Democracia y PolíticaMarcos Villasmil

¡Kampradismo, jamás!

La calidad del liderazgo político latinoamericano sigue variando, y no para mejor; citemos un solo ejemplo reciente: la terrible decisión presidencial que enfrentan los peruanos. Más que nunca es difícil ver la prensa sin que surja alguna nota crítica, reclamando nuevos y mejores líderes; ciertamente la pandemia no ha ayudado a subirle la popularidad a la gran mayoría de gobernantes. La imagen popular es que un líder político del patio es un camaleón vociferante, adicto a un micrófono con el cual nos intenta vender la idea de que él sí es diferente, sincero y honrado. Claro, en estos tiempos cínicos y descafeinados, nadie le cree, y a los cinco minutos cada quien vuelve a lo suyo.

El siglo XXI, luego de veinte años de antipolítica de todo tipo, nos ha generado un político cada vez más vacío de contenidos, de valores, de ideas y de propuestas originales. Más que líderes, los que tenemos son aspirantes a caudillos-y-que-demócratas. Estos  supuestos dirigentes viven pendientes de lo que dice la última encuesta, atentos a los cambios de viento de la opinión pública, o de los centros de poder económico y mediático. Otra cosa: nada aterroriza más a nuestro peculiar caudillo que tener que pensar por su cuenta. Para eso existen los consultores, analistas, secretarios, speechwriters, e incluso, en casos patológicos como Chávez o Maduro, los babalaos, es decir, los consultores de la espiritualidad afro-caribeña.

¿Es amigo usted de un caudillo-y–que-demócrata? ¿Desea mantener su amistad? En materia de lectura regálele el último best-seller, tipo Dan Brown, porque si nuestro muy ocupado personaje no termina el libro, al menos sabrá el final por la subsiguiente película.

Lo anterior no quiere decir que nuestros sacrificados héroes patrios no hayan leído clásicos. Lo que pasa es que para él la lectura de los mismos significó, en algún momento de su juventud, lo mismo que una materia del colegio, que hay que pasar. Luego de cursada, adiós luz que te apagaste. En este sentido, la única cultura que muchos de nuestros prohombres de la política reconocen en su vida personal, alejados de las luces del poder, es la del entretenimiento. Hijo auténtico de la sociedad de masas, nuestro habilidoso operador político más que ocio –el tiempo libre para conocer el mundo y su cultura- lo que tiene es tiempo sobrante, luego de las infinitas y muy sacrificadas jornadas de conspire político al interno de sus organizaciones partidistas. Un voluntarista donde los haya, enemigo de la teoría –se considera todo un campeón de la ¨praxis¨-, mirando con desdén a los pensadores y académicos. Puesto a escoger, en el caso venezolano, siempre preferirá a Guzmán Blanco sobre José María Vargas (aunque afirme lo contrario).

Sin embargo, nuestro caudillo-y-que-demócrata, sobrado y sobrante, de vacíos esplendores, se  proclama ideológico, aunque la formación y el debate doctrinarios no lo hayan tocado, ni siquiera en las etapas de la juventud.

Su vacuidad intelectual se nos muestra como es obvio, por contraste, ya que la cosa no fue siempre así. Winston Churchill, además de un estadista de primer orden, ganó el Premio Nobel de Literatura; en nuestra vecindad, ¿en qué liga ubicar a los actuales dirigentes si los comparamos con big-leaguers de la talla intelectual de Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Bernardo Leighton, Ricardo Arias Calderón, Víctor Haya de la Torre, Juan Pablo Terra, Fernando Henrique Cardoso?

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Nuestro pura sangre político del siglo XXI es ejemplar de carrera corta: la coyuntura lo atrapa. Ello lo secuestra de cualquier posibilidad de visión hacia futuro. Pídansele visiones de país a largo plazo, nuevas ideas, novedosas formas de estudiar y comprender la realidad, y en su rostro aparecerá el asombro más absoluto. Es que, supremo emperador de lo efímero y de la política de bajo cabotaje, es un especialista en paños calientes, en medidas para el hoy descuidando el mañana. No entienden que la política no es suma de actos sino de procesos que toman tiempo y esfuerzo; no comprenden que, como decía Arnold Toynbee, la democracia no es un puerto, sino un barco, que hay que saber guiar con destreza y con sabiduría. Con su armadura mental a prueba de cambios, no le gusta arrimarse mucho al toro de la realidad, la cual no está para ser transformada sino como máximo maquillada. Eso sí, todos a celebrar la llegada a la Tierra Prometida de la Democracia, como si ya el asunto estuviera resuelto.

Una América Latina verdaderamente democrática, exige líderes que sean Hombres de Estado, con la capacidad que los griegos llamaban discernimiento, consistente en pensar coherentemente en el bien de la mayoría. Necesitamos, además, volviendo a un punto anterior, una dirigencia culta, no meros agitadores de masas. Como nos recuerda Hannah Arendt, los romanos pensaban que una persona culta era la que sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado.

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Una marca indiscutible de fábrica del político latinoamericano que se considera exitoso, una medalla de orgullo, es que sus partidarios añadan el sufijo «ismo» a su nombre y apellido. ¿Hay acaso un importante líder latinoamericano que no lo haya tenido? ¿Algún presidente? Mencionemos algunos, apenas para calentar el brazo: peronismo, castrismo, chavismo. Y los demócratas no se salvan…

Lo anterior ha formado parte en nuestras tierras de la fama de nuestros prohombres políticos, de civil o de uniforme, así como del relato fundamental de los procesos históricos, casi siempre protagonizados por estas figuras de barro.

No sucede lo mismo en otras latitudes. En ocasiones, cuando se ha elegido a los personajes suecos más encomiables de la larga historia de ese país (donde han abundado líderes civiles y militares) uno de los más señalados es Ingvar Kamprad (1926-2018), fundador de la mega-industria transnacional de muebles llamada Ikea (escogido a pesar de que tuvo una vida con algunos manchones importantes). Es sencillamente inimaginable que algo similar ocurriera en algunos de nuestros países.

Siempre hemos preferido liderazgos paternalistas y soberbios, que nos pasen la mano por la cabeza, que nos digan cuánto nos adoran, mientras nos siguen tratando como eternos y estúpidos adolescentes políticos.

Por último, es bueno aclarar que en Suecia nunca ha existido el ¨Kampradismo¨.

 

 

 

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