quedo entre tanta tinta escrita con “Mataron a Gaitán”, libro de Herbert Braun, publicado en 1987 en edición de la Universidad Nacional de Colombia, en el que se desnuda, a partir de un hecho “accidental e impredecible” el complejo social tejido alrededor de un instante crucial.
En lo de “circunstancial” coincide con Braun, por ejemplo, Alejandro Vallejo, quien estuvo con Gaitán en el momento en que le dieron los balazos que acabaron con su vida y que publicó “Hombres de Colombia”, texto en el que califica los hechos como “la más súbita y fantástica revuelta que ha estallado en el mundo y la más espontánea”.
El mismo Gaitán afirmaba en el “Discurso-programa de su candidatura presidencial” en 1945 lo siguiente: “Casi todos los movimientos sociales y políticos que han transformado a un país o alterado la historia del mundo han aparecido en forma sorpresiva”.
Por su parte, Fidel Castro, quien se encontraba en Bogotá ese 9 de abril, da su versión de los hechos en entrevista concedida a Arturo Alape: “Yo te puedo asegurar que lo del 9 de abril no lo organizó nadie… Te puedo asegurar que fue una explosión espontánea completa, que ni lo organizó nadie ni lo podía organizar nadie. Únicamente los que organizaron el asesinato de Gaitán podían imaginarse lo que podía ocurrir”.
Para los que observamos los procesos políticos, es cómodo pensar en términos de causa y efecto, tal vez por imitación o costumbre de lo que heredamos de las ciencias exactas. Ha sido ilusión la quimera de predecir el porvenir a partir de los hechos o datos con los que contamos y que se expresan en la práctica en forma de estadística. Lente para reducir nuestra perplejidad y domar la subjetividad desde la que cada quien interpreta lo vivido para encontrarle sentido a lo que ocurre y amaestrar los acontecimientos encerrándolos en la jaula de la comprensión de la que casi siempre escapa la fiera hosca de la realidad. Por eso a veces acudimos al látigo de la quiromancia.
Así, por lo que vemos, nada está escrito. Si no la esperanza o la casualidad serían absurdas. Su fuerza sería inválida frente al destino escrito cual un vicio. Como la suerte trágica de Gaitán.