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Emilio Nouel: La integración latinoamericana y el profesor Elías Pino

“Canta la música tuya, que yo cantaré la mía”
Willie Colón

 

Semanas atrás, el historiador Elías Pino Iturrieta puso sobre la mesa el tema de la unidad/identidad latinoamericana vinculada a la integración, el cual, por cierto, no ha sido muy debatido entre los especialistas sobre la materia.

Como se sabe, aquella ha sido tratada en nuestra región, principalmente, desde el ángulo económico-comercial, dando por descontado que existe una homogeneidad de base entre los países de América Latina, derivada de la cultura y lengua heredadas de su pasado colonial, todo lo cual sería el soporte esencial para levantar el proyecto integrador de nuestros países.

Así, alrededor de la idea de la unión y/o integración de “Nuestra América” (José Martí dixit) – para contrastarla con la otra, la anglosajona del Norte- se fue creando una suerte de culto cuasi-religioso, de una mitología.

El árbol genealógico de esa unión hundiría sus raíces en Viscardo y Guzmán, Miranda y Bolívar. Creció con Torres Caicedo, Arosemena, Bilbao y Alberdi, y se potencia con Rodó y Vasconcelos, entre otros personajes de nuestra historia, cuyas ideas dieron a luz el llamado nacionalismo latinoamericano en sus distintas versiones, del que se nutren pensadores y políticos posteriores, desde la derecha más rancia a la izquierda más extrema.

Para tal culto, quien no comulgara con ese ideario, sería poco menos que un latinoamericano descastado, que no honraría debidamente el legado que nos habrían dejado los próceres de esa ‘Patria Grande’; particularmente, el general Bolívar, con su fallido intento en el Congreso Anfictiónico  de Panamá y el fracaso de su proyecto más querido: la Gran Colombia.

El artículo de Pino se titula ‘La fantasía de la Integración Latinoamericana’ (La Gran Aldea, 21/2/2021). Título, sin duda, que habrá escandalizado a más de uno, no solo en nuestro patio.

Pino arranca diciendo que la Integración latinoamericana es una quimera, que la “América toda” no existe en nación, como dice nuestro Himno Nacional. Que ese sentimiento de unión proclamado desde siempre, no ha existido jamás. Que lo de que formamos “una parentela de pueblos unidos” no es más que pamplinas. Y muestra de esa desunión serían las reacciones xenofóbicas hacia la migración venezolana.

Para apoyar sus afirmaciones, el historiador acude, en primer lugar, al argumento geográfico. No pueden integrarse países cuyas precaria y/o inexistentes vías de comunicación han impedido la creación de una comunidad de naciones. A tales obstáculos se uniría el problema de las demarcaciones territoriales y las rivalidades. Animadversión y subestimación hacia el vecino, las maneras de hablar diferenciándonos y poniéndonos en guardia frente al otro.

Dice Pino que “el territorio que terminaremos llamando Hispanoamérica, o América Latina, no será el resultado de una historia común, sino de la evolución de una diversidad de historias que deben influir en la posteridad pese a que las vistamos con un solo uniforme desinteresado y patriótico.”  Que con excepciones, “cada país se limita a desarrollar la memoria de los suyos”. 

Al final, Pino admite que lo planteado por él requiere de mayor elaboración, y que está formulado a partir de las reacciones ante la diáspora venezolana.

No he resistido a comentar el texto en cuestión; en mi caso, por haber estado ligado al asunto unos cuantos años.

Es posible que hace 60 o más años, la estrategia de una integración comercial estrictamente latinoamericana no haya sido una idea descabellada, a pesar de los múltiples obstáculos, sin duda, presentes entonces, los cuales, por cierto, no todos son exclusivamente atribuibles a la realidad y dinámica internas de nuestros países, a pesar de que en éstos podemos encontrar las causas principales. El desarrollo económico de la región y su relacionamiento externo, con sus matices, no puede soslayarse a la hora del análisis, más allá de ciertos axiomas contradichos por la realidad de los muy famosos “dependentólogos”.

El resultado no satisfactorio de la integración en nuestra región no es ajeno a la inmadurez de nuestros países, a sus gobernantes, a las políticas adelantadas y las ideologías predominantes. Socialdemócratas, democratacristianos e incluso liberales compartían enfoques respecto de este asunto. No olvidemos que la CEPAL, a cuya cabeza estuvo el argentino Raul Prebisch, hizo su trabajo de convencimiento de las élites. La estrategia cepaliana la adornaron los políticos, precisamente, con la retórica que remachaba la hermandad latinoamericana como mandato sagrado de los próceres.

No obstante, nuestros regímenes de integración parecieran tener una significación distinta para cada uno de los miembros que los conforman. La pertenencia a ellos, estaría dictada por razones geopolíticas o por la mera conveniencia diplomática de no ser mal vistos o aislados, no necesariamente por las ventajas económicas que puedan reportarles.

Acompaño a Pino en que la tal nación no existe en nuestro continente a pesar de las afinidades y experiencias compartidas. América  Latina no es un todo indiferenciado. Esa identidad colectiva no es cierta.La “uniformidad esencial”, atemporal e inmutable de la que algunos hablan no está por ningún lado, a pesar de lo que decía Bolívar de que “en todo hemos tenido perfecta unidad”. En cualquier caso, si bien esto no ha sido así, hoy en el nivel de un mundo globalizado, las fronteras lingüísticas, culturales, económicas, sociales y políticas se han ido disolviendo.

Todo ello, sin embargo, no invalida la estrategia integracionista y su conveniencia, sobre todo, en un entorno en que la interdependencia se ha profundizado, gracias a la creciente porosidad entre las regiones y fronteras nacionales del planeta, a pesar de nacionalismos trasnochados que emergen de vez en cuando y de las contramarchas y ralentizaciones episódicas de aquella.

La geografía no es más un limitante, y las rivalidades y “la diversidad de historias”, presentes en nuestro hemisferio ayer y hoy, siendo impedimentos, no son, empero, insuperables para el intercambio mercantil y el flujo de las inversiones, para lograr una mayor integración al mundo y al hemisferio, en definitiva.

La integración concebida a mediados del siglo pasado, dejó  de tener pertinencia. No se trata solo de un problema de barreras arancelarias, sino más bien de producciones conjuntas y de libre circulación de inversiones.

Aquel modelo de integración empujado por los mitos de una presunta unión inmanente latinoamericana, pasó a mejor vida. La crisis actual de ese modelo tiene que ver con su inadecuación a los nuevos tiempos. Y los estancamientos y ralentizaciones que experimentan, no se curarán con proclamas voluntaristas aludiendo a esa monserga alrededor de una extraviada “Patria grande”, sino con políticas que se ajusten a las nuevas realidades de un mundo en intensa interconexión, visiones endógenas aparte.

La integración es un asunto pragmático en la nueva era global. Los latinoamericanos, en la medida de sus conveniencias y posibilidades, deben abrirse aux quatre vents, como ya de hecho ocurre.

Los impulsos xenofóbicos hacia nuestros compatriotas, expresión  repudiable de lo que algunos llaman “fronteras emocionales” o “sentimientos tribales”, conspiran, sin duda, contra la integración, pero tampoco son cortapisas infranqueables.

 

 

 

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